Un pastor que abrió en la Iglesia debates difíciles

Un pastor que abrió en la Iglesia debates difíciles

Por José María Poirier Lalanne
Después de la renuncia de Benedicto XVI, el 13 de marzo de 2013 el Colegio Cardenalicio reunido designó como sucesor a Jorge Mario Bergoglio, que eligió el nombre de Francisco en un claro mensaje de su opción por los pobres.
Han pasado cinco años, que no son tantos si se comparan con los largos pontificados de Juan Pablo II o de Pío IX. Pero tampoco es un tiempo exiguo si se considera que desde su elección (tenía ya 77 años) se comenzó a hablar de un pontificado breve.
A partir de su aplaudida aparición en el balcón de San Pedro -cuando rompió el protocolo para dialogar con la multitud y, antes de impartir la bendición urbi et orbe, decirles a los fieles reunidos en la plaza que pidieran al Señor una bendición para el obispo de Roma- se crearon expectativas de profundos cambios.
Los gestos sucesivos parecían ir en esa dirección: el multitudinario encuentro con jóvenes en Brasil; sus intervenciones por Medio Oriente; los viajes a Filipinas, a Cuba y a los Estados Unidos; su gira por tres países africanos; el salto a la isla de Lampedusa para rezar por los miles de migrantes muertos en el mar; su defensa del ambiente (la “casa común”); sus críticas a la globalización y los mercados; su discurso en Estrasburgo a los líderes europeos, y el apoyo a los acuerdos de paz en Colombia… En este plano, acaso el viaje menos feliz fue el de Chile, así como se frustraron sus intentos de acuerdos en la Venezuela de Nicolás Maduro.

En el orden interno ahora crecen las críticas a cierta lentitud en las decisiones que tienen que ver con el castigo ejemplar a los clérigos que cometieron abusos y en la batalla por la transparencia de las finanzas vaticanas. Algunos piensan que las reformas son más anuncios de palabra que acciones reales. Sin embargo, en estos años el Papa ha nombrado numerosos obispos de un perfil claramente pastoral, ha puesto trabas a los burócratas de la curia romana, ha desconfiado del trabajo de algunas nunciaturas y ha dado audiencias sin detenerse a descansar.
Su actitud frente a los reclamos gays, al lugar de la mujer en la Iglesia o a permitir la eucaristía a separados vueltos a casar no se materializó en medidas concretas, pero abrió hondos debates. Un acierto fue hacerlos públicos y favorecer la intervención de todas las posiciones en la Iglesia.
En el ámbito teológico-espiritual, el acento puesto en la misericordia divina exigió que muchos pastores y estudiosos se abrieran a una nueva dimensión en el diálogo de la Iglesia con el mundo. Hay en Francisco un discurso simple, claro, de fácil comprensión para la gente en general, transmitido con energía y con afecto. El trato preferencial a los enfermos y a los excluidos del sistema es otra nota peculiar.
Podría considerárselo una voz de referencia en la política internacional, un líder moral y espiritual, con algo de profeta y de fervoroso misionero que quiere llevar el mensaje del Evangelio a todos los confines. Su mirada hoy está puesta en China.
¿Qué quedará como legado de su pontificado? Es prematuro pretender decirlo ahora. Quizá los gestos modifiquen algunas costumbres de la jerarquía. Será muy difícil volver atrás en el lenguaje, el testimonio personal, ciertas grandes líneas del pensamiento social católico.
A veces, su marcada vocación política y su proverbial habilidad negociadora pueden llevar a pensar que privilegia algunos aspectos sobre otros. Cabe preguntarse, más allá de las mayores o menores simpatías que pueda suscitar su figura, qué pontífice no privilegió algo y descuidó otros aspectos.
LA NACION