Reducir la desigualdad sin demonizar el capitalismo

Reducir la desigualdad sin demonizar el capitalismo

Por Loris Zanatta
La historia no va en ninguna dirección determinada, a menos que se crea en un plan divino, o en un destino escrito. Sin embargo, es fuerte la tentación de leerla como una tensión dialéctica entre tiempos de apertura y tiempos de cierre, como la sístole y la diástole del corazón: de épocas en que se impone la idea de que al mundo le beneficia abrirse y mezclarse y épocas durante las cuales prevalece el cierre en nombre de pueblos, identidades, tradiciones atemorizadas por esas mismas aperturas. En esto se diría que consiste hoy la lucha entre neoliberalismo y populismo, palabras erigidas en tótems ideológicos de una guerra que los utiliza como garrotes, cuando apenas deberían ser herramientas analíticas; palabras que evocan otras ya utilizadas en el pasado para combatir guerras similares: la expansión de la civilización liberal en el siglo XIX fue seguida por la reacción nacionalista de entreguerras; la de la posguerra chocó contra la ola antiliberal que barrió el mundo en los años 60 y 70; la globalización “neoliberal” desencadena hoy reacciones parecidas: regímenes identitarios, nacionalismo cerrados, fanatismos religiosos.
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En el centro de esta reacción resuena hoy en día, como en el pasado, la idea de igualdad, una idea noble, bella, que coloca a quien la invoca en el podio de la superioridad moral. No es sorprendente que tantos economistas se hayan convertido en estrellas mundiales por sus críticas de la economía global. Joseph Stiglitz, Thomas Picketty: sus estudios sobre la desigualdad en el mundo dejan sin palabras. Son fenómenos explicables y han sido explicados, pero injustos. Todos de acuerdo. Pero, ¿cómo remediarlos?
Como ciudadano e historiador que amaría vivir en un mundo más justo, pero duda de las respuestas simples a fenómenos complejos y no cree en el radicalismo fácil de los habituales redentores, me surgen comentarios y preguntas. Los comentarios son obvios: no han faltado ideologías y regímenes basados en fuertes creencias igualitarias. Los ha habido de tipo marxista, religioso, tercermundista. Sin embargo, poco a poco, se han caído o han ido adaptando sus creencias a la realidad. ¿Por qué?
Se habla mucho, por milésima vez en la historia, de la decadencia de Occidente y de su “modelo”, pero la economía capitalista reina hoy donde fue aborrecida: desde Rusia hasta China, pasando por ese Tercer Mundo que tanto la combatió creyendo así emanciparse. De hecho, aquellos que tanto denostaron la civilización occidental, de ella tomaron precisamente el mercado, rechazando lo que en Occidente suele templar sus efectos y garantizar las libertades: la filosofía liberal, la democracia política. La pregunta es: ¿por qué esta conversión, inimaginable en la época de Stalin, Mao, Ho Chi Minh? La respuesta es cruda: porque sus ideologías igualitarias no tuvieron éxito; y no sólo en crear bienestar. Tampoco aseguraron igualdad. Pensemos en Cuba: en los 60, Fidel Castro apostó a que el socialismo transformaría Cuba en el país más rico e igualitario del mundo; consta en sus discursos. Llegado a La Habana en 1970, Ernesto Cardenal quedó encantado: aquí son todos pobres, ¡reina el evangelio! Pobres sí, padre, y mucho -le confiaron los jóvenes católicos- pero no todos; los dirigentes eran ya una nueva clase de mandarines.
Por todas estas razones, me pregunté por qué había tenido tan poco eco, en comparación con el auge de Picketty, la concesión del Nobel de Economía en 2015 a Angus Deaton, estudioso de ese mismo tema: la desigualdad en el mundo. Así que decidí estudiarlo y terminé leyendo a varios autores. Por ejemplo, al llegar al final de un brillante estudio sobre la dramática desigualdad en la distribución mundial de la riqueza escrito años atrás por Branko Milanovic, economista del Banco Mundial, caí en un pasaje atrevido: era motivo de esperanza, se leía, la subida al poder de líderes como Kirchner y Chávez, prueba que América latina, concluía, era “la única región del mundo que experimenta políticas nuevas y alternativas”. Sobre ese juicio yace una lápida y sería de mal gusto ironizar. Pero pensé: qué buenos son ciertos economistas para captar los problemas, y qué ingenuos para entender sus causas y soluciones.
No es el caso de Angus Deaton. Tras preguntarse por qué el nivel medio de vida entre países ricos y pobres no converge como ciertas teorías dicen que debería, contestó: “La mejor respuesta es que los países pobres carecen de instituciones apropiadas, de burocracia capaz, de una justicia que funcione, de un sistema tributario eficiente, de protección efectiva de los derechos de propiedad y de una tradición de confianza mutua”. Más que económico, es un problema político e institucional, lo que hace más complejo, no más simple, el problema de la desigualdad. De ser así, y no dudo que lo sea, los relatos redentivos que alimentan el victimismo de los países pobres al descargar sobre los países ricos la culpa de su pobreza, pierden mucho de su sentido. Los ricos tienen sus responsabilidades, pero esto no exime a los países pobres de las suyas.
En su crudeza, Deaton echa también por tierra muchos mitos apocalípticos en boga hoy en día: por regla general, observa, el hombre no nace rico y se convierte en pobre porque alguien le roba, sino que nace pobre y sólo en los últimos siglos ha empezado a liberarse de la pobreza, la enfermedad, la inseguridad. Nos afligen la pobreza y las enfermedades en el mundo; pero no hay que olvidar los enormes progresos que se han realizado desde que la economía de mercado se ha difundido. No por casualidad Deaton habla del gran escape de la pobreza; un gran escape que, como el de la famosa película, no tiene éxito para todos al mismo modo y al mismo tiempo. El progreso y la desigualdad son dos caras de la misma moneda, fenómenos que se persiguen y alimentan entre ellos. Reducir las desigualdades es un deber; demonizarlas es inútil, incluso perjudicial si del mito de la igualdad se sirvieran, como muchas veces se sirven, regímenes políticos que perpetúan las malas instituciones y, por tanto, la pobreza.
Invitado al Vaticano, Deaton desafió la impopularidad: respecto al pasado, dijo, “estamos más sanos y ricos, los derechos de la mujer están más protegidos, las minorías son menos discriminadas, las democracias son más generalizadas, la vida media es más larga, la mortalidad infantil ha caído en picada”. Esto sin importar lo que pensemos de la globalización y el capitalismo. Es cierto, agregó, “hay guerras, migraciones” y hay que enfrentarlas; pero sin “destruir lo que hemos logrado”, cerrar lo que hemos abierto. Una cosa, suele decir, es no retirar la escalera para que otros puedan subirse a ella en el gran escape de la pobreza; para esto sirven instituciones eficientes e incluyentes. Otra cosa muy distinta es unirse al coro anticapitalista que se eleva una vez más en el mundo: no gracias, dice Deaton renunciando así al papel de estrella mundial que merecería más que otros.
LA NACION