Un rebelde natural

Un rebelde natural

 

Por Hinde Pomeraniec
Mientras entrega con docilidad su cuerpo cada día para que la ciencia intente prolongar su vida, Christopher Hitchens espera la muerte con los ojos bien abiertos. En junio de 2010 supo que padecía un cáncer de esófago que hoy ya está en estadio 4: sabe muy bien que no hay por delante un estadio 5 de la enfermedad. Para quienes no lo conocen, Hitchens (Portmouth, Inglaterra, 1949) es un académico brillante y uno de los más polémicos periodistas del mundo, un crítico literario exquisito, rey de los iconoclastas y ateo combatiente, autor de varios libros implacables como Juicio a Kissinger , uno sobre la Madre Teresa que le valió la antipatía global de los defensores de la religiosa muerta en 1997 y otro, Dios no es bueno , un best seller que, paradójicamente, fue recibido como una Biblia por la comunidad atea. Es en este último ensayo donde su autor explica las bases por las cuales cree que es posible “vivir una vida ética sin religión” y ofrece argumentos sociales, políticos y culturales a través de los cuales, sostiene, “la religión lo ha envenenado todo”.
Hitchens, quien fue ubicado en el séptimo lugar por la revista Time entre las cien personas más influyentes del mundo, es un hombre que ha probado los límites de la experiencia vital, siguiendo a pie juntillas los consejos de su colega Gore Vidal acerca de nunca desperdiciar una relación sexual ni una aparición en la TV. Ha fumado, ha bebido (trata de seguir haciéndolo cuando la quimioterapia se lo permite, el whisky también es panacea) y ha discutido con quien se cruzaba por su camino. Luego de pasar varias décadas alojado políticamente en la izquierda (eran famosos sus textos en el New Statesment y The Nation y hasta se declaró trotskista alguna vez), viró hacia la derecha de la mano de dos experiencias: la fatwa contra su amigo Salman Rushdie, en 1989, cuando el ayatollah Khomeini decidió aplicar la ley coránica al escritor por blasfemo; y, en 2001, los atentados del 11-S, que fueron para Hitchens la prueba irrefutable del daño que pueden provocar las religiones. “Sólo quienes desean transformar a los seres humanos terminan prendiéndoles fuego, como si fueran basura o un experimento fracasado”, escribió alguna vez.
Desde 1981, el hombre de lengua de acero reside en Estados Unidos. En la actualidad, pasa sus días entre el hospital y su casa de Washington, acompañado por su segunda esposa, Carol, y visitado por alguno de sus tres hijos (cuando no por todos). Mientras sigue dando pelea en una batalla que sabe perdida, Hitchens acaba de publicar Hitch-22 , su libro de memorias, donde relata sus experiencias como enviado especial a lugares peligrosos del planeta como Afganistán, Irlanda del Norte en tiempos del IRA o el Beirut en llamas de la guerra civil entre libaneses. La enfermedad lo ha llevado a vivir una dolorosa temporada en lo que irónicamente bautizó como “Tumourville”, una ciudad que no exige visa a sus turistas. Así y todo, sigue escribiendo con fervor: todo le interesa, como siempre; sus textos pueden abordar de manera incisiva una nueva novela tanto como la boda real del príncipe William y Kate o la muerte de Ben Laden. No es fácil ubicar a Hitchens, escudriñar su pensamiento; los patrones según los cuales se orienta su cosmovisión no son tangibles para la mayoría; es decir, no hay dogma que lo convoque o lo albergue. Luego de haber sido un durísimo crítico de las políticas de Ronald Reagan (“Reagan le está haciendo a su país lo que ya no puede hacerle a su esposa”, decía, al borde de la vulgaridad), acompañó la invasión a Irak en 2003 y dio su apoyo a la fórmula ultraconservadora Bush-Cheney en 2004. Su íntimo amigo Martin Amis lo describe como un “rebelde natural”, alejado de cualquier atisbo de lo que se conoce como sentido común. Así, pese a ser contrario al aborto, aprueba el uso de la pastilla del día después; defiende los derechos de las minorías, pero está en contra del matrimonio gay porque sostiene que convierte en conservador al movimiento por los derechos de los homosexuales, y dio y da apoyo a las operaciones militares estadounidenses en la guerra antiterrorista, aunque cuestiona cualquier acto que lesione la libertad de expresión.
Martin Amis escribió recientemente en The Observer una suerte de larga carta al amigo enfermo; si se quiere, una elegía antes de tiempo. Allí, Amis cuenta que el personaje de Nicholas Shackleton de su última novela, La viuda embarazada, no está basado en Hitchens, sino que es Hitchens, y relata varias experiencias compartidas con el objeto de plasmar la brillantez intelectual de su compañero de toda la vida. Además, invierte con ingenio una frase de Vladimir Nabokov, quien decía que pensaba como un genio, escribía como un distinguido escritor y hablaba como un niño para señalar que Hitch -como lo llama- “piensa como un niño, escribe como un distinguido escritor y habla como un genio”.
En efecto, hay consenso sobre esto: las palabras de Hitchens son dagas que buscan destruir argumentalmente al interlocutor (y generalmente lo consiguen). Alguna vez, discutiendo con Charlton Heston el tema de la portación de armas, lo invitó a acomodarse la peluca. El brillo de su intelecto redondea frases perfectas aun cuando uno no acuerde con sus argumentos, y ha sido siempre un contrincante temible. La vida, la enfermedad, la decadencia son crueles: como producto de los múltiples tratamientos para prolongar su vida, hoy Hitchens (definido por Susan Sontag como “una figura soberana en el pequeño mundo de los que cultivan el campo de las ideas”) casi no habla, debido a las úlceras que le provoca el tratamiento contra el cáncer.
Aquí van algunas de sus frases (no casualmente hay un libro compuesto por algunas de las más célebres):
“Una melancólica lección que da el paso de los años es comprender que ya nunca vas a poder hacer viejos amigos”.
“Nosotros, los ateos, no somos inmunes al reclamo de lo maravilloso, del misterio y el sobrecogimiento: tenemos la música, el arte y la literatura, y nos parece que Shakespeare, Tolstoi, Schiller, Dostoievski y George Eliot plantean mejor los dilemas éticos importantes que los cuentos morales mitológicos de los libros sagrados. Es la literatura, y no las Sagradas Escrituras, la que nutre la mente y (ya que no disponemos de ninguna otra metáfora) también del alma”.
“Nos conformamos con vivir sólo una vez, salvo a través de nuestros hijos, a los que nos alegramos absolutamente de sentir que debemos abrir camino y dejar sitio”.
Acerca del sentimiento de padre de hijas mujeres: “Nada puede hacerlo a uno tan feliz o atemorizarlo tanto: es una sólida lección para las limitaciones del yo comprender que tu corazón está latiendo en el cuerpo de otro”.
“La religión, es cierto, todavía posee la inmensa aunque torpe y poco flexible ventaja de haber llegado «primero»”.
“Los terroristas de Manhattan representan el fascismo con un rostro islámico, y no tiene sentido emplear ningún eufemismo sobre eso. Lo que abominan de «Occidente», por decirlo en una frase, no es aquello que los progresistas occidentales rechazan y no pueden defender de su propio sistema, sino lo que sí les gusta y deben defender: sus mujeres emancipadas, su investigación científica, su separación entre religión y Estado”.
A diferencia de gran parte de la humanidad, que sobre el final de su vida busca refugio en algún culto, Hitchens ha decidido partir de este mundo sin Dios alguno. Hijo de un padre marino, protestante, y una madre de origen judío que en edad madura optó por seguir al gurú Maharishi Mahesh Yogi (y terminó suicidándose junto con su amante, años después de abandonar a su marido y a sus hijos), para deleitar a sus esposas Hitchens se casó la primera vez por el rito ortodoxo griego y más tarde por el judío, aunque permanentemente aclara que su ateísmo es un ateísmo protestante. Se descalza en las mezquitas, se cubre la cabeza en las sinagogas, respeta a todos, pero pide que lo respeten y sean con él tan indulgentes como es él con los que creen: “Dejo para los creyentes lo de quemar iglesias, mezquitas y sinagogas de los demás, cosa que siempre se puede estar seguro de que acabarán haciendo”.
Hace apenas días, imposibilitado de asistir al evento, Hitchens envió una carta a sus camaradas de la Conferencia Atea Estadounidense para instar a sus pares a llevar adelante la “revolución secular”. “Nuestras armas son la mente irónica contra la mente literal, nuestra mente abierta contra la mente de los crédulos; la valiente búsqueda de la verdad contra las abyectas fuerzas que siembran temor y ponen límites a la investigación y que, estúpidamente, sostienen que nosotros ya tenemos toda la verdad que necesitamos tener”, decía. En su carta, Hitchens explicaba que está sosteniendo “un largo debate con el fantasma de la muerte en el que aún no hay ganador”, y aseguraba que a medida que la idea de la muerte se le torna más natural, el ruego por “la salvación o la redención se torna cada vez más vano y artificial”. Una vez más dijo que rechaza el consuelo de la religión, ya que en lugar de ello cree cada vez más en la ciencia y en el apoyo de la familia y los amigos. Su enfermedad le dio un nuevo protagonismo y se ha convertido en centro de discusión de foros diversos, cuando no de víctima de expresiones soeces y vengativas, que imaginan su actual padecimiento como un castigo divino por su ateísmo. Pero también están aquellos que buscan confortarlo en estos momentos finales. Entre los cientos de cartas y rezos diarios que recibe rogando por su conversión, está la plegaria que publicó en The Washington Post su médico de cabecera, el doctor Francis Collins, un brillante científico cristiano, director del Instituto Nacional de Salud de Estados Unidos, creyente devoto, tan famoso por experimentar con células madre en Maryland como por su libro ¿Cómo habla Dios? La experiencia científica de la fe , un tratado sobre ciencia y religión. En su plegaria, Collins -pionero en la experimentación y los estudios del genoma humano- aseguraba que no buscaba “ningún rescate supranatural” para Hitchens, sino un “milagro científico” para poder ayudar a seguir con vida a quien a esta altura se ha convertido en un gran amigo, pese a las diferencias religiosas.
Es difícil no tentarse con imaginar cómo serán los diálogos entre estos hombres, cuánto de sus respectivos pensamientos y modos de ver el mundo estarán influyendo en cada uno. Imposible no pensar si, en secreto, Collins está dudando de aquello que lo acompañó toda la vida mientras Hitchens imagina un rostro para su Dios.
Pero Hitch sigue firme. En una entrevista reciente con The Telegraph, contaba que mientras en una situación semejante a la suya muchos se rasgan las vestiduras preguntándose “¿por qué a mí?”, él simplemente suele razonar: “¿Y por qué no?”.
LA NACION