12 Dec Adicciones: un calvario de secretos y mentiras
Por Eli Saslow
Ya había logrado pasar una última noche abajo del puente de la autopista, había pasado por los vómitos y los temblores de ¡a abstinencia, y por momentos de necesidad tan intensos que había rascado el piso de un baño en busca de restos de heroína para consumir. Habían pasado 12 días desde la última vez que Amanda Wendler consumió algún tipo de droga, su período de abstinencia más largo en muchos años. “Sobria y despejada”, decía el informe del consejero en adicciones, así que Amanda, de 31 años, había vuelto a la casa de su madre para empezar la etapa más temida de su recuperación.
“¿Éstas son todas mis cosas?”, le pregunta a su madre. “¿Y mi maquillaje?” “Lo habrás empeñado con el resto de las cosas de valor”, contesta su madre, Libby Alexander.
Amanda enciende un cigarrillo y se sienta en una silla de plástico en el estacionamiento, el único lugar del edificio donde la dejan fumar. Es la novena vez que logra pasar más de una semana sin drogarse.
No tiene trabajo, ni título secundario, ni auto, ni dinero, más allá del que le da su madre para comprar ‘ gaseosa y cigarrillos. Hace unos dias, tuvieron que extraerle los 28 dientes de la boca, todos podridos por los años de abandono. Hace una semana pudo ver a sus mellizos de 9 años, que viven con el padre en un suburbio cercano.
En la drogadicta Estados Uni¬dos de 2016, sobran las estadísticas que permiten mensurar el dolor y la desesperación que están empu¬jando al país a una histórica epide¬mia de opiáceos: según el Centro para el Control y la Prevención de Enfermedades, cada día hay 350 nuevos adictos a la heroína, o sea, otras 4150 visitas a las guardias de hospital. En los últimos diez años, la adicción a la heroína se cuadruplicó en Estados Unidos. La mayo¬ría de los adictos llegan a la heroína después de pasar por los analgésicos recetados, y actualmente los médicos norteamericanos firman más de 200 millones de recetas de opiáceos al año.
Pero lo que verdaderamente le importa a un consumidor crónico es todo lo que hay que hacer para mantenerse limpio. Son muchos los estudios que señalan que el índice de recaída en la heroína alcanza el 97 por ciento, y un consumidor activo promedio muere de sobredosis en menos de 10 años, y ya van 11 que Amanda es adicta a los opiáceos.
Amandasintióqueia única chance que tenía de dejar era eliminar la posibilidad de sentir los efectos de la droga, así que se decidió por uno de los más novedosos tratamientos contra la adicción a la heroína. Se trata de una inyección mensual de una droga llamada naltrexona, que bloquea los efectos de los opiáceos en el cerebro, V por lo tanto la dro-ga no genera ninguna sensación en quien la consume. Pero si el consu¬midor todavia tiene opiáceos en el organismo, la naltrexona tiene peligrosos efectos colaterales.
“Al poco tiempo empiezan a recuperar su vida”, cuenta Libby. “Pero para llegar a eso me tengo que aguantar unos días”, agrega Amanda “Nadie tiene idea de lo que cuesta: cada minuto parece interminable. Es muy difícil, no me voy a aguantar”, dice.
El comienzo del fin
Sudaba y se comía las uñas hasta la base cuando dijo que conocia un par de clínicas donde podrían darle la dosis de naltrexona de inmediato. Su madre acepta llevarla.
Amanda probó los opiáceos por prescripción médica durante la se¬cundaria, cuando le recetaron Vico- din. Esa pastilla hacía desaparecer el dolor y también la furia por el di¬vorcio de sus padres, su depresión, su síndrome de déficit de atención, sus inseguridades, y cuando se qui¬so acordar, ya había abandonado la secundaria y dependía cada vez más de las pastillas. Una sola más, o dos, para aguantar otro tumo en el trabajo.Unparmás para pasar todo ese tiempo sola mirando televisión mientras su marido camionero es¬taba en las rutas. Tres o cuatro más para lograr arrancar con los me¬llizos a la mañana, alimentarlos y sentarse a jugar con ellos todo el día en el remolque donde vivían en las afueras de Macomb. Apenas cinco cuando empezó a sentirse ahogada, divorciada a los 24 años y sin hori¬zontes. ¿En qué momento ya no le alcanzó con 15 pastillas diarias? En 2012, un novio la introdujo en la he¬roína, y desde entonces Amanda se inyecta dos veces al día.
“Quiero ir a buscar a Sammy”, dice de pronto Amanda, girando la ca¬beza hacia su madre. “¿Quién es?”, pregunta Libby. Amanda empieza a explicarle que Sammy es una chi¬ca como ella, y que pasaban tiempo juntas en esas casas abandonadas donde iban a drogarse. “Si me ve bien, capaz que la convenzo de que vaya a rehabilitación”.
“Espero que no sea otro de tus en¬gaños”, dice Libby. “Decime dónde queda”. Amanda señala un edificio de dos pisos con las ventanas tapia¬das y la entrada cubierta de basu¬ra. “Frená ahí”, le dice a su madre. Libby obedece y Amánda salta del auto. “¿Cuánto vas a tardar?”, pre¬gunta Libby. “Es un minuto”, con¬testa su hija antes de desaparecer en el interior del edificio. Y un par de minutos después, vuelve a salir.
“No está acá, acércame hasta la próxima”, le pide Amanda, y Libby acerca el auto hasta otra casa de¬rruida. “Ya vuelvo”, y sale de nuevo disparada del coche.
Libby mira el reloj del auto. “Esto fue un error”, dice y empieza a pe¬garle al volante con el puño. Contro¬la las llaves de su casa, su cartera: tiene todo, pero ya hace casi diez minutos que Amanda se bajó. Libble envía un mensaje.
“Esto no me gusta nada”, le escribe a su hija. “Ya estoy volviendo”, contesta Amanda.
Libby da la vuelta a la manzana mientras en su cabeza se agolpan todas las opciones que ya conoce. ¿Habría aprovechado para inyec¬tarse? ¿De dónde habría sacado la plata? ¿Qué habría hecho para conseguirla? “Dejá de mentir”, le mensa- jea a Amanda, esta vez sin respuesta. Cuando Libby arranca para dar otra vez la vuelta a la manzana, Amanda aparece y se sube al auto.
“¿Se puede saber dónde estabas? ¿Y tu amiga Sammy?” “La encontré y llamé a los padres, pero ella no quiere ayuda”, dice Amanda. “¿Eso es todo?”, dice Libby, escudriñando a su hija de arriba abajo: la mirada despejada, el pulso firme, el mismo aspecto que al bajarse del auto.
“Salgamos ya mismo de acá”, dice finalmente Libby.
“¿Y Amanda cómo está?”
Amanda se sienta en el sofá junto a Libby, que está mirando la tele y chateando como todos los días en un grupo de madres de adictos que encontró hace un tiempo en Facebook. El grupo tiene más de 20.000 miembros y Libby se sumó en busca de apoyo, de consejos y, sobre todo, para no perder de vista ni por un instante que la adicción que ha entrado en su casa es la misma que en Estados Unidos sufren 1,6 millones de adictos crónicos a la heroína y 8 millones de adictos a las drogas recetadas.
Cuando fue hasta la cocina, Libby vio que Amanda estaba hablando por teléfono. “¿Qué quiere decir que hay un problema con mi tumo?”, la escucha decir, y Libby ya empieza a insultar por lo bajo. “Pero yo ne¬cesito que sea ahora”, está diciendo Amanda, y Libby vuelve a cerrar el puño, en este caso, para dar golpes en la mesada.
Amanda cuelga y le cuenta que hubo un malentendido entre el se¬guro Medicaid y el consultorio del médico, que Medicaid todavía no aprobó la cobertura de las inyec¬ciones, y que sin cobertura cuestan más de 1000 dólares. Ya no faltan 16 horas para su dosis, sino que tendrá que esperar 5 días.
Amanda sale al garaje a prender¬se un cigarrillo y Libby la sigue. “Si todo este asunto es mentira, decimelo ya”, dispara Libby. “¡Por Dios! ¿Nunca un poco de confianza?”, re¬clama Amanda. “Estoy desespera¬da por esa inyección”.
Faltan cuatro días, después tres, luego dos. Las horas se hacen lar¬gas y Libby necesita salir un poco de la casa. Le pide a su esposo que controle un rato a Amanda y se va a cenar con dos de las madres del grupo de ayuda de Facebook.
“¿Y Amanda cómo está?”, pre¬gunta una de ellas, Mary, mientras se sientan a la mesa del restauran¬te y piden las bebidas. “Qué sé yo si está limpia o si está tomando… Se supone que debería darme cuenta, pero la verdad es que no tengo idea”, admite Libby. “Son manipuladores consumados”, afirma Dana, otra de las madres. “Mi regla es no creerle nada”, dice Mary. “Ves… Para eso no soy buena”, comenta Libby. “No me resigno, siempre pienso que puedo salvarla”.
Lleva 11 años atrapada en el di¬lema entre esperar a que su hija muera o sacrificar su propia cor¬dura para intentar salvarla, y todo básicamente sola. Rara vez habla con su ex marido de la adicción de Amanda, y aunque su actual esposo la apoya y contiene, Libby por mo¬mentos siente que la responsabili¬dad es mayormente suya, por ser la madre. Ha intentado ser cariñosa y paciente con su hija, sin olvidar nunca lo que dicen los expertos: que la adicción no es una elección, sino una enfermedad, por más que ”Amanda le robara el dinero y las tarjetas de crédito, y le generara una deuda de más de 50.000 dó¬lares.
Descenso a los infiernos
“Necesito tu pis”, le dice ahora Amanda a su madre, cuando fal¬tan apenas unas horas para la es¬perada inyección. Había subido al dormitorio de Libby llorando, con los ojos rojos y una confesión que hacer. “¿Que necesitás qué?”, pre¬gunta Libby. “Tu pis. Necesito tu pis para el análisis previo, porque no lovoyapasar”. “No entiendo lo que decís”, admite Libby, y entonces Amanda empieza a desandar todas las mentiras que le contó durante la última semana. ¿Aquel día que se bajó del auto en el sudoeste de De¬troit? Estaba buscando a Sammy, pero también tratando de comprar heroína, y no había conseguido. ¿Y aquel turno que se canceló? Había sido ella misma la que había can¬celado, y después hizo una llamada falsa para engañar a su madre. ¿Y a principios de esta semana, cuan¬do dijo que se iba a dormir con los mellizos? Estuvo con los mellizos un rato, pero después dejó a una niñera y se fue con un amigo a un cuarto de hotel a picarse 50 dólares de metadona, un opiáceo de libera¬ción lenta que todavía estaba dando vueltas por su torrente sanguíneo.
“No puedo creer que te atrevas si¬quiera a pedirme esto”, dice Libby, que de todos modos ya había deci¬dido ayudar a su hija también esta vez, aunque significara cruzar un nuevo límite. La abstinencia po¬día terminar con Amanda en una guardia de hospital, pero así y to¬do era más seguro que la vuelta a la heroína.
Libby se metió en el baño y salió con una botellita en la mano. Se su¬bieron al auto y fueron hasta una clínica cerca del río Detroit, encla¬vada entre una licorería y una far-macia. La enfermera les explicó que la sustancia era un antagonista de los receptores opioides, y que si Amanda todavía tenía heroína en el organismo, la inyección le causa¬ría una inmediatay grave reacción: espasmos musculares, sudoración fría, retorcijones abdominales, vó¬mitos, diarrea, dificultad para res¬pirar.
“¿Cuándo consumió opiáceos por última vez?”, le pregunta la en¬fermera. “No estoy del todo segura”, dice Amanda con la mirada gacha y comiéndose lo que le quedaba de uñas. “¿Más de dos semanas?” “Creo que sí”.
“¿Ni heroína, ni suboxona, ni metadona?” “Estoy limpia”, afir¬ma Amanda.
La enfermera salió, volvió con una jeringa enorme, y en menos de 10 segundos le realizó la apli¬cación. Amanda dio las gracias y salió corriendo. “Creo que estoy muy bien”, le dice a su madre. “Es¬tás bárbara. Estás limpia”, se alegra Libby. “Ahora tenemos 28 días sin estar pendientes de este calvario”. “No puedo creer que lo logré”, fes¬teja Amanda. “Sos muy valiente”, la felicita Libby.
Pero al mirar de nuevo a su hija la vio páliday con la frente perlada de sudor. La pierna derecha de Aman¬da empezó a temblar. La pierna iz¬quierda dio un sacudón que casi la tira al piso. “Llévame a la guardia”, le pide a su madre, que puso el auto en marcha de inmediato. Cuando llegaron al hospital, Amanda esta¬ba con un cuadro agudo de absti¬nencia.
“¿Heroína?”, pregunta la recep- cionista sabiendo de antemano la respuesta, porque ya ingresaron otros 11 casos iguales en las últimas 24 horas. “Sí”, dice Libby y agrega, “en recuperación”.
“Tomen asiento y aguarden a ser > llamadas”, dice la recepcionista. Se sientan y esperan 5 minutos, luego 10… y ya pasó media hora. “Necesi¬to que me den algo”, gime Amanda, que había empezado a convulsio¬nar. “¡Que alguien nos ayude, por favor!”, clama Libby. “¿Cuánto más hay que esperar para que alguien nos atienda?” Más de media hora para que una enfermera se acerque a ver qué pasa.
“Disculpe, señora. Ya la van a atender”, dice la mujer. “Pero si no hay nadie más acá”, grita Libby, se¬ñalando con la mano la sala de es¬pera vacía. “Tenemos un orden de prioridades”, responde laenferme- ra. “¡Pero no ve que mi hija necesita ayuda!”, exclama Libby alzando el tono de voz. “No aguanta. ¿No ve que no aguanta?”
La enfermera se aleja y al rato vuelve con un médico, que empu¬ja la silla de ruedas donde se sienta Amanda hasta la sala de emergen¬cias. Le va diciendo que la van a cuidar, que va a salir de ese estado y que en tres o cuatro días se va a sentir mejor.
“Felicitaciones por su día 1”, le dice, pero Amanda no parece es¬cuchar. Todos los nervios de su cuerpo están en llamas. “Por fa¬vor”, le ruega levantando la mano para aferrarse al brazo del médi¬co. “Haga que no sienta más nada”.
LA NACION