La política, degradada por la mala educación

La política, degradada por la mala educación

El empobrecimiento del lenguaje es aliado principal de todo proyecto de dominación; se sabe, la ignorancia de los muchos es terreno fértil para la tiranía de los pocos.

Por Diana Sperling

La propuesta de Nietzsche era hacer filosofía a martillazos. En una degradada y caricaturesca versión local, los argentinos hacen política a machetazos.

La idea nietzscheana era audaz, transgresora de modelos perimidos; apuntaba a “abrir cabezas” al pensamiento, impulsar la creatividad y cuestionar viejas sumisiones. La patética distorsión nacional apunta a todo lo contrario. Hay, claro, violencia en ambos casos. En el del filósofo, es la violencia del romper moldes estrechos y ya inoperantes.

Los martillazos iban dirigidos al edificio de saberes coagulados que se habían distanciado de la realidad, a dogmas “que ya no dispensan vida”. Era necesario demolerlos para introducir lo nuevo y vital, para posibilitar libertades inéditas y gestar un hacer superador.

La violencia de los políticos vernáculos es de pacotilla, apunta a la mera destrucción. No solo del rival, sino de la posibilidad de diálogo, de registrar la existencia del otro para vislumbrar un mundo más humano y justo. Violencia que impide construir puentes sobre los abismos de una nación en crisis que a todos nos incumbe.

La cara más visible de esa violencia ramplona aparece en los discursos. Es tan degradado -y degradante- el griterío patético de un candidato que promete “aplastar a otro cual gusano”, como la actuación histérica de una docente que insulta y descalifica a un alumno que osa cuestionar sus posiciones. (Se puede, también, abrir cabezas con el garrote).

Tan penoso y bajo el discurso de una candidata que, para “captar el voto joven”, apela a un vocabulario de alcoba o de charla íntima de café, como los spots bizarros de tik toks o los de burlas al opositor, llenas de groserías e improperios a cargo de madres desbocadas.

No, no son delitos. Últimamente se nos ha acostumbrado a descartar, por irrelevante, toda crítica a actos que no coincidan con una figura penal. Que el código no tipifique una conducta obscena no la hace menos grave. Una acción puede ser ilegítima aunque no sea ilegal.

Puede no constituir un crimen jurídico sino una falta: moral, ética, social. Una afrenta a la dignidad propia y ajena. Porque no son delitos, pero sí síntomas.

Al igual que las pruebas Aprender y otros marcadores indican el empobrecimiento del lenguaje en chicos y jóvenes (incapaces, en una enorme proporción, no solo de escribir con cierta coherencia sino siquiera de comprender un texto), la pauperización de los discursos por parte de los actores políticos señala una fuerte vocación de nivelar para abajo. Si los jóvenes se han embrutecido, hablémosles como a brutos.

Así, tal vez, nos escuchen y nos voten… Si se borra la frontera entre lo exterior y lo doméstico -eso es, precisamente, lo obsceno-, si lo público es el terreno del todo vale, de la exposición impúdica y exhibicionista, usemos los modos de entrecasa para parecer cercanos y amigotes.

Vayamos en pijama al Colón. Cuando el lenguaje cae bajo las garras de los imperativos electorales más urgentes y se somete a los mandatos de un dudoso resultadismo, como mero medio para un fin egoísta, estamos ante una grave violencia simbólica.

Y toda violencia simbólica lleva, indefectiblemente, a otra violencia, de la más cruel y real. Los espíritus lúcidos de todas las épocas lo sabían: Freud, entre otros. “Comienzan quemando libros, y terminan quemando personas”. Degradar el lenguaje -lo que nos hace humanos- conduce, por vía directa, a rebajar nuestra condición social y cultural.

La situación que vivimos es más que preocupante. Porque, así como la escuela tiene sin duda una función política (en el sentido elevado de educar para la polis), la política tiene una función educativa. Los griegos fueron, a su modo, maestros en el arte de la paideia: enseñar valores, fomentar pensamiento crítico y forjar ideales.

No se trata de conductas remilgadas y meros “modales”, sino de sostener y reforzar el ámbito de la civilidad. Así como hay un vínculo inexorable entre violencia simbólica y violencia real, también lo hay entre esos dos tipos de pobreza.

El mito de Babel lo ilustra: “era toda la tierra de una sola lengua y pocas (pobres) palabras”, comienza diciendo el relato acerca de la construcción de ese monumento a la soberbia. Dicen los comentadores (Kafka, por ejemplo) que el afán dominador de los poderosos a cargo del proyecto llevó a la muerte de los operarios que subían a esas vertiginosas alturas y caían sin tener de dónde sostenerse.

Para los dueños eran más valiosos los ladrillos que los hombres que los transportaban. El empobrecimiento del lenguaje es aliado principal de todo proyecto de dominación; se sabe, la ignorancia de los muchos es terreno fértil para la tiranía de los pocos. Los políticos son personas públicas que aspiran a representar a la gente.

Lo quieran o no, constituyen role models. Figuras sobre las que se proyectan deseos e ideales, objeto de identificaciones, y por ende, depositarios de la enorme responsabilidad de mejorar la calidad de vida de sus conciudadanos. Triste futuro le espera a un pueblo cuyos líderes se rebajan y rebajan al otro en una pelea de barrabravas, en lugar de “educar al soberano”, promover la dignidad y el valor de la vida en común.

CLARÍN