02 Jun Roberto De Vicenzo, el humilde lagunero que conquistó al mundo con sus triunfos y sus valores
Por Gastón Saiz
¿Por qué Roberto De Vicenzo fue tan grande en el golf? No sólo porque ganó 231 torneos en 18 países de los cinco continentes, por haber conquistado el Abierto Británico de 1967, por haber arañado el Masters de 1968 y por ser miembro del Salón de la Fama. En realidad, para entender su grandeza hay que hurgar en una infancia llena de carencias.
Su madre, Rosa Baglivo, falleció en el parto de mellizos que murieron con ella en 1933. Roberto, nacido el 14 de abril de 1923, era el quinto de ocho hijos (siete varones y una mujer), tenía apenas 10 años y por entonces preparaba sus palos para jugar su primer torneo de caddies. Allí, en medio de una situación desesperante y gracias a la agudeza de sus sentidos, empezó a modelar su impronta de campeón. No era siquiera un adolescente y ya se había convertido en el sostén familiar.
“A partir de la pérdida de mi madre quedé al cuidado de lo que sucediera con mis hermanos menores, porque mi padre Elías y mi hermana mayor trabajaban todo el día. Le preparaba el puchero a toda la familia. Mi hermana me dejaba la verdura y la carne lista y a mí me tocaba hervir el agua y luego cocinar para después servirlo”, recordaba el Maestro en el libro “Caballero, Golfista, Campeón”. De esa forma, desde pequeño aprendió los conceptos del orden, el respeto y asumió una prematura responsabilidad. “Si no existen las responsabilidades y los compromisos desde la niñez, al crecer se piensa que todo tiene el mismo valor”, reflexionaba. Vaya si el golf es un deporte en donde la honestidad y el “hacerse cargo” juegan su partido.
Su fallecimiento se produjo ayer a los 94 años, al lado de sus seres queridos en su casa de Ranelagh. Una persona de arrolladora sencillez y auténtica modestia que interpretó muy pronto la cultura del trabajo: en un tramo de su infancia, en el barrio de Belgrano, entregaba programas para los espectadores de un cine cualquiera por unas monedas, para luego viajar al Sport Club Central Argentino, en Miguelete, en donde se daba maña como lagunero. La tarea diaria consistía en recoger pelotitas desde el fondo del agua para dárselas a los socios, también a cambio de unos centavos. La familia De Vicenzo vivió siempre en el partido de San Martín, primero en Chilavert y luego en Miguelete; justamente: la influencia de tener una cancha tan cerca lo cautivó y se convenció de que el golf resumía un mundo maravilloso.
Más allá del entusiasmo, De Vicenzo creía que había tomado un camino equivocado en la vida y suponía que siendo golfista no tendría progreso económico alguno. Estaba en una encrucijada, porque tampoco podría escapar de la pobreza a través del estudio, ya que a su padre, hijo de inmigrantes genoveses y pintor de brocha gorda, le resultaba imposible costear su acceso a la universidad. “Llegué a finalizar sexto grado y, después, había que comenzar a ganarse la vida de alguna manera”.
De Vicenzo, aquel jugador venerado por Jack Nicklaus, Gary Player y muchas otras leyendas, respiraba golf desde muy joven: cuando no estaba en la cancha practicaba con un corcho y una vara, imitando una pelotita y un hierro. Pero además se imaginó en otros deportes. Quiso ser boxeador y hasta se subió a un ring durante un entrenamiento, aunque la anatomía de su cara le jugaba en contra. “Me puse a pensar que mi nariz terminaría torcida; por su tamaño era difícil errarle un golpe”. También probó con el fútbol y tentó suerte en Platense, un club cercano, pero el entrenador nunca llegó a la práctica.
¿Qué podía hacer? Ya no quería continuar como ayudante de pintor o asistente de quienes remacharon el puente que comunica Miguelete con la Capital Federal. No era lo suyo, no lo sentía. De a poco, Roberto se entregó al deporte de los birdies, pares y bogeys y pergeñó una frase para el recuerdo: “El golf se juega por dos motivos: para bajar la panza o para llenarla. Lo mío fue el segundo caso, tuve que dejar de lado muchos de los placeres elementales de cualquier persona. Así entendí mi carrera y así la desarrollé”.
Roberto, cuya salud se deterioró luego de un accidente doméstico en marzo pasado, fue un crack porque en su corazón anidaron convicciones bien profundas: “Lo importante del hombre es despertar su interior; si se aprende a sacarlo, se progresa. La cabeza puede ser buena, pero si la lucha entre el interior y la cabeza no es pareja, la cabeza pierde toda su importancia”.
Debutó con apenas 15 años en el Abierto de la República, en la cita de 1938 en el Ituzaingó Golf Club. Jugó con palos prestados, zapatillas de goma y ropa inadecuada. Cuando el prestigioso aficionado Luis Obarrio le preguntó por qué jugaba con ese calzado, respondió con su ingenio: “¿Sabés qué pasa, Luis? Me auspicia Alpargatas”. Con vueltas de 81 y 76, falló el corte por un golpe.
Un año antes había ingresado en el Ranelagh Golf Club, donde fue profesional hasta 1944, año en que lo citaron para el Servicio Militar en la Marina. A su regreso lo contrató el Jockey Club, luego el Golf Club Argentino y finalmente se desempeñó en el Rosario Golf Club, donde se adjudicó su primer torneo a los 19 años, el Abierto del Litoral de 1942.
En mayo de 1955 emigró a México con su familia, donde permaneció hasta diciembre de 1961. A principios de 1962 se instaló definitivamente en Ranelagh y adquirió una cuota de socio vitalicio en el club. Un carrusel sin pausas junto con su amada Delia Castex para un hombre de gran fortaleza física que, además de abrazar la gloria en Hoylake en 1967, logró 6 títulos en el PGA Tour, 4 Campeonatos Mundiales, 32 torneos nacionales, 26 triunfos regionales, 75 Grandes Premios, 63 victorias en America Central y del Sur, 8 Abiertos de Europa, 5 en la gira senior y 11 entre los Súper Veteranos, un período con el feliz ritual de alzar copas que abarcó desde 1942 hasta 1991, donde se codeó y jugó con presidentes, reyes, grandes artistas y magnates.
El periodista Gregorio Milderman lo apodó “Spaghetti” (Popeye) por sus fuertes brazos y el uniforme de marinero. Luego los ingleses lo llamarían “Old Robert”; en el mundo entero es conocido como “El Caballero del golf”. Sus valores lo transformaron en un embajador de la Asociación Argentina de Golf (AAG) y de todo el deporte argentino. “Siempre pensé en mi país; los anuncios decían: ‘Roberto De Vicenzo de la Argentina’. Una desubicación de mi parte hubiera dejado mal parado a mi país”. Su figura pertenecerá por siempre al Olimpo junto con Maradona, Fangio, Vilas, Monzón, Messi y Ginóbili.
LA NACION