15 Apr David Lynch, el pintor obsesionado con la oscuridad que acabó haciendo películas
Por Jordi Costa
La infancia de uno de los más célebres exploradores de la oscuridad contemporánea se pareció a una armónica sucesión de pinturas de Norman Rockwell: todo un camino de aprendizaje en el espacio edénico de una Norteamérica luminosa, inocente, virtuosa, previa a la Caída. Con todo, algunas leves grietas revelaban la presencia de una perturbación subyacente. Una tarde, David Lynch y su hermano John estaban en el jardín de su casa, en Boise (Idaho), y vieron una extraña figura acercándose por la calle. Era una mujer completamente desnuda que, poco antes de llegar a su altura, se sentó en el borde de la acera y empezó a llorar. El pequeño John se sumó al llanto. David sintió que esa mujer necesitaba ayuda y consuelo, pero se sintió paralizado, no le llegaban las palabras, no sabía cómo manejar la situación. Los entusiastas de Lynch sabrán reconocer fácilmente el eco de ese instante traumático en la obra del cineasta: es, en efecto, la secuencia de Terciopelo azul en la que Dorothy Vallens -una Isabella Rossellini con el cuerpo amoratado- se acerca al hogar de los Beaumont desvalida, desnuda y espectral, ante la perpleja mirada de la joven Sandy Williams.
El cineasta rememora ese recuerdo en el documental David Lynch-The Art Life, de Jon Nguyen, Rick Barnes y Olivia Neergaard-Holm (estrenado ayer en Bama), y en las páginas del libro David Lynch. El hombre de otro lugar (Alpha Decay), de Dennis Lim: “[La mujer] había enloquecido, algo malo había pasado. Los dos supimos que no sabía dónde estaba ni que iba desnuda”. Ambos trabajos consiguen algo notable: descifrar a uno de los creadores más influyentes y esquivos de nuestro tiempo, optando por un camino de acentuada simplicidad y transparencia, alejándose de toda tentación de contagiarse de ese componente de distorsión y extrañeza que uno asocia al concepto de lo lynchiano.
La decisión está cargada de sentido, porque el universo imaginario de este cineasta y artista plástico es, sin duda, oscuro e intrincado, aunque su artífice es algo parecido a una paradoja andante: un tipo sencillo, incluso elemental en apariencia, pero receptivo a aquellas ondas eléctricas, invisibles para el resto de sus contemporáneos, que liberan el inconsciente de lo real para transfigurar el universo. La crítica Pauline Kael llegó a definirlo como un genio bobo; David Foster Wallace escribió que “a veces es difícil saber si es un genio o un idiota”, y Dennis Lim clava su singularidad al definirlo como un “formalista intuitivo” o como “el artista primitivo de nuestro arte más moderno”.
Explicar a Lynch prescindiendo de toda afectación, buscando la claridad a toda costa, no sólo es el triunfo compartido por este iluminador documental y este ensayo tan sintético como exhaustivo: también es lo que una figura como la del creador de Cabeza borradora (1977) parecía estar reclamando con un grito mudo, imperceptible para el oído humano común.
Llegar al hueso
En David Lynch-The Art Life no se habla de cine: con el empeño de llegar al hueso de su objeto de análisis, los documentalistas optan por mostrarlo en su estudio, aplicando esa ética puritana del trabajo manual que le inculcó su padre sobre lienzos que funcionan como crispadas ventanas a una realidad oscura, traducida a una peculiar apropiación de posexpresionismo y Art Brut.
Para Nguyen, Barnes y Neergaard-Hold, Lynch es, fundamentalmente, un artista. O un pintor que acabó haciendo películas. Las palabras del creador van recordando sus años de iniciación y, poco a poco, el espectador va dándose cuenta de que todo está allí. La película tiene la elegancia de no explicitar ningún tipo de conexiones entre la labor pictórica de Lynch y su posterior carrera cinematográfica: basta escuchar los recuerdos de sus años como estudiante de Bellas Artes en Filadelfia, definida como “la Nueva York del pobre” y “una ciudad mezquina”, para entender que el caldo de cultivo de la futura Cabeza borradora tenía código postal, del mismo modo que el pulso entre la luz y la oscuridad que recorrerá todo su discurso parte de esa mirada limpia de un aplicado boy scout imantada por sucesivas y dispersas manifestaciones de la Caída.
No se equivoca el cineasta canadiense Guy Maddin al afirmar que el libro de Dennis Lim “es la última palabra en cuanto a David Lynch se refiere”. El autor no gasta tiempo en proponer intrincadas interpretaciones de la obra lynchiana: su objetivo es sintetizar, clarificar y, sobre todo, transmitir el sentido, la coherencia y la relevancia de una trayectoria creativa tan insular como capaz de capturar el espíritu de su tiempo. Lim no lo disecciona como a un insecto extraño, pero no esquiva sus aristas: los fragmentos sobre el problemático reaganismo de Lynch y sobre su vigente compromiso en la difusión de la meditación trascendental resultan tan reveladores como respetuosos. La conclusión es que en Lynch no hay ni el menor atisbo de pose.
LA NACION