Los candados de la mala memoria

Los candados de la mala memoria

Por Félix Bruzzone
Recuerdo cinco claves de candados que al abrirse me entregan piletas en flor.
Es un milagro que mi pésima memoria conserve esas series de números. Por momentos pienso que más bien las leo en el agua de las piletas que tengo que limpiar, que los números se dibujan en el agua y me saltan a los ojos.
Sea como sea, nunca tengo que saltar la reja y lastimarme las rodillas, los tobillos. Una vez aprendí una técnica para abrir candados sin conocer la clave.
No hace falta tener dotes de ladrón de cajas fuertes para entenderla. Es fácil detectar los ruiditos que hace cada número al caer. Sin embargo, la olvidé. Por alguna razón preferí olvidar eso y recordar las claves. Antes era fácil porque me ayudaba mi agenda. Ahí llevaba anotados todos esos números. Pero me la robaron, o ella se dejó robar, y adiós ayuda. Las agendas que se dejan robar son muy irresponsables. No tienen idea de qué es la memoria y mucho menos imaginan qué es la supervivencia. Una cosa que no entiendo, igual, es cómo mi mala memoria le pudo ganar a la inteligencia de saber la técnica de abrir candados sin clave.
Las batallas que gana la memoria siempre son demasiado misteriosas. Hoy, sin embargo, hay un bache. La clave del candado que tengo adelante no se enciende en ningún lado. O sí, se enciende, pero no funciona, el número no sirve más, o mi recuerdo no sirve más. La oscuridad es inmensa y el agua tiene apenas un brillo de resolana. Subo a la reja. Salto. Las rodillas. Los tobillos. Los ruidos de los números que recuerdo mal son los ruidos de mis articulaciones. El agua se ríe. Ella no tiene articulaciones.

También se ríe la dueña de casa, que se acerca con ganas de conversar.
-¿Te olvidaste la clave? Tranquilo, cambiamos el candado. El viejo lo pusimos en la huerta, allá-dice, y señala hacia el fondo del jardín, pasando un gran roble que ya empieza a mostrar los primeros síntomas de debilidad otoñal. -Te la muestro.
Termino de limpiar la pileta y me acerco. Es una huerta prolija y de gran calidad, compartimentada con tablones que podrían durar años y carteles para cada planta. Mi clienta me cuenta que la vinieron a hacer unos especialistas, y que la cuidan ellos.
-¿Pero la huerta es tuya o es de ellos? ¿Y el candado, para qué?
-Es mía, pero lleva mucho trabajo. Y yo lo que quiero es verdura fresca, y orgánica. Y no quiero comprar. Nunca sabés qué te venden. Y me gusta trabajar la tierra, no creas que no, pero un poco, no tanto. Necesito mis manos perfectas. ¿Ves?, mirá mis manos. Vos no sabés mi trabajo. Hago esculpido de uñas -me muestra sus manos y sigue- ellos hacen el trabajo duro. Y el candado… qué te puedo decir. Me gusta que las cosas tengan candado.
Nos quedamos en silencio frente a la huerta. El número del candado salta otra vez desde mi memoria. Está esculpido en mi memoria. ¿Mi clienta lo tendrá esculpido en sus uñas, en cada uña la clave de uno de sus candados? ¿En las manos, en los pies? ¿Cuántos candados? Lo abro. Entro a la huerta. Paso las palmas de mis manos sobre las hojas de los zapallos. ¿Será buen negocio construir huertas para otros, o mejor sigo con las piletas?
LA NACION