03 Jan Se olvidaron de ser políticos
Por Tomás Linn
Hay cosas que por parecer buenas se dan por sentadas. Fue bueno el sueño de Jean Monnet y Robert Schuman de crear una comunidad de naciones europeas capaz de garantizar la paz y la prosperidad de sus pueblos. ¿Quién iba a pensar que eso estaba mal? O que la necesidad de garantizar la paz en Colombia estaba por encima de todo. ¿Quién podría creer que ese no era el objetivo? O que defender la diversidad, la igualdad de la mujer y el respeto a los inmigrantes era un valor superior. Nadie se podía oponer a fines tan sublimes.
Y, sin embargo, ocurrió. Pasó con el Brexit, con el proceso de paz en Colombia y con Donald Trump. Todo lo que el sentido común indicaba como aceptable fue borrado de un plumazo. Las encuestas se equivocaron. Tal vez no entendieron una realidad que se mantenía soterrada. Pero más se equivocaron los líderes políticos en todos estos casos. Dieron por sentado que como “tenían razón” las votaciones los favorecerían: la sensatez al final prevalecería.
Y la sensatez no prevaleció. ¿Puede equivocarse la gente? Sí, claro que sí. Pero igual sabe donde le aprieta el zapato, cuáles son sus intereses y en función de eso y las alternativas que se le ofrece, vota.
Es llamativo, y a veces preocupante, lo que está sucediendo. En el Reino Unido, la generación joven, urbana, profesional y cosmopolita siente que “los viejos” en las zonas rurales y los pueblos chicos les trancaron el futuro, les cortaron el paso y los aislaron de un mundo en que se sentían cómodos.
En Colombia mucha gente prefirió dar un paso atrás en la búsqueda de la paz, si ella no implicaba justicia. Quienes habían violado derechos humanos básicos desde ese Estado paralelo creado por las FARC debían pagar sus culpas. Y el reclamo se impuso. No se diferenció de la pretensión de la izquierda, unos años antes y un poco más al Sur, cuando pedía justicia a los que en el Río de la Plata violaron también los derechos humanos.
En los Estados Unidos, las promesas simplonas de un candidato populista, arrogante, nacionalista a ultranza, misógino y proteccionista terminaron por seducir a un país dividido en dos. “Los Estados Unidos no se trata de eso”, decían quienes le hacían frente a Trump. Buena parte de la población pensó que sí, que de eso se trataba, y puso al candidato en la Casa Blanca.
En todos los casos hubo pereza en la dirigencia política. Estaban tan convencidos que lo suyo era lo correcto, que no creyeron necesario esforzarse para convencer a los que pensaban diferente. Se dejaron seducir por el entorno propio y no consideraron importante tomarse el trabajo (y vaya si era trabajo) de persuadir a los demás.
Por eso perdieron. Dejaron de entender a las sociedades que pretendían dirigir. No tuvieron claro cual era la tarea que les correspondía. Se olvidaron de ser políticos.
Pasteurizados, digirieron libretos formateados por sus asesores, apoyados en encuestas que una y otra vez se equivocaron. Ni los líderes ni los presidentes o los primeros ministros se animaron a salir de ese libreto tan bien ensayado.
Cada vez que Hillary Clinton respondía a Trump con su retórica a favor de las mujeres, los inmigrantes y los gay, perdía votos. No porque la gente estuviera en contra de estos grupos, sino porque lo que en realidad quería era también ser incluida y que se les prestara atención. Pero ella ya estaba programada. No podía salir del discurso preparado.
Los líderes no tenían capacidad de improvisar, de ser espontáneos, de sorprenderse ante lo que algunos sectores de la sociedad les decían. No escucharon. Hacerlo exigía trabajo y estos líderes se habían vuelto haraganes. Les daba pereza reelaborar un discurso capaz de persuadir y de hacer ver que lo suyo, en contraste a lo que decían los populistas, era realmente bueno y atendía las necesidades e intereses de esos sectores que se sintieron desplazados por quienes estaban seguros de tener la razón.
La razón tal vez la tuvieron, pero los argumentos, no.
Los que tienen que adaptarse son “los buenos de la película”. El público está con los “villanos” porque dejaron de entender los mensajes de los buenos, a quienes sienten demasiado lejos.
Trabajar, entender una realidad que en poco tiempo cambió inmensamente: eso deben hacer los que quieren ser dirigentes.
Convencer exige una enorme entrega. Nada puede darse por sentado y hay que asumir los argumentos de quien está en contra. Se terminó la era donde para hacer política bastaba con recurrir a frases hechas diseñadas por asesores. Ahora habrá que arremangarse, recorrer los caminos y sudar la frente. No hay otra salida.
LA NACION