14 Jan Historia de un perseverante estafador
Por Sergio Ramirez
Una vez llegó a mis manos la historia del conde Agoston Haraszthy, un emigrado húngaro que había hecho fortuna en los Estados Unidos, impulsó la siembra de viñedos en California, y tras acusaciones de fraude que trajeron su ruina, vino a fincarse en Nicaragua para establecer un ingenio de azúcar. Pero una mañana del mes de marzo de 1869, mientras trataba de cruzar un río, fue arrebatado por las fauces de una caimán y así desapareció para siempre. Relaté esta historia en mi libro de cuentos El reino animal , con el título “Sic Transit Gloria Mundis”.
Extrañas historias, fantasmas tenaces. Ahora me he hallado con otra, cuyo escenario es también Nicaragua, tierra fértil para enterrar los sueños de gloria, o para que crezcan las mentiras más descomunales, y tiene que ver con un personaje que le gana en agallas, ardides y fantasías al conde Haraszthy por más de una cabeza. Se trata de Gregor McGregor, escocés de pura cepa, como puede suponerse por su apellido, a quien Francisco de Miranda concedió primero el rango de General de Brigada de Caballería, y luego el mismísimo Libertador Simón Bolívar, a cuyo Estado Mayor perteneció, le dio en 1816 el de General de División, le otorgó además la Orden de los Libertadores y la mano de una sobrina suya, Josefa Lovera. Hasta aquí, todo va muy bien con este héroe epónimo de la independencia de Venezuela.
En 1817, aparentemente con el consentimiento de Bolívar, tomó posesión, a la cabeza de un contingente de ochenta hombres, de la isla Amelia, al noroeste de la Florida, sin que la guarnición española opusiera resistencia, y creó la república libre y soberana de Las Floridas. Pero sus problemas empezaron cuando se decidió a conceder patentes de corso a sus propios capitanes para asaltar los barcos mercantes, y su república tuvo así una efímera duración de dos meses, pues fue expulsado de la isla por fuerzas militares de los Estados Unidos.
Esa no sería, sin embargo, su más extraña hazaña, sino la que le tocó cumplir en territorio de Nicaragua: la creación, en 1820, de un país al que bautizó con el nombre de Poyais, en la costa de la Mosquitia, y del que se proclamó cacique, o príncipe, daba lo mismo. Se trataba de un territorio de 32.500 kilómetros cuadrados que le había concedido mediante contrato el rey mosco George Frederick, que era también un rey ficticio, coronado en la catedral de Kingston, en Jamaica, por ardides del Ministerio de Colonias de Inglaterra.
McGregor llegó a Inglaterra ese mismo año investido de su autoridad como soberano de Poyais. Fue recibido con honores y celebrado con fanfarrias. Abrió la embajada de Poyais en el corazón de Londres, y a sus recepciones oficiales concurría la nobleza, el cuerpo diplomático y los banqueros. Fue así como, entre brindis con champaña, empezó a vender las tierras del principado fantasma, a 3 chelines por acre. Al poco tiempo, el Tesoro Nacional de Poyais recibiría un préstamo bancario de 200.000 libras para fortalecer las finanzas del principado.
En 1822, McGregor hizo publicar un lujoso prospecto de cerca de 400 páginas en el que se describía la naturaleza paradisíaca de Poyais, la fertilidad inagotable de sus suelos, propios para criar ganado, sembrar trigo y cultivar la vid, la inagotable riqueza de sus bosques de maderas preciosas, sus recursos minerales abundantes en oro y plata, las bondades de su clima exento de ciclones y otras molestias climáticas, y libre también de mosquitos y otras perniciosas alimañas; lo mismo que se detallaban las maravillas de la capital, Saint Joseph, con sus hermosos edificios neoclásicos, sus calles pavimentadas tiradas a cordel, sus plazas, sus teatros y, sobre todo, su célebre ópera. Un país sacado de la nada, o mejor dicho, de la imaginación.
Muy pronto dos barcos con unos 300 ilusionados, o ilusos, inmigrantes, partieron hacia Poyais, no sin antes cambiar sus libras esterlinas por la moneda de Poyais, que McGregor hizo imprimir en Escocia. Tras una feliz y esperanzada travesía llegaron a la costa oriental de Nicaragua, pero a la altura del Cabo Gracias a Dios una feroz tormenta hundió uno de los dos barcos, y los náufragos sobrevivientes, perdidos todos sus haberes, alcanzaron con dificultad la costa donde les esperaban los pasajeros de la otra embarcación, y a todos no otra cosa que la impasible selva virgen, sus pantanos, y las enfermedades que empezaron a diezmarlos. De los 300 nuevos ciudadanos de Poyais, porque a todos se les había concedido por decreto la ciudadanía, ya había muerto más de la mitad cuando un barco de bandera inglesa rescató en abril de 1823 a los que quedaban. Uno de los infelices enterrados en la selva, víctima de la malaria, fue el músico escocés a quien McGregor había prometido el puesto de director de la Opera de Saint Joseph.
El príncipe, o cacique, sólo estuvo preso un año bajo el cargo de “falsas promesas”, y siguió obteniendo préstamos para su principado, y timando incautos, hasta 1837, cuando decidió batirse en retirada, y regresó a Venezuela, donde recobró su rango militar y se le abonaron los sueldos que había dejado de cobrar desde 1820. Ahora su ocupación era tranquila. Se dedicó a plantar moreras y a criar gusanos de seda. Ya muy viejo, y casi ciego, murió en Caracas en 1845.
Dice uno de sus escasos biógrafos venezolanos: “Pese a estar enterrado en el Panteón Nacional, hoy apenas se le recuerda. Aventuraré un motivo para el olvido: McGregor no sólo era un maestro masón con grados recolectados de Glasgow a Londres y un guerrero capaz de derrotar a cuanto batallón español se le pusiera en frente; McGregor era, además, un arriesgado, perseverante e ingenioso estafador”. Un llamativo epitafio.
Uno no debería contar nunca las novelas que alguna vez piensa escribir, porque desperdicia el tema en el camino, o porque alguien más avezado se lo quita. Pero he decidido correr el riesgo.
LA NACION