Huxley, escritor visionario

Huxley, escritor visionario

Por Silvia Hopenhayn
La nueva edición conmemorativa de Un mundo feliz (1931), de Aldous Huxley, junto con Nueva visita a un mundo feliz (1960), en Edhasa, irrumpe en el presente con toda la fuerza de su predicción. Pasaron ochenta años desde su primera publicación, el comienzo de una década, la del 30, en la que confluían fordismo, psicoanálisis, crisis económica mundial, albores del nazismo, Gandhi, Trotsky, la Ley Seca, Mickey Mouse y Betty Boop.
Recordemos el planteo de este mundo -en inglés la novela se titula Brave New World , cita de Miranda en el acto V de La Tempestad , de Shakespeare- en el que la felicidad está basada en la incubación y el condicionamiento: una utopía irónica de la felicidad, claro, en un planeta concebido con un único Estado Mundial y gobernado por diez Controladores, cuyo calendario comienza en 1908, con la aparición del primer modelo T de Ford. La cruz católica cobra la forma de la letra T, y la historia se divide en a.de F. y d.de F.
La ciudad inventada por Huxley se llama Tecnópolis (sí, la Argentina es un país propicio a la futurología) y sus ciudadanos protagónicos son Bernard Marx, el líder crítico (cruza de Bernard Shaw y Karl Marx) y Lenina Crowne, una perfecta ciudadana feliz (distorsión femenina de Lenin).
En la novela hay varios juegos de nombres cruzados: ¡hasta el propio Freud es citado como anagrama errado de Ford! En esta línea, se plantea otra predicción sugestiva: el “soma”, una droga contra las depresiones que todos toman, menos Bernard Marx -calificado de “alfa-plus” por su inteligencia superior- que se niega a ingerirlo.
Un gramo de soma basta para apaciguar diez sentimientos melancólicos. Huxley imprime un componente moral al vademécum de la droga: “Tiene todas las ventajas del cristianismo y del alcohol, sin ninguno de sus efectos secundarios”. Al soma, se le suma el ejercicio de la hipnopedia, es decir, la manipulación a través de los sueños, y el deporte, actividad predilecta y cuasi única en un mundo donde la diversidad fue abolida para evitar cualquier insatisfacción. No hay ciencia, literatura, filosofía ni arte. Ni siquiera familia. Más allá de ciertas denuncias un poco obvias y hasta de tufillo demagógico, la novela sorprende por su velocidad narrativa y el vaticinio en diversos ámbitos: político, económico, genético, deportivo, tecnológico. Es, digamos, una lectura feliz.
Quizás el rasgo más sutil de la condición humana (que tiende a la destrucción, según Huxley) aparece en la cita del escritor y filósofo ruso Nicolás Berdiaeff que antecede la novela: “Las utopías aparecen como más realizables que lo que se creía en otro tiempo. Las utopías son realizables. Quizá comienza un siglo nuevo; un siglo donde los intelectuales y la clase cultivada soñarán los medios de evitar las utopías y de retornar a una sociedad no utópica, menos perfecta y más libre”.
¿Una sociedad no utópica sería, entonces, más sensata? ¿No creer puede ser una forma de elección? La ciencia ficción es una gran pregunta hacia el pasado.
LA NACION