26 Mar Las vergüenzas del viejo Hollywood
Por Noelia Ramírez
MADRID.- “La vida de Judy en el set fue miserable por culpa de ellos. No dejaban de meterle mano por debajo de su vestido.” Judy Garland era prácticamente una niña cuando interpretó a Dorothy en El mago de Oz en 1939 -tenía 17 años-, pero ni eso la libró de ser acosada sexualmente por varios actores que interpretaban a los Munchkins, los personajes de talla pequeña que ayudaban a Dorothy tras seguir el camino de baldosas amarillas.
Así lo devela Sid Luft, uno de los ex maridos de Garland -estuvo casado con ella entre 1952 y 1965-, en Judy and I: My life with Judy Garland, un libro póstumo que saldrá en marzo a la venta y al que ha tenido acceso The Guardian. “Esos hombres tenían 40 años. Ellos creían que podían salirse con la suya siempre porque eran muy bajitos”, apunta el empresario en el libro.
Luft, con sus declaraciones póstumas (murió en 2005) añade leña a las versiones que se habían dado sobre los ‘problemáticos’ enanos durante el rodaje. Lejos de las imágenes idílicas y naíf de la película, la propia Garland, en 1967, dijo que los munchkins “eran unos pequeños borrachos” que “se ponían hasta arriba cada noche y la policía los recogía con cazamariposas”. La intérprete contó que cuando se decidió a salir con uno de ellos y éste vio a su madre como carabina en la cita dijo: “Suficiente, dos Fulanas por el precio de una”.
Bert Lahr, que interpretó al León Cobarde, apuntó que los munchkins actuaban lejos de las cámaras “en plan pandillero, chuleando y contratando a prostitutas” y el productor, Mervyn LeRoy, confirmó que estos intérpretes “montaban orgías en el hotel” y que se tuvo que contratar a policías en cada planta. Unos angelitos, vaya.
Las vergüenzas de Hollywood
Que el manoseo a Judy Garland se haya convertido en un episodio noticiable lo es gracias a una sociedad (supuestamente) sensibilizada frente al acoso sexual y decidida a no normalizar este tipo de prácticas. Animadas por el repunte del activismo feminista en los últimos años, las actrices o artistas de hoy en día no tienen miedo a denunciar las agresiones sufridas. Así lo han probado Evan Rachel Wood (Dolores en Westworld, que develó recientemente que fue violada en dos ocasiones), Gabrielle Union (violada a punta de pistola hace 25 años) o Ashley Judd (violada cuando tenía 14 años). Tampoco hace falta ser una actriz de renombre para enfrentarse a oscarizables nombres, como bien ha probado el caso de la productora y directora de fotografía llevando a juicio el acoso sexual de Casey Affleck.
En el pasado -y hace 10 años, si apuramos- ninguna de estas actitudes eran reprobables socialmente. Ya fuese en la intimidad del hogar, en los anuncios de brandy donde sí se podía pegar a una mujer o en sets de rodaje repletos de supuestos trabajadores del sector más liberal del mundo. El don’t ask, don’t tell (no preguntes, no digas) también se imponía en un gremio que desprotegía y negaba la asistencia a las víctimas; escondiendo sus vergüenzas, secretos a voces en la indutria, debajo de la alfombra.
Ahí está el polémico caso de la actriz Maria Schneider, que rodó una escena no consensuada sobre una violación en El último tango en París y, pese a la humillación que vivió, se vio sin apoyos a para denunciar el abuso que sin su conocimiento perpetraron Marlon Brando y Bertolucci: “Debería haber llamado a mi agente o haber tenido un abogado que viniese al set porque no puedes obligar a alguien a hacer algo que no está en el guión, pero yo no sabía aquello en aquel momento”, dijo al Daily Mail años más tarde.
Algo parecido ha pasado con Tippi Hedren, que ha acusado en sus memorias a Alfred Hitchcock de acoso sexual. El director se abalanzó sobre ella en un taxi e intentó besarla. Su obsesión con la madre de Melanie Griffith llegaba a tal exceso que no permitía que el resto de actores la tocasen o hablasen y llegó a engañarla para rodar escenas de riesgo. Hedren asegura que no dijo nada a nadie porque en la década de los sesenta no se hablaba del acoso sexual -el término se empezó a utilizar a partir de 1991, cuando la abogada Anita Hill acusó al juez Clarence Thomas de acoso sexual en el trabajo y el delito se popularizó a escala planetaria-. También sabía que el estudio silenciaría sus acusaciones: “¿Quién de los dos era más valioso para ellos, él o yo?”.
No sólo acoso
Lejos del “si un productor menciona la palabra dieta, lo mando a tomar por culo” que defiende ahora Jennifer Lawrence, hace unas cuantas décadas, el control sobre el cuerpo de las actrices iba mucho más allá de unos michelines de más. Si una actriz de un gran estudio del viejo Hollywood quería quedarse embarazada entre los años 20 y los 50, ni ella ni el padre podían decidir. Para eso ya estaba el grupo de hombres que dirigía la Metro Goldwyn Mayer, Paramount Pictures, Warner Bros. o RKO, actuando como una suerte de ‘equipo de sabios patriarcales’ en función a las expectativas de taquilla.
“Los abortos eran nuestra pastilla anticonceptiva”, dijo una vez una actriz sobre la más que común práctica de los estudios. La cita la rescatan Marcie Bianco y Merryn Johns en una investigación reciente para Vanity Fair. Allí contaban los casos de Tallullah Bankhead, cuyo biógrafo, Lee Irael, dijo que “se practicaba tantos abortos como mujeres se hacían la permanente” o la “infección de oído” oficial (embarazo en realidad) de la sensación Jeanette Mac Donald en 1935 que mandó “a curar” el jefe de la MGM, Louis B Mayer.
Joan Crawford tampoco se libraría. Separada de su marido, Douglas Fairbanks, se quedó embarazada de quién creía hubiese sido hijo de Clark Gable. Howard Strickling, publicista de la MGM y fixer habitual de los escándalos de la época, lo arregló todo para que abortase, siguiendo esa asunción popular de que “las estrellas glamourosas no podían ser famosas si tenían hijos”, tal y como relata Cari Beauchamp en Without Lying Down.
Crawford nunca le dijo la verdad a Fairbanks. Le contó que perdió el bebé al resbalarse de un barco rodando Rain.
Otra que rehuía de los hijos por imperativo de su carrera fue Bette Davis, que tuvo un buen número de abortos y no fue madre hasta los 39 años porque “si no habría perdido los mejores papeles de mi vida”. A Jean Harlow no la dejaron casarse con William Powell porque, según cuenta Anne Helen Petersen en Scandals of Classic Hollywood, “la MGM había escrito una cláusula en su contrato que le prohibía contraer matrimonio”.
Judy Garland, la misma que tuvo que aguantar a un grupo de enanos manoseándola sin cesar durante un rodaje, se saltó las normas, rompió su imagen de ingenuidad y se casó a los 19 años con David Rose sin la aprobación de MGM. Cuando se quedó embarazada, su madre se confabuló con el estudio para conseguirle un aborto en contra de su voluntad.
¿Hubo un cambio?
Estas historias no son tan desfasadas como parecen. El imperativo telegénico sigue existiendo con todas esas veinteañeras ejerciendo de amantes de cuarentones en pantalla.
El público tampoco perdona y se suma a esa concepción edaísta que no deja envejecer a sus actrices fetiche cómo les dé la gana (Carrie Fisher ya lo advirtió: “No es que los hombres envejezcan mejor que las mujeres, sólo es que se les permite hacerlo”). ¿El cambio? Todas esas actrices que saben que no se ha alcanzado la igualdad y que reclaman el mismo salario que sus compañeros (Natalie Portman, Jennifer Lawrence o Robin Wright, entre otras) o un peso en pantalla alejado de madres abnegadas o amantes hipersexualizadas. El activismo feminista en Hollywood ya no se silencia, se aplaude. Y afortunadamente, ya no hay cláusulas en los grandes estudios que puedan frenarlo.
LA NACIÓN