Cómo la industria de la música volvió a la vida

Cómo la industria de la música volvió a la vida

Por John Gapper
Cuando el álbum More Life del rapero canadiense Drake fue lanzado el mes pasado, en Estados Unidos se escuchó por streaming 385 millones de veces durante su primera semana. El número era extraordinario, pero el medio no: el “streaming”, o transmisión en directo de audio, ha sustituido el control de las ventas de CD y de las descargas, e incluso de la piratería.
Las utilidades por concepto de streaming en EE.UU. subieron a u$s 3900 millones el año pasado, cifra que representó el 51% del total de u$s 7700 millones de toda la industria. Esta última cifra es apenas la mitad de lo que vendía la industria en 1999, antes del estallido de la piratería digital; sin embergo, el crecimiento ha regresado. Universal Music, el sello discográfico más grande, ha firmado un nuevo acuerdo de licencia esta semana con Spotify, el servicio de streaming, lo que allana el terreno para la salida a Bolsa de Spotify.
Están volviendo a tomar los bastiones de los piratas. El sitio peer-to-peer (persona a persona) Pirate Bay, nació en Suecia en 2003, con su cofundador Gottfrid Svartholm declarando que “Suecia es un país en el norte de Europa . . . acá no se aplica la ley estadounidense”. Él fue posteriormente encarcelado, y Suecia hoy tiene una de las tarifas de suscripción más altas del mundo a servicios que incluyen a Apple Music.

La industria de la música fue una de las primeras en ser víctima de la disrupción digital, y los sellos discográficos fueron seriamente afectados. Por lo tanto, su recuperación en los mercados desarrollados (la piratería continúa siendo generalizada en otros lugares) ofrece lecciones útiles para otros países.
La primera, como aconsejaría Bob Dylan, es no tirar todo a la basura. Las compañías discográficas cometieron errores; demandar a individuos por descargas ilegales y mostrarse intimidantes fue uno de los peores. Pero ellas mantuvieron su fe en que la música grabada era valiosa y que valía la pena pagar por ella, a diferencia de las firmas editoriales que con imprudencia parason a regalar noticias y a depender de la publicidad.
Esa fe actualmente está dando resultados. Las suscripciones pagas -que saltaron de u$1200 millones a u$s 2500 millones en EE.UU. el año pasado- se están convirtiendo en la principal fuente de ingresos de la industria al mismo tiempo que disminuyen las descargas digitales y las ventas físicas (aparte del resurgimiento del vinilo). Unos 50 millones de usuarios de Spotify en la actualidad pagan por tener acceso móvil sin restricciones a sus 30 millones de pistas en lugar de depender de su servicio básico financiado por anuncios.
Los sellos discográficos también continuaron haciendo lo que sabían hacer bien: la disciplina de encontrar y desarrollar artistas, y de hacer marketing. Ellos siguen gastando el 27% de los ingresos en esas funciones, según IFPI, un grupo experto en esta industria. A pesar de que han evolucionado y usan canales como YouTube para descubrir talentos, siguen estando mayormente en el mismo negocio.
La segunda lección, en las sabias palabras de la cantante Meghan Trainor, todo tiene que ver con ese bajo. El tamaño ayuda, y pasa a ser vital en medio de la irrupción digital, cuando el poder deja de estar en manos de los dueños del contenido para quedarse entre los distribuidores. El patrón se ha repetido en la música, en la industria de publicación de libros, y en la televisión y el cine, con los sellos discográficos, las casas editoriales y los estudios cinematográficos teniendo que competir con poderosos participantes tales como Amazon y Netflix.
En respuesta, los sellos discográficos se han consolidado de lo que solían ser las “seis grandes” a las “tres grandes”, Universal, Warner Music y Sony Music, que en juntas representan alrededor del 75% del mercado. Eso le ha dado a cada uno de ellas mayor influencia para negociar con Spotify y con otros distribuidores, de la misma manera que las casas editoriales se han consolidado en las “cinco grandes” para igualar el poder de Amazon.
El tamaño tiene una ventaja adicional en el mundo digital, ya que los servicios de streaming necesitan éxitos y catálogos; los oyentes que pagan u$s 9,99 al mes esperan los álbumes 19 y 21 de Adele, así como el 25. Esto aumenta el poder de negociación de las compañías discográficas, y es beneficioso para las utilidades: según Goldman Sachs, sus márgenes digitales duplican los de las ventas físicas.
La tercera lección es que, al igual que Los Beatles, se las arreglaron con una pequeña ayuda de sus amigos. Inicialmente, las compañías discográficas intentaron entrar en el negocio de distribución digital y la venta minorista lanzando servicios como Pressplay, la respuesta conjunta de Universal y Sony al aumento del intercambio de archivos en Napster. Fracasaron porque carecían de las habilidades y de la decisión para revolucionar su modelo de negocio.
Esto no fue su culpa. Es difícil que los competidores en una actividad repentinamente comiencen a cooperar en otra, incluso dejando de lado los obstáculos antimonopolio. Es particularmente difícil si la nueva empresa tiene que negociar con sus dueños, de la misma manera que un distribuidor de música negocia con los titulares de los derechos. Un nuevo participante como Spotify no padece de los mismos problemas y conflictos legados.
Eso facilitó la innovación, lo cual desbloqueó las dificultades de la industria de la música. Los servicios de streaming no son sólo colecciones de música, tal como sí lo son las pistas pirateadas en discos duros: son más fluidos y flexibles, y ofrecen nuevas formas de descubrir artistas a través de amigos. Las casas discográficas eran incapaces de inventar tales productos ellas mismas; sólo podían emerger de la colaboración.
Spotify y YouTube son enemigos íntimos más que amigos. Los sellos discográficos desconfían de los servicios de streaming financiados por anuncios porque las regalías son más bajas (el nuevo acuerdo de Universal permite a sus artistas mantener nuevos álbumes durante dos semanas fuera del servicio básico de Spotify). Las relaciones son especialmente tensas con YouTube, al cual los sellos discográficos acusan, con cierto fundamento, de aprovecharse de las relajadas leyes de derechos de autor para ofrecer regalías más bajas sobre el streaming de videos.
Pero el streaming ayudó a la industria no sólo a sobrevivir, sino a crecer. Por adherirse a lo que sabía hacer mejor, por volverse más grande para negociar más poderosamente, y por encontrar nuevos socios, ganó más vida.
EL CRONISTA