Ser sin nombre: John Clare y la disolución del yo

Ser sin nombre: John Clare y la disolución del yo

“I am,  but what I am none cares or Knows” – John Clare

 

En una época en que se  convierte a  la identidad en mercancía y el yo en espectáculo, la voz de John Clare resuena como una forma de resistencia: la del que, al perderse, se encuentra.

 

John Clare fue un campesino inglés del siglo XIX que escribió como si la naturaleza le hubiera prestado su voz por un instante. No para hablar de ella, sino desde ella. Mientras el Romanticismo europeo se desbordaba en exaltaciones del yo, Clare elegía el silencio, la observación, la rendición. Escribía desde el borde, allí donde el yo deja de ser el centro y el mundo comienza a tener voz propia.

 

Su poesía no nace del desconsuelo, sino de una lucidez que no necesita defensa. En el asilo donde pasó sus últimos años —olvidado por los mismos que alguna vez lo celebraron— compuso “I Am” (“Yo soy”), un poema breve y limpio como un cristal. Dos palabras que no buscan afirmar nada. Clare no dice “yo soy esto” o “yo soy aquello”: solo “yo soy”. En ese despojo hay una calma difícil, una serenidad que parece venir después del derrumbe. Una conciencia que se sabe parte de algo más grande que sí misma.

 

El verbo ser, en Clare, no sostiene una identidad: respira. Decir yo soy no es declararse, sino aceptar que uno sigue existiendo, incluso cuando todo lo demás se ha borrado. Su dolor no grita: se vuelve claro, casi transparente. No hay redención ni queja, apenas la evidencia de que el ser, incluso herido, persiste. Y en esa persistencia hay algo parecido a la gracia.

 

Clare no busca trascender el mundo, sino reconciliarse con él. La naturaleza —su casa, su lengua— no aparece como refugio, sino como espejo. Cuando desea “dormir como cuando era niño, inconsciente del mundo”, no pide olvido: pide regreso. No nostalgia, sino integridad. Volver a ser parte de esa corriente donde nada se separa. Como en Spinoza, la paz llega cuando el alma deja de imaginarse sola.

 

Su tono no es trágico. Es sereno, aunque duela. Su poesía no lamenta haber perdido el yo: agradece no tener que sostenerlo más. La identidad se disuelve, y lo que queda es lo esencial: polvo, aire, memoria. Lo que la razón llamaría desaparición, en él se convierte en comunión. El yo se apaga, sí, pero no muere; se confunde con la tierra, con el todo, con la respiración del mundo.

 La disolución  del yo no es tal sino una forma de pertenecer más profundamente.

 

Su lenguaje es austero, casi mineral, pero dentro de esa austeridad hay una belleza que se mueve. Cada línea late con algo del viento, del suelo, del silencio. “Yo soy” no suena como plegaria ni como grito: es una exhalación. El ser habla, y el poeta no interrumpe. Dejar hablar al ser: tal vez esa sea la forma más alta de sabiduría.

 

Al leerlo, no se siente desesperanza, sino aceptación. Clare no pide nada. Mira, y en esa mirada hay ternura. La identidad se diluye, pero el ser permanece. El yo se expande, se hace respiración, memoria, se confunde con la tierra que lo rodea. Y en esa fusión hay descanso, no pérdida.

 

Tal vez por eso, al leerlo, algo en nosotros también se aquieta. El poeta de las almas rotas, entendió que vivir no es imponerse al mundo, sino dejarse existir dentro de él. Su poesía no enseña a resistir, sino a pertenecer. En un tiempo que idolatra la autoafirmación, su “Yo soy” nos recuerda otra posibilidad: la belleza callada de ser sin nombre.