La caza puede ser estremecedora

La caza puede ser estremecedora

Por Gaspar Zimerman
Safari es la película que muestra lo que hay detrás de la foto de Victoria Vanucci, Matías Garfunkel y el león. En este estremecedor documental, incluido en la sección Autores, el austríaco Ulrich Seidl sigue las andanzas de un grupo de turistas europeos en un lodge de Namibia concebido para que los visitantes salgan en camionetas descapotables, munidos de sus modernos rifles, a matar animales salvajes. Y lo hace sin narración en off, sólo mediante las imágenes y los testimonios de los cazadores, en un tono seco, ascéptico, que no hace más que aumentar el horror del cuadro.
¿Quién paga para cazar, después sacarse fotos con los cadáveres y llevarse de souvenir la cabeza de sus víctimas? Gente común y corriente. Mientras toma sol, una pareja de jubilados mira un catálogo y comenta los precios de cada una de las presas: Ñu, 750 euros; Impala, 350 euros; Búfalo, mil euros. Dos hombres, también jubilados, se sientan en una precaria cabaña camuflada en medio de la sabana a tomar cerveza, escudriñar con prismáticos y, llegado el caso, disparar a través de las ranuras diseñadas para tal fin. Una familia entera -mamá, papá, hija e hijo adolescentes- parte en busca de las bestias.
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Hasta que las encuentran. Es un enfrentamiento desigual: los cazadores tienen armas con miras telescópicas, y en muchos casos los animales, ubicados a más de cien metros, no se percatan de su presencia hasta que escuchan -o sienten- el disparo. Excitados, los cazadores siguen el “sudor” -así llaman el rastro de sangre- hasta que encuentran al bicho, muerto o agonizante. Entonces, los turistas festejan, se abrazan, se besan y se disponen a preparar el cadáver para la foto. Echan un poco de tierra en el hocico de la cebra, o limpian los cuernos del impala, o sostienen en alto el cuello de la jirafa. Click, y ahí están, inmortalizados con sonrisas como las de Vanucci o el rey Juan Carlos.
Ninguno siente escrúpulos. Una mujer argumenta que están ayudando a los animales, en su mayoría “viejos o enfermos”. Explican la adrenalina y la emoción que sienten cuando están a punto de disparar. Comentan qué animal les gustó o les gustaría especialmente matar, qué marca de arma prefieren. “Me gustaría que caces un ñu, así no te quedás con la frustración de la última vez”, le dice una madre a la hija. Todos hablan sentados en salones decorados con cabezas de animales en las paredes.
Un hombre explica los beneficios económicos de la actividad “para los países en vías de desarrollo”: un cazador gasta en una semana lo que un turista común en dos meses. En
Paraíso: Amor, la primera entrega de su gran trilogía ficcional Paraí
so, Seidl ya había retratado la explotación -en ese caso, sexual- de los negros por los blancos. Aquí los empleados negros son los encargados de ayudar a detectar a los animales, armar las fotos, cargar las presas y, sobre todo, de despellejar, eviscerar y desmembrar los cadáveres (en escenas no aptas para vegetarianos). Ellos, y algunos animales semi domésticos, se alimentan de esos restos.
El dueño del lodge es un europeo blanco, como sus clientes. “¿Por qué debo explicar por qué a veces mato animales?”, pregunta. Y reflexiona: “Tenemos que entender que, por la acción del hombre, la Naturaleza dejó de existir. El problema es la superpoblación. Somos innecesarios y si desapareciéramos, el mundo estaría mejor”.
CLARIN