Cien años con Fernando Benítez

Cien años con Fernando Benítez

Por Carlos Fuentes
A las mujeres las llamaba “princesas”; a los hombres, “hermanitos”. Hace cien años nació mi gran amigo Fernando Benítez. Periodista, novelista, cronista, autor teatral, el mayor orgullo de Fernando era ser periodista. Su personalidad, sin embargo, rebasaba (aunque informaba) cualquier profesión. Pequeño y bravo, contaba que su madre le había dicho: “Eres feo, hijo, pero tienes cara de gente decente”. Elegante y seductor, Fernando enamoró a bellas mujeres y fue amado por ellas. Celoso, era agresivo con sus rivales, quienes corrían el peligro de ser tomados de las solapas y aplastados contra la pared o, de plano, recibir un botellazo en la cabeza. En un bar portuario de Veracruz, sacó a bailar a una muchacha muy guapa. Al rato, se apareció el galán de la misma, un marinero argentino, que le espetó a Benítez:
-Déjala. Podías ser mi padre.
-Pude. Pero no quise -contestó Benítez antes de que se armara, como antes se decía, “la de San Quintín”.
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Cuando esta ciudad era más pequeña, Benítez encabezaba una caminata diaria del Sanborn’s de Madero a las oficinas de Novedades en Balderas. Se iba deteniendo a platicar en las librerías y cafés del rumbo, sobre todo en la librería Obregón de la Avenida Juárez, donde dictaminaba sobre los libros y autores nuevos. Yo acababa de publicar, a los 25 años, mi primer libro, Los días enmascarados , y Benítez, con displicencia, me dijo: “Con un librito de cuentos no se salva nadie”. Y se fue, paseando su elegancia y recomendando a los políticos: “¿Por qué no se hace usted sus trajes en Macazaga, como yo?”
Luego nos hicimos amigos muy cercanos y ser amigo de Benítez era una aventura, a veces procurada por él mismo. La revista Siempre! nos pagaba cada sábado 200 pesos por colaboración, 200 pesos en billetes de un peso. Esto provocaba indignación y risa en Benítez. Los 200 pesos de a peso demandaban ser gastados cuanto antes. Benítez, conduciendo su BMW, arrancaba a 200 kilómetros por hora. Lo perseguía la policía motorizada. Lo detenían. Fernando tomaba un puñado de billetes y los arrojaba a la calle. Los “mordelones”, a su vez, se arrojaban sobre la billetiza olvidando a Benítez, que arrancaba exclamando: “¡Miserables!” y repetía la provocación hasta que se acababan los billetes.
Manejaba a altas velocidades ese BMW que hacía apenas una hora para llegar a Tonantzintla, donde Fernando se encerraba a escribir sus libros en un ambiente conventual en el que la única distracción era mirar de noche a las estrellas en el observatorio dirigido por Guillermo Haro. Allí escribí buena parte de La muerte de Artemio Cruz . De vez en cuando, caían visitas -Agustín Yáñez, Pablo González Casanova, Víctor Flores Olea- pero Tonantzintla era centro de trabajo, disciplina y silencio.
Allí regresaba Fernando después de sus excursiones a los sitios más apartados del país. A caballo, en burro, a pie, cruzaba desiertos y escalaba montañas para documentar al México olvidado. Huicholes y tepehuanes, coras y tzotziles, mixtecos y mazatecos. El autor los miraba con objetividad pero era partícipe de una subjetividad conflictiva. Los indios eran suyos -son nuestros- y serán ajenos. Benítez sentía que no podía ser un mexicano completo sin ellos, aunque ellos viviesen totalmente indiferentes a él.
Fernando escribió sobre los indios a sabiendas de que muchos de ellos se estaban muriendo poco a poco, víctimas del abuso, la injusticia, la soledad, la miseria y el alcohol. La pregunta de Benítez nos concierne a todos: ¿cómo salvar los valores de estas culturas, salvándolas de la injusticia? ¿Pueden mantenerse los valores del mundo indígena, lado a lado con los avances del progreso moderno y la norma nacional del mestizaje? Hay un mixteco que le dice a Benítez: “Me quieren matar porque hablo español”. Porque “la costumbre, esa corteza dura de vida y supersticiones que los mantiene atados de pies y manos es al mismo tiempo la unidad del grupo, la preservación de su carácter y de su vida”.
La lectura de Los indios de México crea en nosotros la conciencia de que nuestros primeros habitantes son parte de nuestra comunidad policultural. La justicia que ellos reciban será inseparable de la que nos rija a nosotros mismos.
La devoción de Benítez al mundo indígena de México, sus aventuradas excursiones a los sitios más apartados del país, minaron una salud que parecía inquebrantable y que lo ayudó en su otra gran tarea, que fue la de crear el periodismo cultural moderno en México. Secretario de Héctor Pérez Martínez, primer ministro de Gobernación del presidente Miguel Alemán, Benítez parecía destinado a una carrera política. Pérez Martínez, el autor de las biografías de Cuauhtémoc y Juárez, era considerado el heredero natural de Alemán, y Gobernación era el trampolín a la presidencia.
La temprana muerte de Pérez Martínez, en 1948, a los 42 años de edad, alejó a Benítez de la política. Dirigió el periódico El Nacional, órgano oficial del gobierno, pero desde allí atacó la conducta del canciller Torres Bodet en la Conferencia Interamericana de Quitandinha. Benítez dejó El Nacional pero a cambio fundó, en Novedades, el modelo mismo de un gran suplemento de cultura. Asistido por Miguel Prieto, Vicente Rojo, Henrique González Casanova, Elvira Gascón y otros colaboradores, Benítez dio formato y contenido a una vida cultural que emergía del conocimiento de sí misma (la hazaña cultural de la Revolución) y se dirigía al conocimiento del mundo, abrazando de manera muy especial a la migración republicana española.
El equilibrio de Benítez lo demuestra la presentación de mi primera novela, La región más transparente . De un lado, la criticaba acerbamente Elena Garro. Del otro lado, la elogiaba críticamente Luis Cardoza y Aragón.
La larga vida del suplemento de Novedades terminó cuando Benítez insistió en publicar un largo reportaje sobre la recién nacida Revolución Cubana. El periódico se lo reprochó y Benítez, junto con sus huestes (acrecentadas por los jóvenes escritores Carlos Monsiváis y José Emilio Pacheco) renunció y buscó nuevo techo. Nos lo dio el gran jefe José Pagés Llergo, en la fortaleza sitiada de la revista Siempre! . Desde allí, Benítez prosiguió una doble tarea. Por una parte, escribió sus libros La ruta de Hernán Cortés y Ki el drama de un pueblo y una planta . Cercanos todos al general Lázaro Cárdenas, Benítez escribió también una biografía en tres tomos, Lázaro Cárdenas y la Revolución Mexicana y se propuso viajar a Cuba con el ex presidente en el momento de la invasión de Bahía de Cochinos, viaje impedido por el gobierno de Adolfo López Mateos. Visitamos a López Mateos en Los Pinos para respaldar la política mexicana de no intervención en Cuba. Una semana después, marchamos del Hemiciclo al Zócalo en defensa de Cuba. En Madero, las fuerzas policiales nos cerraron el paso entre San Juan de Letrán y el Zócalo, atacándonos a bastonazos y con gases lacrimógenos. El secretario de Gobernación era Gustavo Díaz Ordaz. Benítez terminó con las costillas rotas pero no cejó en su determinación de periodista. Poco más tarde, junto con Víctor Flores Olea, documentamos el asesinato del líder agrario Rubén Jaramillo y su familia al pie de la pirámide de Xochicalco. Nuevamente, la presión oficial contra Benítez y el equipo de La cultura en México fue resistido por Pagés Llergo, como lo fue durante las jornadas de octubre de 1968, cuando Benítez y su equipo, nuevamente, denunciaron el crimen de Tlatelolco, atacaron al gobierno de Díaz Ordaz y defendieron a Octavio Paz cuando renunció a la embajada de México en la India.
Durante sus últimos años, Benítez, junto con su mujer Georgina, reunió una colección asombrosa de arte precortesiano e indagó en la vida colonial de México con una serie de volúmenes sobre la sociedad novohispana: Los primeros mexicanos ; Los demonios en el convento: sexo y religión en la Nueva España , así como un par de novelas que abordaban el perdurable tema de la tiranía caciquil ( El agua envenenada ) y la fuga y muerte de Venustiano Carranza en Tlaxcalantongo ( El rey viejo ).
-Hermanito -me dijo un día-, ya no escribiré más novelas. No puedo competir con García Márquez, Vargas Llosa y Cortázar.
Se equivocaba. La obra de Benítez es tan vasta y multitemática como aquí he querido consignar y, a los cien años de su nacimiento, el mejor homenaje es volverlo a leer. Es como leer el siglo XX mexicano.
LA NACION