El ombú de Cullen, testigo de la historia

El ombú de Cullen, testigo de la historia

Por Roque A. Sanguinetti 
El camino al que llaman “de la calle Nación” prolonga en el campo esa calle principal de San Nicolás. Saliendo de la ciudad ya es de tierra y a unos treinta kilómetros de su nacimiento ahora termina abruptamente sobre el Arroyo del Medio, frente a los restos de un puente de madera que las crecientes destruyeron. Es el mismo camino que utilizó el general Mitre para llevar a sus diecisiete mil hombres a la batalla de Pavón. Poco antes de su actual terminación, y cuando es apenas poco más que una huella, una antigua reja marca sobre el costado derecho el acceso a un callejón a cuyo fondo y no muy lejos se alza un ombú.
De no ser por esa reja, sería difícil encontrarlo entre las numerosas arboledas dispersas por la zona. Pero allá está, coetáneo de la Patria, con sus doscientos años, su tronco gigantesco y su inmenso follaje. Más solitario que cuando en el siglo XIX formaba parte de la Posta de Vergara, donde se bifurcaba el Camino Real, que arrancaba en Buenos Aires, y los viajeros que cruzaban la pampa descansaban bajo su sombra. Si habrá conocido amaneceres, noches estrelladas y tormentas, y habrá visto paisanos, gauchos matreros, milicos polvorientos y señores sacudiéndose las levitas.
En los primeros días de junio de 1839, le llegó un mensaje a Felipe Ibarra, gobernador de Santiago del Estero, y poco después éste le dijo a su amigo Domingo Cullen, ex gobernador de Santa Fe, que había buscado su amparo huyendo de Rosas: “Compadre, póngase un buen par de medias de lana, que le van a remachar en los pies dos barras de grillos para mandarlo a Buenos Aires”. Y se lo llevaron nomás. La orden que venía del caserón de San Benito de Palermo era inapelable y se hacía complicado desobedecerla: “Me lo remite bien asegurado y con dos barras de grillos”. Recorrieron Santiago del Estero, atravesaron Santa Fe, cruzaron el Arroyo del Medio, y ni bien entraron en territorio de Buenos Aires se detuvieron en la Posta de Vergara. Allí, la patrulla entregó el prisionero a una partida rosista cuyo jefe le comunicó el resto de la orden, que era nada menos que la de ejecutarlo una vez que pisaran suelo bonaerense. Le dieron tiempo de escribir a su familia, un sacerdote de San Nicolás le administró los últimos sacramentos y lo fusilaron bajo el ombú, como muestran litografías de la época. Era el 22 de junio de 1839. Lo enterraron allí mismo, pero un año después el general Juan Lavalle rescató los restos y los llevó a la capital santafecina.
Con el tiempo, la Posta de Vergara desapareció, pero el ombú quedó ahí como obstinado testigo de la historia, creciendo y ensanchándose hasta alcanzar su inmenso tamaño actual. Frente a él se alza una vieja cruz de madera, sobre un basamento donde algunas placas homenajean al fusilado. Y alrededor del árbol forma un cuadrado otra gran reja, que pese a sus amplias dimensiones se está doblando porque apenas alcanza a contener el anchísimo tronco de formas caprichosas. Como la del ingreso, fue costeada y colocada hace muchos años por los descendientes de Cullen.
El silencio agrega solemnidad al olvidado sitio histórico. Un silencio sólo cortado por los pájaros que se asientan en el ombú, bisnietos de los que habrán levantado vuelo al oír la descarga y de los que sobrevolaron la larga fila del ejército mitrista.
Casi perdido en un lugar anónimo de la pampa, el gran árbol, el ombú de Cullen, es un patriarca entre sus pares, un monumento vegetal vivo que ha compartido todas las horas de la Patria. Que perdure. Y que no diga algún botánico que los ombúes no son árboles: esos tecnicismos no los desmerecen. Por algo el poeta les dedicó aquellos versos famosos.
LA NACION