La genética, ¿nueva aliada del racismo?

La genética, ¿nueva aliada del racismo?

Por Sarah Zhang
Jedidiah Carlson estaba buscando un ensayo sobre genética en Google cuando se topó con el foro de nacionalismo blanco Stormfront. Carlson es estudiante de posgrado de la Universidad de Michigan y no tiene un pelo de nacionalista blanco. Pero una cosa fue llevando a la otra y terminó leyendo páginas y páginas de debates de Stormfront sobre temas tales como la fiabilidad de los resultados de las pruebas de ancestros de 23andMe o si el mestizaje de los neandertales es la causa de la superioridad genética de los blancos. Al parecer, la obsesión por la pureza racial deviene fácilmente en obsesión por la genética.
El foro Stormfront existe desde la década de 1990, lo que significa que se mantuvo activo durante toda la revolución genómica. Los hitos fundamentales de la genética hu- mana –la secuenciación del primer genoma humano, la confirmación genética de que el ser humano surgió en África, las primeras pruebas de ADN por correo– están todos ahí, reflejados a través del cristal del nacionalismo blanco. Claro que sus integrantes a veces discrepan de los descubrimientos científicos o los tergiversan, pero algunos también se abocan en serio a comprender la ciencia genética.
Carlson se topó con Stormfront hace unos meses. Y cuando la elección de Donald Trump pasó de ser hipotéticamente improbable a convertirse en realidad, empezó a tuitear algunos debates preocupantes, como un llamado a la acción dirigido a sus colegas genetistas. “A la luz del clima político actual –dice Carlson–, creo que hay mucho más peligro de que nuestro trabajo científico se convierta en un arma a adoptar por estas política set no nacionalistas .”
No cabe duda de que no se trata de un peligro nuevo. A principios del siglo XX, los estadounidenses ya usaban la eugenesia para justificar las restricciones que les imponían a los inmigrantes de Europa del Este y del Sur. Después, el mundo cambió. Los nazis perdieron la Segunda Guerra Mundial y las políticas raciales que promulgaban se volvieron aberrantes.
Ahora, los genetistas modernos hacen todo lo posible por distanciar su trabajo de las presunciones racistas de la eugenesia. Ya desde los albores de la revolución genómica, sociólogos e historiadores advirtieron que hasta las investigaciones genéticas que parecen mejor intencionadas pueden servir para reforzar la opinión de que las razas son esencialmente distintas, un argumento que Troy Duster hizo famoso en su libro Backdoor to Eugenics. Si una prueba genética puede identificar a alguien como 78% noruego, 12% escocés y 10% italiano, es fácil asumir que existe algo así como un ADN blanco. Y si los científicos descubren que una droga nueva tiene un efecto mejor en los afroamericanos debido a cierta mutación común entre ellos es más fácil creer que las razas son categorías genéticamente distintivas.
El problema no es con la ciencia per se, sino con el conjunto de supuestos que subyacen el tema de la raza y que siempre proyectamos en los últimos adelantos científicos. Lo cierto es que la genética ha dado lugar a verdaderos avances en medicina, pero también es el último de los esfuerzos de un siglo dedicado a entender las diferencias biológicas. “En cierto modo, la genética es la versión moderna de lo que hacían los primeros científicos con sus estudios de cráneos o de grupos sanguíneos”, dice Ann Morning, socióloga de la Universidad de Nueva York. “Tenemos una larga historia de echar mano a todo aquello que consideremos la fuente de conocimiento más autorizada con la esperanza de que nos sirva para probar y demostrar la cuestión de las razas.” Y la genética, como sus disciplinas predecesoras, también es vulnerable al mal uso por parte de aquellos que albergan intenciones racistas.
¿Quién traza los límites?
En la era genómica, es fácil comparar el ADN de personas de todo el mundo. De hecho, es lo que ha demostrado que nuestras categorías raciales son una especie de tercerización difusa de la diferencia genética y que un africano puede estar genéticamente más cerca de un asiático que de otro africano. Para ponerlo en perspectiva: toda la diversidad genética de la humanidad está contenida en apenas el 0,1 por ciento del genoma humano.
Esto inspiró la postura que sostiene que las razas no son reales, sino una mera construcción social sin ningún significado biológico. “Pero las personas legas en la materia ridiculizan esta posición, califi-
cándola de sinsentido –escriben los genetistas Sarah Tishkoff y Kenneth Kidd en la revista Nature Genetics–, porque la gente de distintas partes del mundo es diferente, mientras que la gente del mismo lugar tiende a parecerse.”
El problema con la forma en que hablamos de la raza es que nuestras diferencias biológicas se miden en grados más que en categorías. Las fronteras de un país o de un continente no son líneas mágicas que delimitan una población genéticamente distinta de otra. “Si se toman muestras de cada rincón del planeta, no hay límites firmes y claros”, dice Tishkoff. “Pero como carecemos de un vocabulario común para hablar de estas diferencias de grados entre personas, trazamos los límites con las palabras y categorizamos a esas personas como coreanos, mongoles o asiáticos.”
Esos límites dependen de quién los traza, y dónde y cuándo lo hace. Los mexicanos, por ejemplo, ¿a qué raza pertenecen? En el censo de los Estados Unidos de 1930, tenían su propia categoría racial. En 1940, un juez dictaminó que los mexicanos no tenían derecho a la ciudadanía porque no eran blancos (conforme a una ley de la época), pero en la orden del censo de ese año el presidente Roosevelt decidió que los contaran como blancos para afianzar las relaciones con México. En 1980, el censo comenzó a diferenciar entre raza y etnia, y a los censados se les permitió elegir entre varias razas y contestar “sí o no” en etnia latina o hispana.
Aunque los expertos en genética saben que estas categorías raciales son muy difusas y complejas, todavía se encuentran profundamente arraigadas en la investigación biomédica. El Instituto Nacional de Salud de los Estados Unidos, principal fuente de financiamiento de la investigación médica del país, exige que los científicos recojan datos referentes a la raza y la etnia de los participantes de estudios clínicos. De este modo, cuando analizan los datos, una de las cosas que siempre pueden hacer es buscar diferencias entre las razas. El acto mismo de recolección de datos define las preguntas que formulan los científicos. “Se cree que la recolección de datos es de alguna manera una actividad neutral”, dice Sandra SoonJin Lee, antropóloga médica y bioética de Standford. “Pero deberíamos sacarnos esa idea de la cabeza.”
La exigencia de recopilar información racial lleva implícita la creencia de que la raza es biológicamente significativa para la salud. Y esto termina generando investigaciones que refuerzan esa creencia. Según Duster, que ahora trabaja en la Universidad de Berkeley, el énfasis en la raza “está tan incrustado en la estructura de la medicina genética que no se puede separar”. Un estudio que descubra, por ejemplo, que los afroamericanos tienen tasas de diabetes más altas promoverá titulares acerca de las desigualdades raciales y aún más investigaciones sobre la genética de los diabéticos afroamericanos. Pero al concentrarse en los genes, se pasa por alto el hecho de que esas diferencias podrían provenir del número desproporcionado de afroamericanos que viven en situación de pobreza.
La genética hizo posible que los científicos empezaran a sondear con precisión cuántas diferencias raciales innatas conciernen a la salud, aunque eso también trae consecuencias no deseadas. Jo Phelan, sociólogo recientemente retirado de la Universidad de Columbia, ha diseñado estudios que permiten observar cómo la simple lectura de una noticia sobre supuestas diferencias raciales en la propensión genética a sufrir un ataque cardíaco refuerza la convicción de que blancos y afroamericanos son distintos por naturaleza. El problema es que estas diferencias son estadísticas: aunque una mutación pueda prevalecer en los afroamericanos, eso no quiere decir que todos los pertenecientes a ese grupo racial la tengan. No hay gen ni conjunto de genes que codifique sistemáticamente a la raza blanca, a la negra ni a ninguna otra.
“No tiene nada de malo buscar las diferencias genéticas, pero ¿por qué hacer tanto hincapié en la raza?”, pregunta Phelan. “¿Por qué no en otras diferencias físicas?”
En la actualidad, el abaratamiento de costos de la tecnología hace que la secuenciación del ADN esté al alcance de cualquiera dispuesto a pagarles unos cientos de dólares a empresas como 23andMe y AncestryDNA. Phelan estudió cómo estas pruebas de ADN refuerzan la creencia en las diferencias raciales. Una encuesta de más de 500 participantes arrojó como conclusión que leer acerca de las pruebas de ancestros genéticos fortalece la convicción en las diferencias entre grupos raciales. ¿Y cuál es el grupo que está más interesado en hacer esas pruebas? Los nacionalistas blancos, a quienes Elspeth Reeve describió en un excelente artículo publicado en Vice a principios de este año.
Sin embargo, las pruebas de ancestros genéticos pueden equivocarse de varias maneras, y uno de los errores está en que en realidad no se sabe qué tanto reflejan del pasado. Los porcentajes que se informan –como 62% escandinavo, 13% británico e irlandés, 5% finlandés, etcétera– se basan en un análisis estadístico de la gente que reside en esas áreas en la actualidad. “Por ejemplo –dice Morning–, ellos pueden afirmar que alguien desciende de la tribu igbo de Nigeria a partir de una base de datos formada por gente que vive hoy en Nigeria y en su ADN actual. Pero no sabemos si en aquel momento esa gente estaba en ese lugar ni cuándo se establecieron.”
Sin embargo, esas disyuntivas son pasadas por alto casi deliberadamente a la hora de interpretar las pruebas de ancestros genéticos. Al fin y al cabo, la promesa de esas pruebas es revelarnos dónde vivieron nuestros ancestros en su época.
Las pruebas genéticas retroceden hasta un momento histórico específico, un momento en el que la gente era más fácil de categorizar, un tiempo anterior a la inmigración, pero posterior a las migraciones. Si nos remontamos demasiado hacia atrás, todos somos africanos. Si no se vuelve lo suficientemente atrás, los pueblos ya están demasiado fragmentados por las migraciones y la colonización. Las pruebas de ancestros genéticos que arrojan el país de origen en porcentajes sólo tienen sentido si se privilegia una franja específica de tiempo: hace aproximadamente 500 años. Los nacionalistas blancos como los del foro Stormfront, que proclaman una “patria para todos los pueblos” siempre y cuando esos pueblos se vuelvan a su patria “original”, promueven explícitamente un retorno al pasado.
“Los supremacistas blancos son apenas la punta del iceberg”, dice Morning. Claro está que su retórica es extrema, pero la idea de que la raza representa diferencias biológicas reales es ubicua y está presente en todo el mundo. La genética es nada más que la última frontera.
LA NACION