20 May El gurú de Silicon Valley que combate la adicción a los smartphones
Hace unas noches, en la ciudad de San Francisco, el ex “filósofo de productos” de Google Tristan Harris tomó una de las credenciales en blanco que repartía un hombre en pijamas v llamado “Honey Bear” y escribió en ella el que sería su seudónimo durante toda esa noche: “Presence”.
Harris acababa de llegar a Unplug SF, un “experimento de desintoxicación digital” celebrado en honor al Día Nacional de la Desconexión, donde se prohíbe el uso del nombre real. También estaban prohibidos los relojes, las charlas de trabajo y los dispositivos móviles. Harris, un hombre menudo de 32 años, cabello cobrizo y prolija barba, entregó su iPhone, un aparato al que considera tan adictivo que lo llama “máquina tragamonedas de bolsillo”.
A continuación, ingresó en un espacioso recinto colmado de unas 400 personas que dibujaban caras, completaban libros para colorear y ovillaban lana. A pesar de la jovial atmósfera de campamento de verano, el evento era un recordatorio de la elección binaria que enfrentan los usuarios de smartphones, que * según un estudio chequean sus teléfonos unas 150 veces al día: o dejar prendido el teléfono y lidiar con sus incesantes y acuciantes pedidos de atención, o desconectarlo.
Podría decirse que Harris es como la conciencia de Silicon Valley, o al menos lo que más se le parece. Cofundador del grupo Time Well Spent (“tiempo bien usado”), Harris está intentando imbuir integridad moral en el diseño de software: se trata esencialmente de persuadir al mundo tecnológico de que nos ayude a desconectamos más fácilmente de los dispositivos digitales.
Mientras que para algunos la adicción colectiva a la tecnología es culpa de nuestras carencias personales, como la falta de fuerza de voluntad, Harris señala con el dedo el software mismo. La urgencia de chequear nuestro celular sería una reacción natural ante aplicaciones y sitios web diseñados para tenemos revisando de arriba abajo lo más seguido posible. La “economía de la atención”, que hace llover ganancias sobre las empresas que logran capturarnos, ha desatado lo que Harris llama “una carrera hacia el fondo mismo del bulbo raquídeo”. Hemos perdido el control de nuestro vínculo con la tecnología porque la tecnología ha mejorado su capacidad de controlamos.
Con el auspicio de Time Well Spent, Harris lidera un movimiento para cambiar los fundamentos del diseño del software, apelando a los diseñadores de productos para que adopten una especie de “juramento hipocrático” del software, que regiría la práctica de “exponer las vulnerabilidades psicológicas de las personas” y les “devolvería” el control a los usuarios. “Se puede diseñar sin basarse en la adicción”, dice Harris.
Según Josh Elman, un veterano de Silicon Valley con su firma de capital emprendedor Greylock Partners, “el primero que plantea las cosas de esta manera es Harris”: articula el problema, con sus costos societarios y con ideas para resolverlo. Elman compara la industria tecnológica con las grandes tabacaleras antes de que quedase demostrada la conexión entre el cigarrillo y el cáncer. Ambas industrias siempre estuvieron dispuestas a darle al consumidor cada vez más de lo que pedía, mientras simultáneamente le infligían daños colaterales en sus vidas. Según Elman, el planteo de Harris le está dando a Silicon Valley la oportunidad de recalcular el rumbo antes de que ciertas tecnologías de inmersión aún más profunda, como la realidad virtual, nos empujen aun punto sin retomo.
Diseño conductual
Harris estudió ciencias de la computación en la Universidad de Stamford mientras hacía una pasantía en Apple, y cuando inició su maestría, se sumó al Laboratorio de Tecnología Persuasiva de Stanford. Dirigido por el psicólogo B. J. Fogg, el laboratorio se ha convertido en lugar de culto para los emprendedores que anhelan dominar los principios del “diseño conductual”, un eufemismo que significa desarrollar un software que nos inculque los hábitos que una empresa nos quiere inculcar. Uno de los cofundadores de Instagram, por ejemplo, fue alumno de Fogg.
En las clases de Fogg, Harris estudió psicología de modificación del comportamiento, una disciplina basada en la teoría de la respuesta condicionada, como el entrenamiento con clicker para perros, y el modo en que se puede inducir a la gente a volcarse hacia ciertos productos. Por ejemplo, recompensar instantáneamente a alguien con un “me gusta” no bien postea una foto en las redes puede reforzar esa acción y hacer que la persona empiece a postear fotos todos los días y no apenas cada tanto.
Aunque Harris insiste en que siempre se mantuvo al margen de las tácticas de persuasión, se familiarizó con el modo en que se aplican, y llegó a considerarlas “técnicas de secuestro”, la versión digital de inflar la comida chatarra con grasa, azúcar y sal para inducir el atracón.
McDonald’s nos tiene agarrados porque apela al ansia de nuestro cuerpo por ciertos sabores; Facebook, Instagram y Twitter nos enganchan porque son un mostrador de despacho de “recompensas variables”, como las llaman los psicólogos. Los mensajes, las fotos y los “me gusta” no aparecen en un hora-rio preestablecido, así que chequeamos compulsivamente, siempre en ascuas sin saber cuándo recibiremos nuestra descarga de dopamina.
Para evitar que derivemos hacia otras playas, los sitios agolpan varios servicios juntos en una misma página y nos mantienen en una especie de demora distraída. Para responder una solicitud de amistad, por ejemplo, tengo que pasar por mi muro de noticias, donde hay seductoras fotos y videos en auto-play que me invitan a rodar hacia abajo en una infinita cadena de posts que Harris llama “el bol sin fondo”, en referencia a ese estudio que descubrió que la gente come un 73% más de sopa cuando lo hace de un recipiente de auto llenado que cuando lo hace de un bol común, y no advierte haber comido más. La “solicitud de amistad” nos inducirá a agregar a más contactos, sugiriendo “personas que tal vez conozcas”, y en una fracción de segundo un impulso inconsciente nos hace retroalimentar el ciclo: cuando enviamos ese nuevo pedido de amistad, en el teléfono del receptor suena una alerta roja, y como ver nuestro nombre despertará en el otro un muy enraizado sentido de obligación social, dejará lo que tenga entre manos para contestamos. Al final, dice Harris, las empresas “se quedan mirando a miles de millones de personas que corren en círculos como gallinas degolladas” para responderse y sentirse en deuda unas con otras.
Un vocero de Facebook me dijo que la red social ahora está enfocada en maximizar la calidad de la experiencia y no en maximizar el tiempo que los usuarios pasan en el sitio. También asegura que la empresa hace encuestas permanentes entre los usuarios para evaluar esos progresos y que, sobre la base de esos comentarios, ha implementa- do cambios, por ejemplo, en el algo-ritmo que rige el muro de noticias para castigar los posts sensacionalistas destinados a atraer la atención de los usuarios. Tanto Instagram como Linkedln se negaron a hacer comentarios y Twitter no respondió a ninguna de múltiples consultas.
Experiencia más placentera
Harris terminó trabajando en la aplicación de la casilla de correo de Gmail. A un año de haber ingresado, empezó a notar que nadie pensaba en esas decisiones de diseño aparentemente menores, como el timbre que suena al entrar un mail nuevo, y que pueden desencadenar billones de interrupciones en efecto dominó. Su equipo se dedicó durante meses al ajuste fino de la estética de la app de Gmail con el objetivo de ofrecer una experiencia de mail más “placentera”. Pero Harris no quería que el árbol le tapara el bosque; ¿y si en vez de preguntarse cómo me¬jorar el servicio de mail empezaban a preguntarse cómo el mail podía mejorar nuestras vidas?
Seis meses después de asistir al festival Burning Man, en Nevada, un viaje que, según dice, lo ayudó a “despertar y cuestionarse sus pro¬pias creencias”, Harris dio silenciosamente a conocer su “Llamado a minimizar la distracción y respetar la atención de los usuarios”; una presentación de 144 páginas. En ella, Harris declara: “Nunca antes en la historia las decisiones de un puñado de diseñadores (mayoritaria- mente varones, blancos, que viven en San Francisco y tienen entre 25 y 35 años), ha tenido tanto impacto en el modo en que miles de millones de personas alrededor del mundo pueden disponer de su propia atención… Debemos asumir la enorme responsabilidad de corregir esto”.
Aunque Harris les envió su presentación a apenas 10 colegas, el in-forme rápidamente se difundió entre más de 5000 empleados de Google, incluido el entonces CEO de la empresa, Larry Page, que un año más tarde se reunió con Harris para discutirlo. “Fue la chispa que encendió algo”, recuerda Mamie Rheingold, ex empleada de Google y organizadora de una sesión de preguntas y respuestas entre Harris y el staff en la sede central de la empresa.
Harris aprovechó su presentación para conseguir un cargo como filósofo de producto, que entre otras cosas implica investigar el modo en que Google puede adoptar una ética de diseño de software. Pero Harris dice que chocó con la “inercia”. Los productos tienen hojas de ruta que se deben seguir, y arreglar las herramientas evidentemente defectuosas era más urgente que repensar el servicio punto por punto.
Harris se fue de Google a fines de diciembre para impulsar ese cambio con más amplitud, sostenido por una creciente red de seguidores que incluye a Sherry Turkle, profesor del MIT; a Scott Heiferman, CEO de Meetup, y a Justin Rosenstein, coinventor del botón de “me gusta”, además de un enorme grupo de usuarios hartos y de empleados preocupados de todos los sectores de la industria informática. A través de Time Well Spent, su asociación civil, Harris espera sumar apoyo para un movimiento que él compara con el de la comida orgánica, pero para el software: un desarrollo alternativo en torno a ciertos valores, donde el – central de todos ellos sea ayudamos a usar bien nuestro tiempo, y no a hacérnoslo perder cada vez más.
Harris admite que investigar el modo en que secuestran nuestro tiempo lo ha vuelto un obsesivo de evaluar “cuál es el tiempo bien usado” de su propia vida. ¿Asistir al encuentro de desintoxicación digital? Tiempo muy bien invertido. Además, Harry tiende a sumergirse en una sola actividad a la vez. Cuando conversa con alguien, rara vez quiebra el contacto visual y ocasionalmente apoya su mano sobre el brazo de su interlocutor, como para mantener a ambas partes en ese momento presente.
Rigor militar con las alertas
También ha desarrollado una serie de tácticas de defensa personal que le permiten interactuar con los dispositivos móviles de otra manera. Algunas de esas tácticas son intuitivas, como “tener un rigor militar para apagar las alertas de las notificaciones” o tener configurada | la función “vibrar” para los mensajes de texto, para sentir siempre la diferencia entre una alerta automática y la voz humana. Hay otros tips surgidos de sus conocimientos de psicología. Como el simple hecho de mirar el icono de una aplicación puede “disparar toda una serie de sensaciones y pensamientos”, Harris configuró la pantalla de inicio de su teléfono para que sólo muestre aplicaciones que cumplen una única función, como Uber o el GPS, y así corre menos riesgo de caer en el “bol sin fondo”. También configuró la pantalla con un look minimalista: eliminó los iconos de colores brillantes y relegó esas aplicaciones que son como “aspiradoras de tiempo”, como Gmail o WhatsApp, a una carpeta de la pantalla secundaria de su iPhone.
“Nuestra generación le confía el minuto a minuto de sus decisiones a su teléfono celular: con quién vamos a salir, en qué tendríamos que estar pensando, a quién le debemos una respuesta y a qué le damos importancia en nuestras vidas -dice Harris- Y si vamos a tercerizarle nuestros pensamientos a ese objeto, mejor que nos olvidemos del implante cerebral, porque el implante cerebral es ése y a él recurrimos todo el tiempo.”
El principal obstáculo para incorporar el diseño ético y el “control” no es de orden técnico. Según Harris, “es un tema de decisión”. Y en ese sentido, hasta sus partidarios creen que la cultura de Silicon Valley tal vez sea inherentemente hostil a todo aquello que se oponga al crecimiento.
Más que a desmantelar por completo la economía de la atención, Harris aspira a que las empresas al menos ofrezcan una dieta más saludable que esta tecnocomida chatarra. Admite que ese cambio exigiría reconsiderar un modelo de negocios muy arraigados, para que el éxito ya no dependa de robarles su tiempo y su atención a los usuarios.
Actualmente, sin embargo, la tendencia es hacia una manipulación aún más profunda y por métodos más sofisticados. Harris teme que las tácticas de Snapchat para enganchar a los usuarios terminen haciendo que Facebook parezca inocente. Facebook le avisa al remitente de un mensaje cuando el destinatario lo ha leído, pero Snapchat se adelanta: a menos que uno modifique específicamente la configuración, el destinatario recibe un aviso no bien empezamos a escribirle un mensaje. Si decidimos no enviarlo, ya quedamos expuestos y en falta.
Puede sostenerse que hay cierta hipocresía en la imagen de iluminados que nos venden desde Silicon Valley, especialmente desde que parecen haber abrazado el concepto de “concientización”. Empresas como Google y Facebook, que les ofrecen a sus empleados entrenamiento en concientización y espacios de meditación en las oficinas, han tomado la delantera en este movimiento. Sin embargo, ese énfasis en la concientización obliga a los usuarios a entrenarse para resistir sin reconocer que los dispositivos que tienen en sus manos fueron pensados para distraerlos y secuestrar su atención.
Además, tener conciencia del poder de seducción del software no implica volverse inmune a su influencia. Mientras me despedía de Harris tras la entrevista, su celular emitió la señal muda y luminosa de un mensaje de texto. Harris miró de reojo la pantalla e interrumpió por la mitad la frase que estaba diciendo. “¡Ah, qué coincidencia!”, exclamó, en referencia a la persona que le había enviado el mensaje y que al parecer me conocía. “Es un excelente ejemplo de que no tengo el menor control sobre el mecanismo que se dispara”, dijo sacudiendo en el aire su celular, con una mezcla de vergüenza y resignación.
LA NACIÓN/ The Atlantic/ Traducción de Jaime Arrambide