07 Sep Un viaje hacia la historia porteña a bordo de los trenes centenarios del subte A
Por María Belén Etchenique
Once y media de la noche. En la estación Perú, 210 personas esperan. Están reunidas alrededor de la boletería, algunos con la panza pegada en las vallas que impiden el paso hacia el andén. Tienen los celulares en alto, buscando un hueco entre las cabezas que miran hacia las vías. Esperan por una foto. Por un subte que no los llevará a sus casas. Por un recuerdo.
Hay chicos de 20 años, parejas, familias, abuelos con nietos, hombres solos. Son los elegidos de entre 6.200 que se inscribieron en una convocatoria del Gobierno de la Ciudad para subirse a los vagones belgas La Brugeoise. Esos trenes ondulantes de madera, bancos entablillados, espejos y tulipas, que hasta 2013 -después de 99 años- formaron parte del paisaje subterráneo de la línea A.
“Son imposibles de olvidar. Recuerdo el sonido que hacían sobre las vías. Un taran-taran rechinado, acompañado del movimiento de las paredes, que parecían desarmarse, pero no”, dice Pedro Borio, traje marrón y pañuelo rojo atado al cuello. Está parado detrás de los molinetes viejos de la estación, unos bastones de madera, que décadas atrás millones empujaron. Lo rodean series de azulejos naranjas. La línea A, la primera de Latinoamérica, fue vestida con distintos colores para facilitar su identificación entre los que no sabían leer. Cada estación un tono.
“Lamenté muchísimo cuando sacaron los vagones de circulación-sigue-. A mis 20, en la última parte del servicio militar, fue cuando más los usé. Siempre el mismo trayecto: Plaza de Mayo – Primera Junta. Eran tan lindos…”. Una voz que llega del otro lado de la valla interrumpe el recuerdo: “Primer turno, adelante”, grita. De inmediato, una fila obediente se forma. La integran los que eligieron el horario de las 23.30, los otros dos turnos para hacer los recorridos se extenderán hasta las 2.
Uno a uno se ubican a lo largo del andén. Desconocidos se cuentan experiencias, ríen y sacan fotos. Personas de todas las edades posan. Las selfies se disparan. La noción de estar frente a un objeto histórico corre la timidez. Es sábado y la primera edición del paseo histórico empieza. Y con él, el cumplimiento de la ley 4886, que declaró a los vagones Patrimonio Cultural de la Ciudad de Buenos Aires y exigió su exhibición con fines educativos, culturales y turísticos. “Es un examen. Se pone en juego el trabajo de muchos años de restauración y la lucha desde la Asociación Amigos del Tranvía para que los coches se preserven”, dice Pablo Piserchia, apasionado de los trenes e integrante de la Asociación. También, el motorman que dirigirá los tres vagones: el 16 que integró la formación inaugural de la línea en 1913; el 5, el primero de la serie producida en la ciudad belga Brujas -de ahí los coches toman su nombre popular-; y el 124, de fabricación nacional, copia fiel de la ingeniería y artesanía de Bélgica.
“Más de 6.000 personas se anotaron. Para los más grandes, va a ser un viaje a los recuerdos. Para los más chicos, la oportunidad de conocer los medios de transporte de sus padres y abuelos”, dice Eduardo de Montmollin, director de SBASE, e invita a subir. Tres guías esperan en los coches. Entre los participantes está Isabel Eleonor, de 75 años. “Mi papá, Bruno José María Rodríguez, era maquinista de la A. Es muy emocionante volver, después de tanto tiempo. En mi infancia, había un ritual. Mi mamá decía ‘chicas, vamos a buscar a papá’ y con mi hermana sabíamos que íbamos a recorrer la última vuelta con él”, dice. La acompaña su amiga, Sara Yañez. Para llegar a la estación Perú combinaron con la C. “Hay un abismo. Las otras líneas son tan impersonales. Está bien, entra más gente, hay aire acondicionado, pero esto no se compara”.
Los motores se prenden. El ruido a tren tapa las voces. Es positivo: la adaptación del voltaje eléctrico de los coches, de 1.000 (su original) a 1.500 (la energía que necesitan los trenes chinos actuales), funciona. Algunos pasajeros acarician las maderas, las marcas que atrás dejaron millones de manos apuradas. Otros tocan las lengüetas de cuero para abrir las ventanas y miran asombrados como las correas que sostienen las manijas no se mueven durante la marcha. En el último tiempo no eran de cuero, sino de cintas de persiana.
Julieta e Ignacio Arena, de 23 y 28 años, corren al último asiento, con vista hacia la garganta del túnel. El viento entra por dos ventanales. “Recreamos lo que hacíamos en cada viaje del colegio a casa: sentarnos de espalda a la gente y con la vista en la sucesión de estaciones, vías y cables”, dicen los hermanos. En el otro extremo, junto a la cabina, más jóvenes se agrupan, filman y suben las tomas a Instagram. “Fue el transporte que marcó mi independencia, mi primera salida solo a la escuela, después al laburo. Quería volver”, dice Nicolás, de 25. Con ellos, no se termina la posibilidad de regresar a Las Brujas. Hasta fin de año se harán otros tres paseos desde Perú hasta Acoyte, ida y vuelta. Todos nocturnos y fuera del horario de servicio.
Los restauradores
Un viaje hacia la historia porteña a bordo de los trenes centenarios del subte A
Juan Carlos Pallarols, María Elena Mazzantini y Guillermo Pinelli participaron del primer viaje. Sentados, junto a uno de los guías. Foto: Rolando Andrade.
Restaurar los vagones La Brugeoise implicó desarmarlos. Convertir aquellas estructuras en piezas individuales, de cientos a miles. Sólo así, con ese nivel de disección, se encontraron decenas de billeteras, documentos, boletos, libretas de ahorro: 100 años de objetos entre los paneles de madera, pertenencias ajenas desechadas por el hueco de los ventanales de vidrio. “Prueba de que los ladrones existieron siempre”, dicen entre risas, hilvanando en conjunto la frase, desde el interior de una Bruja, el orfebre Juan Carlos Pallarols, la arquitecta María Elena Mazzantini y el arquitecto Guillermo Pinelli.
La tarea llevó años, aún se mantiene, e incluyó análisis físico-químicos de la madera y estudios de la especie botánica hechos por el INTI. “La mayoría, en especial los belgas, tienen la estructura de roble de eslavonia. También hay algo de cedro y los asientos de tablillas son de guatambú. Todo material noble”, dice Mazzantini. Pallarols, sentado a pocos metros, asiente: “Fue un trabajo muy fácil, con materias primas de gran calidad. En mi caso bronce fundido en seco, con terminación de cincelado y pulido muy bien hecho; y baños de oro a fuego, con terminaciones que lucen hoy igual que hace un siglo”. En sus manos estuvieron los capiteles, las manijas de las puertas y los apliques de las luminarias. Ahora, no mira por la ventana, sino al interior de los vagones. Observa su obra. “Hoy, en comparación a viajes anteriores, hay mucha más poesía y nostalgia. Viajar acá alimenta los sueños y si no soñás, no vivís”.
Los coches tuvieron varias modificaciones. En su origen, fueron concebidos como tranvías y subtes. Bajo esa modalidad funcionaron entre 1915 y 1926. Luego se corrieron puertas, se alteraron espacios y reubicaron asientos. “Frente a tanto cambio, dijimos ‘no podemos volver al coche primario, si lo hacemos negamos la historia argentina que se les sumó'”, agrega Mazzantini. Las Brujas son simbólicas, su aparición recuerda a un país con otra ubicación en la región y en el mundo. “Su restauración es un homenaje y una visión”, dice el ministro de Desarrollo Urbano y Transporte, Franco Moccia. “Hay que seguir trabajando para ser pioneros en innovación y transporte, así como lo fuimos en el siglo pasado”.
CLARÍN