Black Mirror no se equivoca: el celular es un espejo, y a veces el reflejo asusta

Black Mirror no se equivoca: el celular es un espejo, y a veces el reflejo asusta

Por Ariel Torres
Llegaba tarde al diario, tenía que comer algo rápido y luego hacer una entrevista. Así que tiré el saco sobre la silla y corrí al comedor. Tuve una sensación rara mientras hacía la fila, mirando la tapa de LA NACION, pero no logré identificar su origen. Lo descubrí al llegar a la mesa: me había dejado el celular en el saco. Arriba. En la Redacción.
Mi primer impulso fue subir a buscarlo. Ya. Ahora. Una versión moderna de la reacción de lucha o huida, supongo. Ya saben, epinefrina, norepinefrina, todo ese estrés que burbujea desde la médula adrenal. La otra opción era adentrarme en territorio inexplorado. Es decir, 25 minutos sin celular.
Decidí correr el riesgo y me volví a sentar. Vamos, es sólo media hora -me apostrofé, sin ninguna convicción.
Sé que hay por lo menos una persona, Paul Miller, que pasó un año desconectado. Un año, ¿se dan cuenta? Nah, prefiero aguantar la respiración durante todo ese tiempo.
Así que ahí estaba, con mi comida, mi agua mineral y mi diario, pero sin smartphone. ¿Cuánto tiempo había pasado desde la última vez que me había visto en semejante situación? No recordaba. Años. Tuve mi primer celular en 1995. Caramba, eso fue el siglo pasado. Pronto harán 22 años. Y empecé a usar 3G en 2007. No es que hubiera mucho para hacer en esa época con una plan de datos, pero poco a poco hemos ido dando por sentado que estamos conectados con los otros; muchas veces, en exceso.

En efecto, mi primer pensamiento fue para mis seres queridos, que, en mi imaginación a veces un poco tremendista, iban a llamarme justo ahora por alguna urgencia. Cosa que, por supuesto, no ocurrió. Pero tuve que sobrellevar este primer obstáculo mental antes siquiera de destapar el agua mineral.
Carraspeé, me acomodé en la silla y me dispuse a comer y leer el diario tratando de hacer como si no pasara nada. Pero no me sentía normal. Querría uno entusiasmarse con una teoría sobre cómo nos hemos vuelto dependientes de un dispositivo electrónico, asegurar que es la primera vez en la historia que ocurre algo así, y luego exhortar a levantar la vista de la pantalla y disfrutar del perfume de las flores y de los hermosos atardeceres de otoño, etcétera. Todo bien con las flores, me encantan, pero yo quería mi celular, no una begonia. Y en cuanto a los atardeceres, hay toneladas en la Web. Casi 5 millones, la última vez que miré .
Hablando en serio, no, no es la primera vez que llevamos una suerte de apéndice con nosotros. Diría que es un rasgo de la civilización humana. Si bien existen excepciones -como mi perro Orión y su pelota, a la que atesora desde hace un lustro-, los animales no vuelven a buscar un objeto si se lo olvidan por ahí. De hecho, no usan objetos de forma sistemática. Un pájaro, un caimán, un abejorro, un orangután o un delfín están completos así como son. No usan ni ropa, ni reloj, ni arco y flecha, ni, se entiende, smartphone. Sé, porque lo leo en los diarios, que queda super bien tirarle piedrazos a las tecnologías digitales y construir unas teorías conspirativas que lo hacen quedar a uno como un intelectual socialmente muy comprometido. Pero salir sin el teléfono celular nos hace sentir incómodos y vulnerables por razones equivalentes a las que 200.000 años atrás nos impedían alejarnos de la tribu sin, al menos, una rama robusta. Para el cerebro, no hay diferencia. Si el palo nos podía ayudar en el caso de toparnos con algo que nos quería comer, el smartphone es el vínculo con nuestro círculo íntimo y el enlace con casi cualquier ayuda, ante una emergencia. Si nuestros ancestros de la Edad de Piedra hubieran tenido una forma de telecomunicarse con el resto de su tribu, también habrían vuelto a buscar ese smartphone prehistórico, si se lo olvidaban.
De paso, y esto no es menor, el smartphone resulta una extensión de nuestro intelecto. Lo consultamos para saber desde el estado del tiempo hasta una fecha histórica.
Todo este filosofar me ayudó más o menos hasta promediar el primer plato. Bueno, no tanto. Llevaba como 15 minutos desconectado y me di cuenta de que estaba comiendo demasiado rápido. Bajé 400 cambios, pero no pude dejar de imaginarme el teléfono sonando sin parar dentro del bolsillo del saco, no sólo para zozobra de mis amigos y familiares, sino para disgusto de mis colegas.
Cuando logré dominar este fantasma mediante una serie de argumentos de lo más endebles, pude, por fin, mirar alrededor. Lo único que conseguí con eso fue darme cuenta de que todo, pero todo el mundo tenía su teléfono. Fue muy raro y recordé que sólo conozco un colega aquí con el que suelo comer y que no tiene el black mirror junto al plato. Ni en el bolsillo.
Lo que me llevó a reflexionar sobre qué era exactamente lo que me hacía sentir incómodo. Advertí que tenía mucho más que ver con mi propia naturaleza que con las funciones del dispositivo en sí. Como soy la clase de papanatas que siempre responde, que da la cara, que siente que va a valer menos para el otro si no contesta enseguida, esta ausencia remota -derivada de haberme dejado el teléfono en el saco- pegaba de lleno en una de esas zonas resbaladizas que todos tenemos. Al menos en esta primera aproximación, el black mirror estaba cumpliendo con su metáfora: me permitía mirarme, examinarme.
También, claro está, me pregunté por qué motivo cada individuo en ese comedor se había tomado el trabajo de llevar consigo su celular. Me reí un poco al imaginar la cara con la que me mirarían si iba mesa por mesa preguntando sobre esto.
-Hola, disculpen la interrupción. ¿Por qué están todos con un teléfono en la mesa?
No, en serio, ¿hay acaso una razón para ir a todas partes con el teléfono? En el auto, vaya y pase. Pero el dichoso aparatito nos acompaña a todos lados. Y por todos lados quiero decir exactamente esto: todos lados. No lo sé, pero me dejó pensando.
Terminé mi almuerzo y subí hasta la Redacción a toda carrera. El teléfono estaba allí, en el bolsillo interior del saco. Lo extraje. Miré la pantalla. Nadie me había llamado. Nadie me había reclamado. No tenía ningún mensaje nuevo de WhatsApp. Sólo un par de mails insustanciales. Si lo hubiera tenido conmigo, no habría notado esto. No habría notado que durante esa media hora nadie había necesitado comunicarse conmigo.
Sí. Te deja pensando.
LA NACION