
22 Apr En memoria de Francisco: el poder de la palabra como legado
Mientras el mundo despide al Papa Francisco, resuena con fuerza uno de los aspectos más transformadores de su pontificado: el uso de la palabra como puente, bálsamo y acto de amor. Su voz —cálida, firme, siempre impregnada de humanidad— no solo denunció las injusticias del mundo, sino que también susurró consuelo a millones de corazones heridos. Francisco nos recordó que el lenguaje no es neutro: tiene el poder de sanar o herir, de unir o dividir, de abrir caminos o cerrarlos.
En su honor, compartimos esta reflexión sobre la vida y la muerte en la lengua. No como una despedida, sino como una forma de seguir conversando con su legado.
“La muerte y la vida están en poder de la lengua, y el que la ama comerá de sus frutos”, dice Proverbios 18:21. No es una exageración poética, ni una frase suelta para decorar sermones: es una verdad incómoda que atraviesa todas las dimensiones humanas —la espiritual, la emocional, la ética y la social. Lo que decimos construye o destruye realidades. Lo que callamos también.
En la tradición judía, este versículo está íntimamente ligado al concepto de lashón hará: el habla maliciosa. Decir la verdad con mala intención, difamar, manipular, puede ser tan destructivo como un arma. En el Talmud se dice que la lengua mata a tres: al que habla, al que escucha y al aludido. Esa triple herida no es visible, pero deja cicatrices profundas. Por eso, en muchos relatos rabínicos, la lengua es más poderosa que la espada: una palabra puede salvar o condenar.
En el cristianismo, la lengua es el reflejo del corazón. Jesús enseñó que de lo que hay en el corazón habla la boca, y que daremos cuenta de cada palabra. No se trata solo de lo que decimos a otros, sino también de lo que decimos de nosotros mismos. En un tiempo en que el insulto es entretenimiento, y la mentira una moneda cotidiana, hablar con verdad y con amor es un acto de resistencia espiritual.
La psicología moderna no se queda atrás. Sabemos que las palabras —escuchadas o dichas— tienen un impacto neurológico real. El desprecio, la burla, el rechazo verbal activan en el cerebro las mismas áreas que el dolor físico. Un “sos un inútil” repetido en la infancia puede dejar más marcas que un golpe. En cambio, una palabra de aliento, dicha en el momento justo, puede frenar un suicidio, sanar una autoestima, o encender un nuevo comienzo.
También desde la filosofía se ha demostrado que no hablamos de lo que ya existe: hacemos existir lo que decimos. Un juez dice “culpable” y cambia la vida de alguien. Un “sí, acepto” une destinos. Un “ya no te amo” puede romper años de historia. La palabra no describe: actúa.
Y en lo espiritual, cada vez más personas reconocen que el lenguaje no es neutro. Lo que decimos vibra. Lo que declaramos —sobre nosotros, sobre otros, sobre la vida— se convierte en atmósfera, en profecía, en destino. Las bendiciones y maldiciones no son solo supersticiones antiguas: son formas de energía verbal que tocan cuerpos, mentes y corazones.
Por eso, este proverbio no es un adorno. Es un recordatorio brutal: hablás, y estás eligiendo entre vida o muerte. A veces con un insulto, a veces con un “te creo”, a veces con tu silencio. La lengua no es un detalle, es un arma o un puente. Y el que la ama —es decir, el que entiende su poder— comerá de sus frutos.