10 Jan Una epidemia global de crisis políticas
Por Ian Sielecki
El príncipe Otto von Bismarck, acaso el mayor maestro en el arte del poder que la humanidad haya conocido, decía que para estimar el verdadero valor de un líder hay que hacer la suma de sus cualidades y restarle su vanidad. Es inevitable preguntarse qué pensaría el unificador de Alemania de la preponderancia de figuras actuales como Donald Trump.
Somos hoy testigos de un temblor sistémico, de una epidemia de crisis políticas que pone en jaque a las principales repúblicas (y monarquías parlamentarias) occidentales y, en consecuencia, al mismísimo modelo de la democracia liberal. Con distintos matices en cada país, vemos una deslegitimación común de las elites políticas que se traduce en el desgaste fundamental de su liderazgo. Esencialmente, se ha resquebrajado -y en algunos casos, directamente dislocado- el vínculo entre la dirigencia y el resto de la sociedad, que ya no la percibe como emergente y representante de sí misma, sino como una clase independiente que opera en beneficio propio.
Del exceso de Trump en Estados Unidos a la irresponsabilidad del Brexit en el Reino Unido; del simplismo racista de Marine Le Pen en Francia a la improvisación del Movimiento 5 Estrellas en Italia; de la incertidumbre de Podemos en España al escándalo de corrupción en Brasil, la gestación exitosa de todos estos fenómenos es síntoma de una decadencia vital de los llamados establishments. Éstos son, por definición, guardianes de un orden (un statu quo) y de un pacto social basado en una gran promesa fundacional, una retórica institucional que da vida al sistema. Cuando aquel discurso del que se nutren contrasta demasiado con la realidad, la adhesión a quienes lideran ese orden (y a las instituciones que lo constituyen) se disuelve.
Ni el sueño americano y su famosa “búsqueda de la felicidad”, ni la igualdad integradora de la república francesa, ni la idea de que todos los británicos se benefician de tener un centro financiero mundial, ni el desarrollo de Brasil como gran nación inclusiva. Ninguno de esos grandes mensajes es hoy percibido como algo más que un mito. Y ya lo dijo John F. Kennedy: un mito es una religión en la que nadie más cree.
La incógnita es si, en el caso de la gran religión política que es la democracia liberal, se reemplazará solamente a los obispos o se buscará también cambiar de biblia y hasta de divinidad. En definitiva, nadie respeta a los clérigos de un dios en el que no cree.
¿Y cómo creer en un sistema político cuando los pilares económico y social que lo respaldan perdieron su verosimilitud? En la línea del economista Thomas Piketty, muchos piensan hoy que la esencia del capitalismo global se ha desvirtuado, aminorando la cultura del emprendimiento virtuoso basado en la toma de riesgo y potenciando aquella de la especulación financiera. En términos sociales, la meritocracia brilla por su ausencia en todas las latitudes, incluso en aquellos países más sofisticados social y culturalmente. Enmarcado en un caos geopolítico sacudido por migraciones masivas y entramados terroristas -y expuesto como nunca antes por las nuevas tecnologías-, este declive socioeconómico se transforma en un cóctel explosivo que hace detonar violentamente los relatos institucionales de las repúblicas occidentales y la legitimidad de las elites políticas que las encarnan.
Es ante esta múltiple pérdida de credibilidad que surgen los liderazgos populistas. Llegan para reemplazar el gran relato institucional venido a menos por otro esencialmente partidario -emocional, simplista y temporal- y hacer que el discurso se apodere absolutamente de todo. Se sustituye entonces el valor de las instituciones por la efervescencia de las emociones. Es como estar en un auto que se encamina hacia el precipicio y en lugar de arreglar los frenos hacer más fuerte la bocina.
En nuestro país, curiosa y orgullosamente, pareceríamos estar a contracorriente del resto del mundo. El movimiento político emergente -y gobernante- carece de un relato cínico o partidario y, al contrario, construye su atractivo apelando a la razón y a la pertinencia técnica de políticas impopulares con objetivos de mediano y largo plazos. Cambiemos no se apoya en una narración mitológica impuesta por el poder a la ciudadanía, sino en una invitación a que cada ciudadano encuentre en sí los matices que nos han condenado como pueblo y aquellos que nos pueden enaltecer como sociedad. En otros términos, la particularidad del relato oficialista como fuente de legitimidad partidaria es, paradójicamente, que no es una retórica partidaria, sino un gran relato institucional que aspira a sentar las bases de un consenso republicano.
La Argentina jamás ha tenido uno. Nunca hemos elaborado un pacto sobre el sentido profundo de la nación a largo plazo, sobre lo que significa pertenecer a ella y sobre lo que deben exaltar nuestros líderes desde el poder. Y ese vacío fue llenado por el populismo. Desde el regreso de la democracia, debido a la fragilidad institucional y al cortoplacismo reinante, el combustible político y moral de la sociedad argentina ha sido un relato partidario tras otro. Es desde esta óptica que podemos entender que, de la misma manera que está sucediendo hoy en distintos países, el pueblo argentino rechazó en 2015 a sus elites políticas. Con la gran salvedad de que nuestras elites políticas, claro, eran populistas.
Así, en el mismo momento en que sociedades como la norteamericana, la inglesa y la francesa se fracturan, los argentinos estamos ante la posibilidad de reparar nuestra fractura y unirnos.
Somos una nación que siempre miró al Norte para encontrar respuestas. Quizás hoy haya que buscar más lejos. Según un concepto milenario de la cultura japonesa llamado Kintsukuroi, cuando una vasija se rompe, la única manera de repararla es usando oro para pegar las distintas partes. De esa forma, el objeto se vuelve más fuerte y más brillante que antes de quebrarse, dándole un sentido poderoso a su fractura.
En el caso de la política argentina, debemos aprovechar nuestra fractura, nuestra grieta, para entender de una vez y para siempre que los liderazgos populistas nos destrozan como sociedad. Y el oro que reparará nuestra nación es casi literal. Platón pensaba que las repúblicas deben ser gobernadas por líderes con “alma de oro”, una mezcla de sabiduría, virtud y razón. Será entonces una nueva elite política enfocada en el consenso, la aptitud y el largo plazo la que nos unirá para volvernos una sociedad más fuerte y más brillante que nunca antes.
Hay razones para ser optimistas cuando vemos una nueva generación de líderes conciliadores e idóneos, como el actual jefe de Gabinete, Marcos Peña, y, sobre todo, cuando soñamos con la creación de una gran escuela nacional de administración pública que permita a jóvenes brillantes de todos los espacios políticos formarse para el máximo honor que es liderar el Estado. Ese legado dorado nos dejaría un gran relato institucional y nos alejaría, al menos por algunas décadas y tal vez para siempre, de populistas como Donald Trump.
LA NACION
ILUSTRACION: EULOGIA MERLE