Fútbol: lo que esconde la expresión hijos nuestros

Fútbol: lo que esconde la expresión hijos nuestros

Por Miguel Espeche
Muchos asociarán la expresión “hijos nuestros” al ámbito del fútbol, en el cual “tener de hijo” significa, entre otras cosas, ser capaz de derrotar y, en lo posible, humillar a quien “sufre” el rol filial. Convengamos que, en lo que a deporte respecta, ser “hijo” es posiblemente lo peor que podría pasarle a uno.
El lenguaje nos juega malas pasadas. Una de ellas es que, a partir de su uso constante, tendemos a olvidar el significado primordial de ciertas palabras y expresiones, que, con el tiempo, fueron deslizándose respecto de su significación primigenia hacia impensados territorios.
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“Nacieron hijos nuestros, hijos nuestro morirán”, dice la canción futbolera. De hecho, cada lunes, tras el clásico del caso, los “padres” y los “hijos”, en las oficinas, fábricas, bares, reuniones familiares, redes sociales, programas de televisión y radio, entre miles de otros escenarios, danzan la ceremonia del victorioso y el derrotado, lo que no sería tan terrible si no fuera por el hecho de que los vencedores son el “papá” y, los derrotados, el “hijo”, quien, cabizbajo, rumia venganza, esperanzado en un futuro resultado diferente que lo liberará del tormento de ser el perdidoso, para poder, allí sí, humillar, cual “padre”, al ahora vencedor.
¿Qué imagen de padre y de hijo tendremos en el inconsciente nacional como para transformar la función paterna y la filial, tan caras a nuestra supervivencia como especie, en un ritual de victorias y derrotas en clave de humillación?
La función paterna excede lo que pasa entre padres e hijos y se pone en juego en diversos ámbitos de la vida comunitaria, entre ellos, el político, el cultural y el educativo, en el sentido amplio del término. No sólo padres y madres, sino maestros, gobernantes, religiosos, científicos, educadores y hasta los pensadores que impregnan con su elaboración intelectual el marco de su cultura forman parte de esa “función paterna” que ofrece un ámbito de autoridad, ley, sentido y límite, forjando un territorio compartido para organizar una sociedad sustentable.
La misma idea de Dios puede entenderse desde esa visión de lo parental, siendo que para algunos se trata de un Dios de amor, protector, fecundo y generoso, mientras que para otros ese Dios (si es que existe) es, simplemente, una suerte de padre que nos dio vida con una intención cruel e injusta, gozando con el sufrimiento de sus hijos, a quienes manipula a su antojo. Un Dios, este último, que “nos tiene de hijos” en el más futbolero de los sentidos.
Todos quieren ser padres, nadie ser hijo. Quizá por eso sobreabundan los cursos de liderazgo, pero no existen los cursos de “seguidores” o “subordinados”, términos que, como casi todos los antónimos de la palabra “líder”, son vistos en sí mismos como negativos, claudicantes, indeseables, que nominan a los derrotados, los sometidos y mediocres. Todos caciques, ningún indio, porque, se supone, no hay nada bueno en toda función que no sea la de mandar, dominar, someter, como lo hace aquel que tiene el poder de transformar a los “derrotados” en objetos manipulables a su antojo.
Una sociedad de “todos padres” es, a la vez, una sociedad de huérfanos. Es una sociedad en la que todos, a modo de lo ocurrido en El señor de las moscas (una sociedad de niños y adolescentes librados a su suerte en una isla desierta) quedan a merced de sus propios impulsos y rudimentos de ley enloquecida. A esos huérfanos les pasa aquello que viven los chicos que están solos: por un lado, se refugian en la soberbia omnipotente y, por el otro, viven con dolor y miedo transitar su existencia sin alguien que los contenga y les ofrezca el reparo que sí ofrece una paternidad genuina, tan diferente a la del canto de la hinchada.
La idea de alguien con el poder “parental” del “hijos nuestros” es temida por aquellos que no lo ostentan, porque se sienten a merced del autoritarismo del que cosifica al otro, lo derrota y domina sin amor. Así las cosas, se dan dos fenómenos concomitantes y a veces superpuestos: o se anhela tener ese mismo poder dominador y “victorioso”, o se intenta destruir todo poder “parental”, viéndolo como sospechoso de autoritarismo y apuntando a un “igualismo” que pretende abolir la función de autoridad, abriendo la puerta a la tiranía del capricho generalizado y anómico.
De esa manera, toda autoridad, por genuina que sea, en sí misma es tenida por mala, y es así como la orfandad caótica hace lo suyo, para desesperación de todos.
Entender las implicancias del “hijos nuestros” es entender el porqué en nuestro país la autoridad es, a la vez, repudiada y anhelada, como les pasa a esos adolescentes librados a su suerte en las calles, que anhelan ser contenidos pero a la vez sienten aversión a cualquier poder que les pueda marcar territorio.
También es posible entender que, en el fondo del alma, muchos de aquellos que dicen luchar contra un poder tiránico y opresor en realidad anhelan otro poder tiránico y opresor, pero ejercido por ellos mismos. Esto se debe a que en su cosmovisión sigue vigente el “hijos nuestros” humillador y victorioso, sólo que ellos desean invertir las cosas y pasar de ser hijos a ser padres, para poder imponerse sobre aquellos que deberán morder el polvo de la derrota y la humillación.
En los hechos, ser “hijo” no es ser “cosa” o ser un perdedor, y ser “padre” no es ser el único sujeto en un universo de predicados. Hay otras maneras de entender la relación paterno-filial que no pasa por la competencia ni por el vil aprovechamiento abusador que ejerce aquel que tiene mayor capacidad de dominio. Las jerarquías existen y es bueno que así sea, pero se ligan a su función eficaz y amorosa y no a ser “más” o ser “menos” que el otro, en términos valorativos absolutos.
Ser hijos es saber de la entrega, saber aceptar la autoridad del padre a partir de la confianza y el amor, valores que, desde el paradigma del “hijos nuestros”, son sinónimo de derrota y humillación, aunque no hay hijos posibles sin esa aceptación y entrega al lugar parental.
Ser padres es de las mayores responsabilidades que existen. El del padre es un lugar posibilitador del crecimiento del hijo, armonizando contención empática con ley que marca territorio. Es igual a como ocurre con el embarazo, dentro del cual, de acuerdo con los tiempos del caso, hay cobijo, pero cuando llega el momento que marcan las normas biológicas hay “pujo” hacia el mundo de “afuera”, para poder nacer y generar la propia responsabilidad. El padre no domina, conduce, y hace lo que tiene que hacer para ofrecer suelo, cielo y horizonte a sus hijos.
El origen histórico de la herida que generó el “hijos nuestros” puede ser motivo de debate, pero la idea de una paternidad abusiva y una función filial abusada está entre nosotros y es factible señalarla de manera plena y rotunda para que no se esconda tras la costumbre y la naturalización de ese paradigma.
Cuando decimos “hijos nuestros”, pensando en habilitar el crecimiento y el despliegue de los hijos, podemos entender que no todo acto de autoridad es tiránico y no todo capricho es sinónimo de liberación.
Nada mejor que ser hijo de buen padre. Y nada mejor que ser padre, no para “vencer”, sino para generar capacidad en los hijos y conducir hacia el bien común a quienes están bajo nuestro cuidado.

El autor es psicólogo y psicoterapeuta

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