Una saga musical

Una saga musical

Por Pablo Gianera
“El más grande de los monstruos” fue el título que el poeta W. H. Auden le puso a un ensayito dedicado a comentar una biografía de Richard Wagner. El superlativo es justo por partida doble: incorpora a la vez la magnitud y el terror. Del compositor y de sus descendientes, objeto de Jonathan Carr en El clan Wagner , podría decirse lo que Charles De Gaulle había dicho de la Alemania de entreguerras: un mar sublime, pero glauco, del que las redes del pescador extraen justamente monstruos y tesoros.
Wagner era un manojo de fuerzas opuestas. Predicaba el vegetarianismo pero devoraba con avidez la comida francesa. Alentaba el comunismo pero no podía vivir sin su ropa de seda. Promovía la contención pero solía infligirles a amigos y familiares rabietas de vodevil. Despuntaba un antisemitismo en apariencia rampante, pero podía suplicarle al judío Giacomo Meyerbeer que lo tomara como “esclavo en cuerpo y alma” para conseguir “alimento y fuerza”, y consintió que Hermann Levi dirigiera el estreno de Parsifal , su “festival escénico sacro”. Justificar el doble rostro por la simple hipocresía implicaría pasar por alto la complejidad del individuo. Se lo había advertido Wagner a Cósima Liszt, su segunda esposa y la madre de sus hijos: “Sería más fácil morir por mí que vivir por mí”. Pero sin duda, Minna Planer, la primera esposa, habría tenido ya antes innumerables oportunidades de constatar la confesión. En todos los planos, Cósima fue mucho más consecuente que Minna.
Carr acierta cuando divide la historia del clan entre wagnerianos y “bayreuthianos”. El bayreuthismo habría sido inconcebible sin el wagnerismo pero tuvo -y tiene todavía- una vida propia. Wagner podía ser un sicofante ejemplar y era rico en contradicciones. Cósima se ocupó con abnegación de encauzar esas contradicciones del maestro en una dirección única, tanto en el antisemitismo como en los negocios. En cuanto a lo primero, el tema ocupa muchas páginas de esta biografía colectiva porque, según señala el autor con su estilo característico, “como una ballena asesina, el antisemitismo, tan pronto surge como desaparece a lo largo y ancho de la saga de la familia Wagner, pero rara vez se aleja demasiado”. El ensayo “El judaísmo en la música” era de 1850, pero otros miembros de la familia profundizaron desde entonces el odio; ante todo, Houston Stewart Chamberlain, inglés enfermo de germanofilia que se casó con Eva, una de las hijas de Wagner (la otra era Isolde, excluida por la familia como presunta hija de Hans von Bülow, primer marido de Cósima). Siegfried, el hijo varón, contrajo finalmente matrimonio, después de subrepticias aventuras homosexuales, con Winifred Marjorie Williams. Winifred era inglesa, como Chamberlain, pero ninguno de los dos fue insular en el clan. El primero movió los hilos políticos; la segunda, también furiosamente antisemita, se ocupó de la administración del Festspielhaus ya desde antes de la Segunda Guerra, y mantuvo una estrecha relación con Adolf Hitler, a medias entre la fascinación y el enamoramiento. Todavía en 1975, al comparecer ante las preguntas y las cámaras del director Hans-Jürgen Syberberg, Winifred podía emocionarse con la evocación de los “buenos y viejos tiempos” hitlerianos y de su líder: “Si Hitler entrase ahora mismo por la puerta, sin ir más lejos, yo me pondría tan contenta, tan feliz de volver a verlo?”
Con Siegfried, Winifred tuvo cuatro hijos. Friedelind le dio la espalda al nazismo; pasó por Londres, luego por Buenos Aires (donde se encontró con su amigo Arturo Toscanini) y siguió a Estados Unidos. Wieland, primero, y Wolfgang después reconstruyeron por su parte el festival después de la guerra. Otros vientos empezaron a correr en la Verde Colina, y en 1976, en la celebración del centenario del teatro de Bayreuth, la puesta de Patrice Chéreau y la dirección musical de Pierre Boulez provocaron un pequeño escándalo entre los asistentes de la guardia vieja, sacudidos poco antes por el acre discurso del presidente de Alemania, Walter Scheel, que instó a una autocrítica, además de censurar el culto desmedido al hombre.
No es inverosímil pensar que los caminos de Wagner y el teatro que él fundó tiendan a separarse. El canon de dramas musicales que domina el festival fue un requisito que se introdujo posteriormente y contra las intenciones del compositor. Wagner quería sin duda una sala para su propias obras, pero pretendía que Bayreuth fuera también un lugar de difusión de la nueva música. Acaso, aun superada su época de compromiso social y de relación con Mikhail Bakunin, nunca dejó de ser un revolucionario. De hecho, Carr no oculta su asombro ante el hecho de que la izquierda alemana no se esforzara más por adoptar a Wagner, ya fuera en vida del artista o después de muerto. “¿Acaso los planteamientos sociales y políticos que defendió durante gran parte de su vida (tal vez durante casi toda su vida) no recordaban intensamente a los suyos? ¿No se hizo manifiesta esta actitud en la gran parábola del Anillo ?” Bastaría leer el artículo “Sobre el principio del comunismo” recogido en la reciente compilación El arte del futuro para darse una idea del pensamiento político wagneriano a mediados del siglo XIX. En El perfecto wagneriano , Bernard Shaw había entendido el Anillo como una alegoría del capitalismo. Fue quizás un exceso de optimismo interpretativo que sin embargo Chéreau recuperaría en su puesta. Las posiciones de Wagner darían un giro después del descubrimiento, hacia 1854, de El mundo como voluntad y representación , de Arthur Schopenhauer. El filósofo estaba convencido de que la única redención posible para nuestro valle de lágrimas era la ascesis. Según Carr, Wagner estuvo a punto de enviarle a Schopenhauer una carta en la que pretendía justificar su apetito sexual como una variedad de la renuncia: imaginaba, sin más, que, dado que el acto sexual inducía cierta paz sobrenatural, debería ser considerado una vía a la salvación de la voluntad de vivir, lo que constituye en el fondo una curiosa manera de confundir lo satisfecho con lo negado.
Es probable que la astucia y la ira hayan sido sus dos virtudes más eminentes, y no sólo en la vida. Pero Wagner, que creía que sólo podría recibir su arte un mundo nuevo y “redimido” (por más equívoca que fuera esta idea), no llegó a conocer las transformaciones de Bayreuth. Sin dejar de ser nunca el espacio escénico por excelencia para la representación de los dramas wagnerianos, ese templo, que se jactaba de que “aquí sólo importa el arte”, se convirtió en un foco político primero y luego, últimamente, en un lugar de peregrinación de la farándula alemana. El libro de Carr se publicó antes de la muerte de Wolfgang, en 2010. Eva y Katharina, ambas hijas de él, están ahora al frente del Festival. Katharina fue últimamente más conocida para los argentinos por Ring: un Anillo del Nibelungo , discutible “versión compacta” (¿astucia, una vez más, ahora comercial?), cuyo estreno está previsto para 2012 en el Teatro Colón, en el que Cord Garben redujo a siete horas las más de quince de las cuatro óperas originales, pasando por alto que la duración no es inesencial a la obra.
Ya lo escribió hace poco el filósofo Slavoj ?i?ek: quien quiera hablar de Europa, debe hablar de Bayreuth. El problema es todo aquello que Bayreuth decidió ocultar. A pesar de su minuciosidad, El clan Wagner deja también muchas preguntas abiertas. La principal es por qué la figura de Wagner ejerció semejante fascinación ya desde el principio. Como anotaba Auden, la escena que se dirime entre Wotan y Fricka en Die Walküre se basa en los recuerdos que guardaba Wagner de sus disputas matrimoniales con Minna, pero esto no explica por qué es una de las grandes escenas de la ópera de todos los tiempos. Claro que la respuesta a esa pregunta no está en la voluble fraseología de los escritos del biografiado ni en los documentados chismes del biógrafo. Si algo puede imputársele a esta amenísima y muy documentada biografía de Carr, es que se desentiende de aquello que de veras importa en Wagner. El enigma no está en la vida; está en la música.
LA NACION