Cómo es crecer en la era de las selfies y los likes

Cómo es crecer en la era de las selfies y los likes

Texto Jessica Contrera | Fotos Victoria Milko
No bien se desliza hacia el interior del auto e incluso antes de abrocharse el cinturón, la pantalla del teléfono ya brilla en su mano. Así es la vida de una chica de 13 años después de un día de clase. Saluda con un hola. “¿Lista para irnos?”, le pregunta la empleada que ha ido a buscarla. Pero ella no contesta: tiene el pulgar clavado en Instagram. Hay un meme de Barbará Walters en la pantalla. Lo pasa de largo, y más abajo aparece otro meme, y otro más, hasta que cierra la aplicación. Entonces abre BuzzFeed.
Aparece una historia sobre el gobernador de Florida, Rick Scott, pero sigue de largo hasta llegar a una noticia sobre Janet Jackson, y después a un artículo titulado “28 cosas que sólo vas a entender si sos británico y estadounidense al mismo tiempo”. Cierra BuzzFeed. Abre Instagram. Abre la app de la NBA. Apaga la pantalla. La enciende. Abre Spotify. Abre Fitbit: ya dio 7427 pasos en el día. Vuelve a Instagram. Abre Snapchat. Mira la foto de su mejor amiga con un arcoíris que le sale por la boca. Mira a un famoso youtuber que hace monerías para la cámara. Mira un tutorial sobre pintura artística de uñas. Siente que el auto se sacude y levanta la cabeza de la pantalla. Llegaron a la casa. Habían pasado doce minutos.
Todas las amigas y amigos de Katherine Pommerening se la pasan en sus celulares, así que ahí es donde está ella también. Está ahí no bien suena a la mañana para despertarla. Está ahí durante el horario de clase, cada vez que logra espiarlo. Está ahí mientras su hermanita de 8 años, Lila, hace collares con mostacillas. Lo apaga para jugar al básquet, practicar con el skate, mirar las comedias aptas para menores de 13 años y a veces -a veces-, lo apaga para cenar. Pero lo vuelve a encender y ya tiene 64 mensajes esperándola.
Ahora está en su teléfono desde el living de su inmensa casa en McLean, Virginia, mientras intenta explicarme cómo es tener 13 años hoy en día. “Para mí, con 100 «me gusta» ya está bien. Los comentarios se usan sólo para hacer una broma o etiquetar a alguien.”

Lo mejor es la casilla de notificaciones que te avisa si te pusieron un “me gusta”, te etiquetaron o empezaron a seguirte en Instagram. Katherine tiene 604 seguidores. Como borra casi todo lo que postea, en su página hay apenas 25 fotos. Todo lo que no cosecha suficientes “me gusta” o no refleja un momento genial de su vida debe ser eliminado.
En algún lugar, tal vez en este mismo instante, hay neurólogos que tratan de desentrañar los efectos de tantas horas de pantalla en el cerebro de personas de la edad de Katherine, los llamados miembros de la generación Z. También hay docentes intentando enseñarles que no todas las respuestas son googleables; padres que tratan de ponerse al día haciéndose amigos de sus hijos por Facebook; sociólogos, publicistas y analistas de mercado: toda gente que quiere saber lo que pasa cuando ésos chicos que nacieron pegados a una pantalla levantan la vista para interactuar con el mundo.
Por el momento, Katherine sigue clavada a la pantalla. “¿Ves esta chica?”, me dice. ‘Tiene tantos «megusta» porque posteó como nueve fotos que dicen «Si me ponés «me gusta» en todas las fotos, te hago un comentario positivo”, así que todo el mundo le pone un «me gusta»”.
“Los comentarios positivos te hacen mejor persona, porque es como que validan tu mejor parte”. Y validar a Katherine es fácil, porque es buena y linda a la vez. Tiene mejillas de nena de primaria y léxico de chica de secundaria, los ojos color almendra, que sólo se pinta para los bailes con chicos de otras escuelas. Su familia es más rica que la mayoría y también ha sufrido más que muchos. No sabe bien en qué momento las Converse se pusieron de moda, pero ocurrió, así que se las saca sólo para dormir. Las calzas negras también son todo- terreno, salvo en la escuela privada a la que asiste, donde tiene que usar incómodos pantalones de vestir.
En el colegio está en su salsa: sus profesores la quieren, se saca excelentes notas, y le dieron el protagónico femenino, la joven Simba, en el musical El rey león, que los alumnos de primer año estrenarán en breve. Como las clases de matemática del colegio le resultan demasiado fáciles, toma un curso avanzado online que dicta la Universidad Johns Hopkins.
Asoma la cabeza Rachel, la empleada que cuida a Katherine, para avisarle que tiene que prepararse para la clase de básquet. Katherine asiente con la cabeza mientras recorre la pantalla del teléfono con su pulgar a máxima velocidad. Sube por la escalera a su dormitorio mientras mira unos videos de partidos de básquet de la Asociación Nacional de Atletismo Colegial. El cuarto está pintado de azul cobalto, el color que más “nos” gusta. Todas las cosas favoritas de Katherine vienen acompañadas del “nos”, o sea que cuentan con su aprobación y la dé todas sus amigas, e incluyen a Jennifer Lawrence, Gigi Hadid, Sprite y las quesadillas de Chipotle, pero las de queso solo.
El piso del dormitorio es un amasijo de ropa y la cama es un amasijo de cables y cargadores. Uno para el teléfono, uno para la tableta, uno para la laptop escolar, otro para la laptop que antes era de Alicia, su mamá. Sobre el escritorio, tiene una foto en blanco y negro de ella en el día de su boda, y enmarcada, sobre la mesa de luz, una impresión de manos que hicieron juntas un Día de la Madre de hace unos años. Ahora, las manos de Katherine son casi tan grandes como las de su madre entonces.
Le descubrieron el cáncer de mama poco después del nacimiento de Katherine. Remitió, luego volvió cuando Katherine estaba en tercer grado. Cuando pasó a quinto, Alicia y Dave le compraron a Katherine su primer celular, por si había una emergencia. Fue una de las primeras de su clase en tener uno. Abrió cuentas en Snapchat, en Instagram, en Twitter y en VSCO. Dejó de invitar amiguitos a la casa, porque ahí estaba su mamá, enferma.
El año pasado, un día nublado del mes de marzo, Alicia murió. Katherine no quiere hablar del tema, ni hoy ni nunca. Y no hablar del tema implica no tener que acordarse del tema. Tampoco les dice a sus amigos lo que siente.
Lila no encuentra sus zapatos de tap, Rachel está enferma, los perros piden su desayuno, y Katherine en-fila derecho para el garaje. “¿No ten-drías que comer algo?”, le pregunta Dave, el padre, mientras revuelve una de las alacenas. Katherine tiene los brazos cruzados y el teléfono de cubierta rosa chicle en una mano. “Estoy bien”, contesta. Dave se distrae, vuelve a girar hacia Katherine, pero ya no está, se fue a otra parte de la casa, a hacer algo en el teléfono, Dave no sabe bien qué.

Los adultos, en tinieblas
Dave Pommerening quiere encontrar la manera de que lo use menos.
Hay meses en los que Katherine se devora 18 gigas de datos. La mayoría de los abonos grandes tienen un máximo de 10. Dave intervino y se lo redujo a un abono de 4 gigas.
Dave es abogado corporativo y no sabe ni subir fotos a su muro de Facebook. Cuando tenía 13 años, no sólo no tenía celular, obviamente, sino que el teléfono de línea era privativo de los adultos. Cuando quería hablar con un amigo, se subía a la bicicleta y pedaleaba hasta la casa. Y sus padres lo único que esperaban de él era que jugara afuera todo el día y que entrara para sentarse a cenar.
Algunas de las mejores amigas de Katherine nunca fueron a su casa, ni Katherine sabe dónde viven ellas. Dave tiene la sensación de que no se ven nunca, pero sabe que ellas sien-ten que están juntas todo el tiempo.
Suele controlar la factura del celular para ver a quién llamó y si se excedió con los mensajes de texto, pero la cierto es que no llama por teléfono a nadie y casi todos los intercambios los hace por Snapchat, donde los mensajes se borran.
Katherine ya está dentro del auto con dos mochilas: una para los libros y otra para la laptop.
“¿Qué campera te vas a poner?”, le pregunta el padre. “Voy a agarrar un suéter”, contesta ella y vuelve a meterse en la casa, teléfono en mano y cubriendo la pantalla para que nadie la espíe.
Y por mucho que su padre haya intentado espiar el contenido de sus aplicaciones, los verdaderos dramas de vida de una adolescente no quedan por escrito en comentarios. Como cuando las amigas de Katherine le piden prestado el teléfono sólo para sacarles el «me gusta» a todas las fotos de Instagram de una chica que les cae mal. Y Katherine no puede volver a las páginas de esas chicas y ponerles «me gusta» de nuevo porque sería considerado acoso, y está prohibido.
O la semana pasada, cuando en medio de la clase de danza, las amigas consiguieron los teléfonos de 10 chicos, pero después tuvieron que borrar la mitad, porque eran de séptimo grado. Y antes de poder agregar a esos chicos a Snapchat, tuvo que cambiar su nombre de usuario, por-que era su nick de la infancia y era un papelón total. Para colmo, como cambió de nombre de usuario, su puntaje de Snapchat volvió a cero. La aplicación te recompensa con un punto por cada snap que uno envía o recibe, y no hay nada más angustiante y bochornoso que tener pocos puntos en Snapchat. Así que en un solo día mandó suficientes snaps para ganarse 1000 puntos.
Katherine vuelve a meterse al auto, ahora enfundada en un suéter azul marino. Una pequeña batalla parental ganada, piensa Dave, que todavía tiene que encontrarle la vuelta a Snapchat. Y encontrarle la vuelta a ser abogado en Washington y padre solo en casa. Y a lograr que sus hijas coman algo a la mañana y se laven lo dientes y no lleguen tarde al colegio.

Vivir pendiente del muro
Katherine está estirada con los pies subidos a una mesa ratona y la vieja laptop de su mamá apoyada sobre la panza. Está trabajando en una monografía sobre un tema que le ha interesado. Eligió “El uso del Photoshop en los medios”, un análisis de la imagen de la mujer que muestran las revistas. Katherine no necesita mirar las revistas o las publicidades de la calle para ver mujeres perfectamente “photoshopeadas”. Las tiene ahí en su teléfono, todo el tiempo, intercaladas entre las fotos de sus amigas de aspecto común y corriente. Tiene el mundo al alcance de sus dedos, y ha sido así desde siempre. Es por eso, según su propia teoría, que Katherine no se siente de 13 años.
“Ya no me siento una nena. No hago cosas de nena, cosas de chicos. Cuando terminé sexto grado, dejé de hacer todo lo que solía hacer, como jugar en los recreos o tener juguetes. Todo eso ya fue”. Su scooter junta polvo en el garaje. Los peluches los heredó su hermana, Lila. En la casita de madera del fondo del jardín ya nadie juega a las visitas. Katherine sigue usando el skate con ruedas fosforescentes porque todavía es cool entre sus amigas.
Katherine alterna entre la mono-grafía e Instagram, y abre una nueva pestaña. Aparece la foto de una chica que irá a la misma secundaria de Katherine, saliendo de una pileta. También hay un cielo con nubes sobre una playa de estacionamiento, y una selfie con poca luz. Vuelve a la monografía, en la que incluyó un capítulo sobre la relación entre la imagen idealizada de la mujer en los medios y los desordenes alimentarios de las adolescentes.
Si no sos flaca, sos fea. Ser flaca es más importante que estar sana. No comerás sin sentir culpa.
Encontró todas estas frases en un blog que fomenta la anorexia, lleno de fotos de chicas que parecen he-chas de alambre y consejos para evitar comer. Si se pusiera a buscar, Katherine encontraría sitios web como ese para todos los comportamientos peligrosos que cunden entre las adolescentes que han sufrido algún trauma. Podría leerlos en su teléfono como si leyera un artículo de BuzzFeed y nadie se daría cuenta.
Seguro que antes escuchabas a tus padres y a tus maestros hablar de vos. Que eras “tan madura”, “tan inteligente”, que tenías “tanto potencial”. ¿Y con eso qué lograste? ¡Nada!
Copia y pega en su monografía algunas de las frases que encuentra en ese blog. Nunca hizo dieta. Pero por alguna razón que no puede explicar bien, dice que desde que encontró ese blog, no puede sacárselo de la cabeza.
Son las 6.30 de la mañana y la alarma del teléfono la despierta. Hoy, Katherine cumple 14 años. La apaga y se da vuelta en la cama. Todavía está oscuro. Katherine se acoda en la almohada y abre Instagram. Sus amigas y amigos decidirán si postean fotos de Katherine por su cumpleaños. Habrá que ver si la quieren tanto como para poner una foto de ella en sus muros. Y esas fotos, si llegan, también tendrán sus «me gusta», y quién sabe, incluso algún comentario. Esas fotos deberían aparecer de un momento para otro. Katherine ve la foto de una amiga posando en bikini en la playa, otra foto posteada por Kendall Jenner, una selfie con un café. Sigue de largo. Un videíto de básquet, la foto de una chica que saca la lengua. Pasa de largo. Espera. En algún momento la casilla de notificaciones tendrá que parpadear…
LA NACIÓN/The Washington Post