Un testamento crítico

Un testamento crítico

Por Armando Capalbo
dos años de su muerte, John Updike (1932-2009) sigue siendo el escritor estadounidense más celebrado de su generación, con una ponderada obra de casi cuarenta títulos (muchos de ellos memorables), entre narrativa corta, novela, ensayo y poesía. Desde sus comienzos en la revista The New Yorker hasta su consolidación como cáustico cronista de la clase media de su país a través de la inolvidable saga protagonizada por su personaje Harry Angstrom, “Conejo”, con la que ganó dos veces el Premio Pulitzer, Updike jamás abandonó su peculiar modo realista, su estudio de la relación entre individuo y sociedad ni su proverbial capacidad de sondear con refinada ironía temas como la liberalidad (y la represión) sexual, la pareja y el matrimonio, la crisis de los lazos intergeneracionales y la hipocresía de los mandatos sociales. Aunque los muchos relatos en los que desplegó su visión ácida de la historia cultural de su país -desde la posguerra hasta la segunda presidencia de George W. Bush- obtuvieron un sólido crescendo en la consideración crítica y un público más que fiel en Estados Unidos y en varios países del mundo, su único gran best seller fue su novela de 1984 Las brujas de Eastwick , llevada rápidamente al cine por George Miller como una valiente comedia negra protagonizada por Jack Nicholson, Cher, Susan Sarandon y Michelle Pfeiffer. Consiguió con aquel relato la bendición del crítico Harold Bloom pero también la maldición eterna de las feministas, quienes hacía tiempo denostaban su imparcial tratamiento del deseo sexual femenino desde el principio de su obra. En su propia vejez y con el propósito de auscultarlas sin tapujos ni miramientos, Updike resucita a sus tres brujas, que reviven para revisar su historia y para viviseccionar los cambios en las costumbres de una América que para el autor regresó peligrosamente a la estupidez y el conformismo de los años 50, pero “sin la excusa de los comunistas”.

Entendido como el testamento literario de Updike en clave de comedia amarguísima, Las viudas de Eastwick fue el último relato publicado en vida del autor. Alexandra, Jane y Suzanne, viejas y viudas las tres, desperdigadas por el país, treinta años después de la siniestra trama que las tuvo como protagonistas y víctimas a la vez y por la cual compartieron sexualmente al poseso demoníaco Darryl Van Horne, mago negro él mismo, y provocaron la muerte de su rival Jenny Gabriel, se reencuentran en un aburguesado viaje a China, en el sopor de una tercera edad acomodada y aburrida, llena de nietos y medicamentos, muy lejana de la energía sexual que desplegaban para sus antiguos y juveniles maleficios. Cuando del sexo ya sólo queda el recuerdo, viajar cobra importancia: Alexandra hace un largo recorrido sola por las Rocallosas canadienses, luego se reúne con Jane y realizan un previsible tour por Egipto para, por fin, enlazarse las tres en una China que las sorprende y les provoca las ganas de volver a explorar el epicentro de sus antiguos aquelarres, el prejuicioso y taciturno pueblo de Eastwick, en el pequeño estado de Rhode Island. Pero la intención no es simplemente pasar un verano confortable y rememorar las pasadas hazañas amatorias, sino más bien exorcizar sus fantasmas y hasta, en lo posible, condonar sus culpas. Casi todos sus antiguos amantes están muertos o demasiado envejecidos y maltratados por la vida. Sus viudas han alcanzado el rango de dignas matronas, aunque cercanas a la más patética senilidad. Sin embargo, el melindroso y también envejecido hermano de Jenny, el actor y ambiguo satanista Christopher (discípulo del desaparecido Darryl), está decidido a vengar aquella muerte injusta de treinta años atrás.
En un auténtico desenfreno corrosivo e inmisericorde, Updike, con una ironía tan incisiva que deslumbra y apabulla, se carga de nuevo a su propio país, a casi todas sus miserias, bajezas y oscuridades, revisando uno por uno todos los temas que a lo largo de medio siglo exploró con el más inteligente sarcasmo, ahora reconvertido en agudeza casi destructiva, en observación inteligente y despiadada sobre el vergonzoso olvido del ideal de democracia y el lacerante vacío moral del mundo contemporáneo. No sólo no ha quedado nada de aquella transformadora energía sexual de los libertarios años 60 y 70, sino que además se ha tornado imperceptible aquel frondoso cuestionamiento a valores, saberes, imposiciones y convenciones que caracterizó a la parte más importante de la cultura estadounidense de aquel período, en medio del vulgar y envilecido presente de la sociedad de consumo, con el remotísimo “sueño americano” en estado terminal. Las brujas ahora viudas, los personajes más exitosos de toda la obra de Updike, se convierten en el más descarado vehículo de la lucidez crítica de un autor en la impagable cumbre de su talento expresivo.

Mucho más que un testamento, Las viudas de Eastwick , fábula humorística sobre la cruel caducidad del sexo y del amor, constituye una completa y audaz revisión de la propia obra y un análisis en tono de indignada sorna de la decadencia de Estados Unidos. El clásico y valioso cronista de la angustia de la mediocridad, de la búsqueda individual de libertad en un contexto hostil, enjuicia ahora sin ambigüedad la herencia cultural de su país como una caída imperdonable que se pervierte aún más por la renovada hipocresía del discurso oficial durante el doble período de Bush (h), síntesis histórica, para el autor, del materialismo más egoísta y del derrumbe en el desinterés, la violencia irracional y la decepción más inconsolable.
Ya se conocía la severa impugnación de Updike a la ausencia de valores e ideales a través de cinco décadas de brillante carrera literaria. Las viudas de Eastwick no sólo deja, en su insensible -y doliente a la vez- interpretación del mundo, a Estados Unidos al borde del abismo, sino que además expande la reflexión, con la misma acidez y ferocidad, a la vivencia del umbral de la ancianidad, un tiempo de extrema injusticia porque es el preámbulo de la muerte, en el que los personajes deambulan entre la sordidez del cuerpo y la mente en estado de precariedad y un inusitado instante de inconsciencia, incluso de inocencia, que tardíamente renueva permisos y revisa, inútilmente, esperanzas olvidadas..
LA NACION