
03 Oct Baudelaire tenía TikTok
Las flores del mal en tiempos de burnout y trap
En 1857 Charles Baudelaire fue condenado por obsceno. No porque escribiera sobre sexo o blasfemia, ni siquiera por describir cadáveres y prostitutas. El verdadero pecado fue mostrar que la modernidad es obscena en sí misma: brillante y podrida al mismo tiempo. Las flores del mal revelaba que el esplendor y la ruina no se excluyen, sino que conviven como gemelos en la experiencia de lo urbano. Más de un siglo y medio después, ese diagnóstico resuena en un mundo donde nuestra vida se mide en notificaciones, likes y algoritmos.
El spleen baudelairiano —ese tedio opresivo, ese cielo bajo que aplasta— hoy se llama burnout. El poeta lo describía como náusea vital, como un peso que no se quita. Nosotros lo sentimos cada vez que abrimos Instagram buscando novedad y encontramos lo mismo, cada vez que el celular vibra y, en lugar de alivio, nos entrega más vacío. El spleen es el antepasado de ese “ya no me da la cabeza” que se repite en oficinas, chats y canciones de trap. Bad Bunny lo dice sin sonrojo: “estoy pegao’, pero me siento vacío”.
En El vampiro, la amada devora la vida del poeta hasta dejarlo arruinado. Hoy el vampiro no tiene rostro humano: es el algoritmo. Se alimenta de nuestra atención y de nuestros deseos. Creemos manejarlo cuando deslizamos en Tinder o cuando pasamos horas en TikTok, pero lo cierto es que somos nosotros quienes terminamos drenados. El deseo convertido en datos, el goce en capital. Lo que Baudelaire nombraba como maldición amorosa ahora se llama “economía de la atención”.
El flâneur que recorría París sin rumbo, mirando multitudes, es hoy nuestro dedo que scrollea. La multitud ya no está en la calle sino en el feed: rostros, cuerpos, mercancías que atraviesan la pantalla y se pierden. Baudelaire anticipó el consumo de lo fugaz mucho antes de que existiera la palabra “consumo”.
Y la belleza obscena, esa flor que brota del cadáver, reaparece en nuestra fascinación actual por lo que debería repugnarnos. Euphoria convierte la autodestrucción adolescente en espectáculo luminoso. El trap estetiza la marginalidad con una mezcla de brillo y ruina. El “aesthetic trash” en redes convierte cicatrices y basura en estilo. Lo que la sociedad rechaza se transforma en imagen: Baudelaire ya lo había intuido.
Se dice que Baudelaire fue un poeta maldito. Lo fue porque mostró que lo prohibido no está en los márgenes, sino en el centro de nuestra vida. Lo que escandalizó a los jueces del siglo XIX —el deseo culpable, la podredumbre, la blasfemia— hoy escandaliza menos, pero sigue vigente cada vez que nos descubrimos incapaces de apagar el celular, atrapados en una cadena de estímulos que nos excita y nos vacía a la vez.
Baudelaire no es un clásico enterrado: es nuestro contemporáneo más incómodo. Su spleen late en el burnout, su vampiro respira en el algoritmo, su flâneur se reencarna en el scroll infinito. Y la maldición que lo marcó nos alcanza a todos. La verdadera obscenidad de la modernidad no está en los excesos de Baudelaire: está en la normalidad de nuestras vidas conectadas.
Si Baudelaire viviera hoy no lo encontraríamos en una biblioteca polvorienta, sino en tu feed de madrugada: scrolleando, cansado, fascinado, y todavía escribiendo Las flores del mal.