16 Oct Lo que me gusta, lo que no me gusta
Por Gary Vila Ortiz
Roland Barthes dice que eso de me gusta o no me gusta es, para la mayoría, algo que ni tiene la mínima importancia. Y sin embargo todo eso quiere decir: mi cuerpo no es igual al tuyo. Dice que en eso se esboza poco a poco la figura que compele a la complicidad o a la irritación. El otro debe soportarme liberalmente, permanecer silencioso y cortés ante goces o rechazos que no comparte. Yo creo pertenecer a esos que aceptan, liberalmente, al otro aún cuando se encuentre en sus antípodas o cerca de ellas. Y claro está hay quienes son así, y los respeto, me resultan soportables. ¿Hay excepciones? Con seguridad las hay.
El viejo dicho, ese que nos dice que sobre gustos no hay nada escrito, es en verdad una más o menos aceptable de lo que en realidad somos. El que nos guste tal o cual cosa no nos define claramente pero se aproxima bastante en dar un retrato de lo que somos o creemos ser. Yo me aproximo a mí mismo, posiblemente sin profundizarse demasiado. Puedo anotar lo que me gusta y lo que no me gusta pero sé que acaso mañana la enumeración sería otra.
Hoy me gusta estar triste, no del todo, pero triste al fin y al cabo. Me rodea esa tristeza que me rodea por todos lados. Para un momento como este debería elegir ciertas músicas, esos libros, esas memorias. Me duelen las articulaciones, acaso mi espíritu se siente agobiado. En realidad agobiado por nada en particular. Con ese estado de ánimo es que a punto para dejar constancia de lo que siento un martes de septiembre con mucho calor.
Me gustan los elefantes, esos árboles que no sé cómo de llaman, los rinocerontes, la cara de Julia Roberts, las milanesas, esa salsa, creo que se trata de una que se llama provenzal y que lleva mucho ajo y perejil y bastante vinagre. Prefiero los malvones a las otras flores, tal vez por qué siento que son flores que siempre están cercanas. Me complacen las locomotoras que casi no veo en mi ciudad y debo verlas en el cine. En el cine, sobre todo en el cine inglés, siempre hay trenes que formar parte del argumento.
Me gustan los conciertos para violín de Alban Berg, de Shostakovich, de Kurt Weil, de Korngnold, de Krenek. Los estoy escuchando. Me gustan los cuartetos de Bartok, los últimos de Beethoven y sobre todo el cuarteto de Ravel. Me gustan las lechuzas, los gorriones, los teros, no sé bien si me gustan o no las tijeretas, me gustan los mirlos pero sobre todo de la manera que se llaman en inglés, entonces me llegan a través de Wallace Stevens y de los Beatles.
Libros que en este momento me parecen esenciales. La tumba sin sosiego, de Cyril Connolly; El oficio de vivir, de Cesare Pavese; Libro del desasosiego, de Fernando Pessoa; el Journal, de André Gide; los diarios de Jules Renard; las Voces de Antonio Porchia. En lo que hace a Borges creo que hay que hay que leer toda su obra porque a través de sus narraciones, sus poemas, sus ensayos se trata de una obra única. Y agregaría un libro más: Crack?Up de Scott Fitzgerald.
Me gusta poner piedras en un frasco grande lleno de agua, con una gota de lavandina. También colecciono los frasquitos en que venían unas deliciosas anchoas. Me gustan en general los frascos de vidrio. Las cajas de madera. Los lápices, incluso ya bien gastados, tal vez porque mi abuelo paterno llevaba siempre en los bolsillos lápices pequeños.
Siempre o casi siempre se suele preguntar qué discos, qué libros o que pinturas me llevaría a una isla solitaria. La pregunta en sí me parece insignificante. Se puede preguntar, entonces, qué cosas salvaría de un próximo diluvio. Creo que esos casos lo primero que llegaría a visitarme es la muerte, y a la muerte no existe nada para llevar. De los verdaderos derrumbes no puede salvarse nada.
A los 76 años que cargo sobre mis hombros podría alguien preguntarme si me ha complacido la vida que he llevado, si me gustan o no esos años acumulados. No se puede decir si me gustan o no, pero sí que me gusta haberlos vividos, la vida en sí es sea como sea una de las formas de la felicidad. Aquellos que han vivido momentos atroces, que los han sufrido sin remedio, creo que la vida se las presenta de esa manera. Y es la vida que resistía hasta el final. De otra manera siempre se tiene a mano el suicidio, pero no me gusta el suicidio, y me pregunto a qué punto hay que llegar si es que uno decide suicidarse.
Uno de los personajes de Faulkner decía que entre la pena y la nada elegía sin titubear la pena. La nada es una imposibilidad. Apuntar las cosas que no me gustan me suele dar pena. Me da pena envejecer. Sobre todo por eso que va tomando distancia de nosotros. No me gustan las pizzas (con la excepción de la fuggaza, pero bien gruesa); tampoco me apetece la cerveza, ni los mariscos (salvo las gambas al ajillo), ni los tomates (pero sí la sopa de tomate), los hongos ni fu ni fa, puedo soportar las empanadas, pero bastante menos las berenjenas, los alcauciles, las paltas. Ignoro si estas cosas realmente nos definen, pero sin duda explican algo de lo que somos.
Las cosas que en realidad no me gustan son aquellas que deben tener calificativos más duros porque no alcanza decir que pueden gustarme o no, sino que siento por esas cosas una animadversión absoluta. Por sobre todas las cosas a la que son proclives los seres humanos detesto la crueldad deliberada, esa que se ha aplicado de muchas maneras a lo largo de la historia del hombre. Para referirnos tan sólo al siglo XX, los genocidios fueron todos esos que nos hicieron comprender hasta que punto podemos llegar los seres humanos. Eso no ha terminado y suele mostrarse de manera acaso más sofisticada pero existe a través de aquellos que pueden tener, todavía hoy, admiración por Hitler, por Franco, por Mussolini, para todos quienes ejercer el poder sin contemplaciones para quienes no piensan como ellos.
Por eso me agrada hablar de lo que me gusta, no de aquello que no me gusta, sobre todo de lo que deploro. Mencionar esas cosas es aceptar su existencia cuando quisiera hacer algo para evitarlas, pero no se puede. Se pueden vivir o saber que hay otros que las han padecido. Tengo una especial sensibilidad para descubrir en los otros la forma tramposa que tienen para vivir. A veces se justifican diciendo que son algo parecido a estrategias para sobrevivir en una sociedad en la cual, para la mayoría es difícil de hacerlo.
Me gusta pensar que siempre tenemos la oportunidad de elegir aún en aquellas ocasiones en que nos parece estar acorralado sin escapatoria posible. Algo en nuestro espíritu dice un rotundo no. Si el mundo es kafkiano no tenemos más remedio que aceptarlo, aún cuando hay días en los cuales nos vemos como transformados en un insecto y cualquiera puede pisarnos. A los hombres comunes que suelen ser lectores de Kafka no les interesa demasiado que pueda preferirse tal o cual título para ese relato en que Gregorio Samsa se transforma en un insecto. Los eruditos discuten sobre estas cosas y tratan de trasmitir a todos sus conocimientos. Pero que se trate de una transformación o de una metamorfosis no nos parece para nada esencial. Es suficiente que de repente nos despertemos con las seis patitas hacia arriba, pues estamos acostados como mirando el techo, para sentirnos ajenos a un mundo de crueldad que Kafka imaginó para el futuro y no se equivocó en absoluto.
(Tan sólo entre paréntesis puede salir el que escribe del tema que trató desde el comienzo. Pero eso ocurre o puede ocurrir cuando lo imprevisto sucede. Y sucedió, como si tal cosa, naturalmente, como cuando se desata una lluvia inesperada por cierto o la memoria entra en cuartos olvidados. Sí, lo imprevisto. Pero en este caso no sé bien qué diablos es, el único saber es que debo ponerlo entre paréntesis. Como me pasa con frecuencia: yo comprendo que hay muchos momentos que vivo entre paréntesis y ni siquiera sé que puedo decir al respecto. Dentro del paréntesis suelo disfrutar del silencio.)
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