Abelardo Castillo: adiós al que tuvo sed

Abelardo Castillo: adiós al que tuvo sed

Por Patricia Kolesnicov
El cuento empieza hablando de un amigo, Ernesto, y de mujeres. Así: el turco había construido unos cuartos en el primer piso de la estación de servicio, a la salida del pueblo, y llevaba mujeres. Una mujer. “¿Saben quién es la mujer que trajo el turco?”. Los amigos se miran. “Yo me acordaba de la madre de Ernesto”, dice uno. Había que ir y los muchachos van. Cuesta, porque la recuerdan de antes, de cuando eran chicos, de cuando “nos preguntaba si queríamos quedarnos a tomar la leche”. Cuesta pero tienta: van. Esperan, una salita. Y la puerta se abre: “Ahí estaba ella. Nos quedamos mirándola, fascinados. El deshabillé entreabierto y la tarde de aquel verano, antes, cuando todavía era la madre de Ernesto y el vestido se le separó del cuerpo (…)”
El final para qué contarlo, si el planteo mismo es un cuchillo. Así escribía, esa es la voz de Abelardo Castillo, el enorme narrador que murió ayer a las 10.20 de la mañana en Buenos Aires, donde había nacido en 1935, aunque se decía sampedrino: recién en 1946 se mudaría a esa ciudad junto al Paraná. Una cirugía derivó en una complicación respiratoria: tenía 82 años y estaba trabajando en la edición del segundo tomo de sus diarios. Lo cremarán esta mañana, en una despedida íntima.
Aunque dijera que nunca se sintió escritor. Que él era “un hombre que escribe”. Que escritores eran los otros.
¿Cuándo empieza un escritor a ser escritor? ¿Cuándo empezó Abelardo Castillo a ser escritor? Hay pistas en esos diarios. Gabriela Franco, quien los editó codo a codo con él, habló de una anotación de 1954, a los 19 años. Decía: “Leer. Volver a leer como antes” o “Dejar de escribir por un tiempo”, lo que hacía pensar -especulaba la editora en la revista Anfibia- que había escrito siempre. Aunque dijera que nunca se sintió escritor. Que él era “un hombre que escribe”. Que escritores eran los otros. Los que se tomaban muy en serio a sí mismos.

Con esta salvedad -que lo que hay que tomar en serio es la literatura- quién osaría decir que Castillo no fue -qué dificíl escribir en pasado- un escritor. Leyó, leyó, leyó literatura, teoría, leyó a Marx, a Borges, los clásicos, a Engels, a Sabato, a Lenin, a Cortázar. Entre 1957 y 1959 publicó sus primeros cuentos y ganó un premio: los jurados eran Jorge Luis Borges, Adolfo Bioy Casares y Manuel Peyrou. Tenía un camino claro: “No quiero vivir engañado más tiempo. O renuncio a IGGAM –el trabajo– o renuncio a Abelardo Castillo. La elección parece simple”, escribió en su diario cuando no había cumplido 24 años.
Por esa época fundó, con Arnoldo Liberman y Humberto Costantini, una revista literaria: El grillo de papel; allí estaría también Liliana Heker. La revista sentaba posición de arranque: “El escritor no necesita recurrir a la efusión panfletaria o al deliberado puntillismo de un ensayo”, sostenían en el manifiesto.. La revista nacía, según la crítica Sylvia Saítta, de una polémica “con la ortodoxia del Partido Comunista representada por la revista Gaceta Literaria, de Pedro Orgambide”. En el primer número venía un gran cuento de Castillo: El marica. “Vos eras raro, uno de sos pibes que no pueden orinar si hay otro en el baño”, decía el narrador. Y otra vez hay un prostíbulo. Y un chico que lleva a otro hasta allí. Para “salvarlo”. Salieron seis números de la revista: en 1960 -gobierno de Frondizi- la censura cerró la imprenta donde la hacían.
Después vino otra recordada publicación, El escarabajo de oro, que advertía: “NOTA: esconda usted esta revista; es subversiva”; allí conoció a Sylvia Iparraguirre, la escritora que sería su mujer toda la vida. Por sus páginas pasaron las letras de los 60 y debates sobre arte y política. La tercera revista, El Ornitorrinco, saldría en 1977. “La historia de todos los pueblos demuestra que el arte no espera una situación favorable: aparece como sea y contribuye a crearla”, decían en 1979, en plena dictadura. Allí debatieron Heker y Cortázar sobre los vínculos entre los que se quedaron y los exiliados. Allí salen, en 1981, solicitadas de las Madres de Plaza de Mayo.
En tanto, Castillo había hecho literatura, había tomado como tradición a Arlt, a Borges, a Cortázar. En 1961 salieron los cuentos de Las otras puertas. En 1963 su obra de teatro Israfel, sobre la vida de Edgar Allan Poe, ganó el Primer Premio del Instituto de Teatro de la UNESCO. En el jurado había otro gigante: Eugène Ionesco. Israfel fue un éxito: “Se estrenó en 1966”, contó a Clarín. “Se hicieron 250 funciones a sala llena en un teatro de mil y pico de localidades. Después se hizo dos veces por televisión. Con eso me compré un departamento de cuatro ambientes en Pueyrredón y Corrientes. Y de ese dinero comimos y tomamos mis amigos y yo durante un año”.
Lo decía en una entrevista conjunta con Juan Forn, un escritor más joven, que le había insistido para que terminara El que tiene sed, una hermosa novela que no puede leerse sin sentir el mareo de una borrachera. “No deberías seguir tomando, escuché, aunque sin que la historia cambiara demasiado podría escribir ‘escuchó’, ya que ignoro si estas cosas me están ocurriendo realmente a mí o a otro”, empieza. Castillo dijo que era su preferida: “El escritor alcohólico que la narra soy yo entre los 20 y los 40 años”. La elegía frente a Crónica de un iniciado, que expresaba mejor sus obsesiones, contó.
Fue erótico y político, se apropió de la literatura argentina y universal, fue maestro de escritores como Guillermo Martínez y Pablo Ramos, fue una voz potente con fe en la literatura y apuesta por el futuro. En esa nota con Forn, en los años 90, el más joven ejemplificó cómo veía el mundo: cuando grababa un casette, solía sobrar cinta y “ahora estamos viviendo esos minutos de silencio: el casete ya terminó, sigue rodando la cinta y no rueda en falso, rueda en silencio”. Castillo reaccionó: “Es la hora de sacar ese casete y poner otro”.
CLARIN