23 Nov Un señor bajito con un talento enorme
Por Gustavo J. Castagna
Un nombre y un apellido de inmediato reconocimiento: Woody Alien. El libretista de diálogos y chistes, el escritor, el dramaturgo, el guionista, el director, el discreto músico, el referente de Freud en el cine, el heredero verbal de Groucho Marx, el del amor incondicional a la películas de Ingmar Bergman.
El eterno hipocondríaco y el que no encuentra respuestas sobre otra vida más allá de la terrenal.
El cineasta junto a una obra que podría analizarse desde la presencia de sus dos mujeres/actrices -Diane Keaton, Mia Farrow- y de manera más fragmentada cuando aparecen Scarlett Johansson, Penélope Cruz y Emma Stone en sus dos últimos films.
El que de un día al otro conoció la invasión de periodistas y fotógrafos por las caóticas novedades de su vida afectiva.
Una vida y unas obsesiones -religiosas, metafísicas, psicoanalíticas- que se trasmitían a través de las imágenes pero que repentinamente empezaron a aparecer en los titulares de las revistas y en programas chimentos ajenos a su coto cerrado, el de aquella intelectualidad neoyorquina fóbica y narcisista que se describía desde el Central Park y las Torres Gemelas como paisaje romántico y neurótico.
Allen Stewart Königsberg, nacido en Brooklyn, cumple 81 años en pocos días, el 1º de diciembre. Los fanáticos festejan la fecha y los no tan admiradores de su cine respetan su incansable labor como director (47 films), aun cuando se esté frente a una obra con puntos altísimos, películas indiscutibles, otras de segunda línea no tan valoradas y un buen número de títulos olvidables o descartables.
Toneladas de páginas y miles de palabras refieren al cine de Allen y su parto habitual de un film cada nueve meses, aun cuando no aparezca como actor de sus propias películas desde La vida y todo lo demás.
Sus 50 años de actividad en el cine (debutó como guionista en ¿Qué pasa Pussycat?) conforman una obra única, arrolladora, oscilante entre obras maestras y films menores, pero siempre personal e intransferible y de una puesta en escena que en pocas ocasiones necesita experimentaciones formales y planos exquisitos.
Cuando lo hizo en Maridos y esposas, recibió críticas feroces por intentar acercarse a esa cámara inquieta al estilo John Cassavetes; sin embargo, aquella disección de las miserias y del cinismo de la élite neoyorquina hoy trasluce como uno de sus mejores títulos.
Es que Allen, por lo menos hasta hace una década y media, sorprendía con sus inesperados giros temáticos y por determinados riesgos que fueron conformando a un auténtico cineasta que pretendía escaparse del rótulo de excelente guionista al que parecía destinado por la apreciación de la crítica y de un buen número de espectadores.
El primero de los saltos se produjo al terminar su embrionaria etapa de films cómicos y comedias de estética desprolija (Bananas, El dormilón, La última noche de Boris Grushenko) para llegar al díptico de Annie Hall (Dos extraños amantes) y Manhattan, la oda y la admiración a la ciudad, la música de Gerswhin, las manías en primera persona, el miedo a la soledad, los bares de aquella intelectualidad, el blanco y negro y el color para hablar de sí mismo y en primera persona.
Sin embargo, pocos recuerdan Interiores, ese crudo y hermético ensayo, también serio y melancólico, ubicado entre los paseos y las múltiples neurosis en su ciudad feliz.
La obra de Allen es tan amplia y democrática que hasta propone la posibilidad de ir más allá de sus títulos de primera línea. Muchos eligen su veta nostálgica (donde casi no intervino como actor) con La rosa púrpura del Cairo, Días de radio, Dulce y melancólico, Disparos sobre Broadway y la subvalorada Broadway Danny Rose, aquí sí encarnando a un representante de artistas de ínfima calidad para retratar una historia sobre la amistad masculina, finalmente, traicionada.
El período junto a Mía Farrow tiene un gran film como Hannah y sus hermanas y una obra maestra absoluta como Crímenes y pecados. El puente trazado de una a otra, con cuatro años de diferencia, manifiesta a un Woody Allen optimista con la vida a través del humor de los hermanos Marx para sumergirse en un nihilismo terminal, tal como se observa con el final de Crímenes y pecados y esos dos mundos, el real y el ficticio, que se cruzan en la fiesta de una chica cuyo papá es un rabino que se está quedando ciego.
Aquel cuerpo desplomado de Woody Allen en un sillón cerraba e iniciaba otro período, en el que el crimen perfecto cobra importancia para hablar del lado oscuro del mundo. La mudanza a Londres con Match Point entrega una puesta en escena glacial y racional, pero ideal para contar esos temores por perder todo lo ganado (y la correspondiente seguridad social) debido a un amor ocasional. En esa misma vertiente, El sueño de Cassandra resulta un ejemplo fallido y la reciente Hombre irracional un título menor.
Los géneros y los homenajes a directores también recorren la obra del creador. Desde el prematuro engreísmo relacionado al Fellini de 8 1/2 con Recuerdos, el recreo hitchcockiano de Un misterioso asesinato en Manhattan (donde se reencuentra con su ex pareja Diane Keaton), Todos dicen te quiero y su almibarada invocación al musical, Sombras y niebla y las referencias estéticas al expresionismo alemán y sus dos films de “cámara”, La otra mujer y Septiembre, intimistas y sin pretensiones, donde el psicoanálisis actúa como principal protagonista.
Ver una película de Woody Alien hasta hoy es algo parecido a concurrir a un mismo cumpleaños cada nueve meses, donde los invitados casi siempre son los mismos y los códigos se repiten una y otra vez. Por eso, tal vez con la excepción de Blue Iasmine y una historia sostenida en su notable actriz, el Allen turístico, aquel de postales bonitas de París, Barcelona y Roma es el que más padece el deterioro estético.
Si Medianoche en París es un film que sorprende como si fuera una visita a un museo exquisito constituido por célebres figuras de cera, en los últimos títulos del director aflora un desgano que sólo puede entenderse desde su voracidad por hacer una película detrás de la otra casi sin descansos. O, tal vez, con el propósito de esquivarle a la muerte, pero no de ficción.
A través de dos maravillosos films se comprueba su avasallante narcisismo. Uno es Zelig, ese cuerpo extraño que se mimetiza en quien tiene cerca suyo. Un cuerpo que sufre y que dice presente cerca de Hitler o como músico negro de orquesta de jazz. Woody Alien, a través de Leonard Zelig, es el dios que está en todas partes, el que conoce la Historia, el que recorre el siglo XX a través de su figura camaleónica. El otro es Los secretos de Harry, el definitivo culto y reverencia a la personalidad del genio, el escritor que observa a sus criaturas cuando lo aplauden de pie, el personaje que aún se protege en su vieja máquina de escribir para seguir expiando miedos, fantasmas, certezas, inseguridades.
Woody Alien es el mismo que empezó siendo un asustado espermatozoide en el genial capítulo de Todo lo que usted quiso saber sobre el sexo pero temía preguntar y, 40 años después, se corporizó en el Anthony Hopkins de Conocerás al hombre de tus sueños esperando el efecto de la pastilla azul para acostarse con su joven pareja.
Muchos años, muchas películas, una obra que parece no detenerse. Feliz cumpleaños, Woody, es decir, hasta dentro de un rato.
TIEMPO ARGENTINO