05 Nov Donde el alma descansa: sobre el sentido que nos salva
Hay frases que no mueren; se agrandan.
Con los años, pierden la anécdota y ganan verdad.
Una de ellas pertenece a Viktor Frankl, aquel médico que atravesó los campos de concentración y regresó para decir algo que, incluso hoy, incomoda:
no busques la felicidad; busca el sentido.
Es una idea simple, pero subversiva.
En un mundo que mide el valor de la vida por el nivel de placer, productividad o confort que produce, esa frase suena casi obscena.
Sin embargo, Frankl lo sabía: quien vive para ser feliz termina vacío, porque la felicidad, cuando se la persigue, se vuelve un espejismo.
Vivimos bajo un mandato invisible: sé feliz, todo el tiempo.
Las redes lo amplifican, las marcas lo venden, la cultura lo celebra.
Pero cuanto más la buscamos, más se nos escapa.
La felicidad convertida en obligación se transforma en una tiranía amable: sonriente, motivadora, vacía.
Frankl descubrió, en medio del horror, que el ser humano puede soportar casi cualquier sufrimiento si siente que ese sufrimiento tiene un sentido.
Sin un “para qué”, incluso el placer se vuelve insoportable.
Con un “para qué”, incluso el dolor se vuelve soportable.
La diferencia entre ambas vidas —la del placer y la del sentido— no está en la intensidad, sino en la dirección.
Buscar el sentido no es buscar grandeza.
Es encontrar una razón íntima para levantarse cada mañana.
A veces está en cuidar a alguien, otras en crear algo, otras simplemente en resistir con dignidad.
Frankl decía que el sentido se descubre de tres modos:
en el trabajo, cuando damos forma al mundo;
en el amor, cuando nos olvidamos de nosotros mismos por alguien;
y en el sufrimiento, cuando decidimos no quebrarnos ante lo inevitable.
Cada una de esas vías tiene algo en común: nos saca del centro.
Nos arranca del espejo y nos conecta con algo que nos trasciende.
Ahí empieza el alivio.
El vacío no es la falta de cosas, sino la falta de dirección.
Podemos tenerlo todo y sentir que nada alcanza, porque nada responde a la pregunta esencial: ¿para qué?
El propósito no elimina el dolor, pero le da forma.
Le da sentido.
Y el sentido, a su manera, siempre salva.
En una época que confunde movimiento con avance, el propósito es lo único que nos detiene en el lugar justo:
ni resignados ni acelerados, sino atentos.
Un propósito no se impone: se escucha.
Llega cuando dejamos de correr detrás del placer y empezamos a escuchar lo que la vida nos pide a nosotros.
Frankl comprendió algo que la psicología moderna apenas empieza a redescubrir: la felicidad no se alcanza por persecución, sino por consecuencia.
Llega cuando uno se olvida de sí mismo en algo que ama, cuando el yo se disuelve un instante en la tarea, en el vínculo o en la entrega.
Esa felicidad no es euforia: es paz.
No dura, pero deja una huella de verdad.
No se compra, pero se conquista sin proponérselo.
Buscar el sentido es, en el fondo, una forma de amor.
Amor a la vida, incluso cuando duele.
Amor a la tarea que tenemos entre manos.
Amor al mundo, aunque esté herido.
Y quien ama —aunque sufra— no está perdido.
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Nota del autor:
Hay una quietud que llega cuando uno deja de perseguir lo que todos dicen que hay que alcanzar. El sentido no se impone: se revela en los intersticios del día, en la mirada que nos conmueve, en la tarea que nos exige sin prometer recompensa. A veces creo que no buscamos tanto la felicidad como un lugar donde poder respirar con dignidad. Ese lugar, si uno tiene suerte, se llama sentido.
Carlos Felice