09 Jul El Congreso de Tucumán de 1816: la suerte estaba echada
Por Jorge Ferronato
Como diría el presidente Nicolás Avellaneda, cuatro décadas después del Congreso de Tucumán, “la declaración de la Independencia fue un acto heroico y de sublime patriotismo”.
Hacia 1816, el Imperio de Brasil de los Braganza con su Rey y toda su corte estaban asentados en Río de Janeiro, escapados años antes, de la incursión bonapartista en tierras lusitanas, tenían la decisión de apoderarse militarmente de la Banda Oriental del Río de la Plata. En Europa, se había formado una poderosa coalición, La Santa Alianza, inspirada por el Zar Alejandro I, integrada por Prusia, Austria y Rusia, con el claro objetivo de restaurar el orden monárquico, que había sido vulnerado violentamente por la Revolución Francesa primero, y por el Imperio de Bonaparte, después.
La guillotina y el chirrido de la hoja de acero cayendo hacia la muerte y el radical pensamiento libertario de los Jacobinos franceses, habían sembrado el terror en las cortes de Europa. Tampoco dudarían en aplicar un mecanismo similar a efectos de terminar con el ideario liberal, tanto en España como en Portugal, haciendo expresa mención acerca de la restauración del dominio Español en América.
El Rey borbónico Fernando VII, apoyado por el absolutismo monárquico europeo, se propuso terminar con los liberales en España e iniciar la reconquista de sus colonias en América. Para ello, había planificado una estratégica incursión militar de 18.000 hombres y una flota de guerra de 130 buques, a efectos de escarmentar a los líderes de las colonias de ultramar en América, que desde 1810 habían incitado a una insubordinación insoportable. Conocedor de la anarquía imperante, desde México hacia el sur y el debilitamiento de todos los movimientos libertarios criollos que prácticamente habían fracasado, con la excepción de las Provincias Unidas del Río de la Plata, que había logrado, no sin enormes dificultades, sostener su espíritu independentista.
Preparando el escenario para los refuerzos peninsulares, los ejércitos realistas desplegados en América iniciaron una contraofensiva general desde México. En Chile, luego de la batalla de Rancagua, los realistas dominaron la tierra trasandina con un poderoso ejército. Mientras que en el alto Perú sus tropas intentaban bajar hacia el sur con el objetivo de terminar con el último bastión revolucionario que no era otro que el territorio de las Provincias Unidas de Sud América.
La presencia española, era insoslayable en el norte, querían apoderarse de Salta y Jujuy para cortar definitivamente el flujo de plata de Potosí a Buenos Aires. Sin embargo, encontraron la firme resistencia de Martín Güemes con sus técnicas de guerrilla, que en refriegas infernales, al decir de los godos, lograba distraer y demorar su avance. Ante tal situación fue exhibida la cabeza del sacerdote patriota de las Muñecas, por las fuerzas del Rey, en forma de intimidar a quienes resistieran a la restauración del orden monárquico.
En esas aciagas circunstancias se reúne el Congreso de Tucumán que inició sus sesiones el 24 de marzo de 1816, con treinta y un diputados, representantes de las provincias de Buenos Aires, Córdoba, Tucumán, Salta, Cuyo y el Alto Perú.
El 3 de mayo de 1816, el Congreso resuelve el nombramiento como Director Supremo, del puntano Juan Martín de Pueyrredón, quien antes de viajar a Buenos Aires, para asumir sus funciones, se dirigió al norte para intermediar en un severo conflicto entre Güemes y Rondeau. Una vez saldado en favor del líder de Los Infernales, regresó a Tucumán para insistir sobre la necesidad y urgencia, del Congreso para declarar la Independencia. Inmediatamente luego, se trasladó a Córdoba, donde lo esperaba, en absoluto secreto, el General José de San Martín a efectos de intercambiar ideas respecto a su proyecto de cruzar los Andes para liberar a Chile y a Perú.
Belgrano, el ilustre creador de la bandera, describió minuciosamente la situación europea, informando a los diputados, sobre sus observaciones, en su reciente viaje por Europa. Y su amigo, el gobernador de Cuyo y General en Jefe del Ejército de los Andes instaba a sus congresistas y al presidente Laprida, en el mismo sentido: declarar sin demoras La Independencia de las Provincias Unidas de Sud América.
El 9 de julio de 1816 entraron al salón principal con una firme decisión. Un antagonismo irreductible contra la restauración monárquica estaba arraigada en el alma colectiva del Congreso, que sin escarceos votó por unanimidad por la ruptura total y definitiva de España. Fuerte latió el corazón de Narciso Laprida y de Mariano Boedo, presidente y vice de la asamblea idependitista, a la hora de rubricar con su firma, el acta y hacerla firmar a todos aquellos valientes representantes que, eufóricos y sin eufemismos, gritaran Viva la Patria. “El valor a la perseverancia, la adhesión a la americanidad y la voluntad de lucha y libertad” como escribiera la notable historiadora Hebe Clementi, había triunfado.
A 201 años de la Declaración de la Independencia, honremos a la ejemplaridad de aquellos que con su templanza y decisión, definieron a la trama basamental de nuestra Nación. La suerte estaba echada y a pesar de todo, la Nación Argentina naciente siguió su curso hacia el futuro.
EL CRONISTA