01 Oct Una novela que llega del frío
Por José María Brindisi
entamente, como si se hubiera abierto un viejo portón herrumbroso, la literatura de la ex Unión Soviética, y junto a ella la de los países que orbitaron en torno al poder soviético, empieza a salir y ser conocida más allá de sus fronteras. En cuentagotas, es cierto, pero aun así dando muestra de una vitalidad que sorprende por la singularidad de los materiales con que trabaja. Porque lo real es que veinte años han transcurrido apenas desde que cambió el mundo, y más allá de quiénes hayan ganado o perdido a partir de entonces, no hay duda de que sus escritores seguirán dialogando con los fantasmas del pasado reciente durante muchísimo tiempo más.
Con todo, lo que llama la atención al respecto no es tanto el qué, sino el cómo. Así como Viktor Pelevin utilizaba un patrón orwelliano para releer a cierta distancia lo absurdo de la realidad que lo rodeaba, o más recientemente novelas como las del húngaro György Dragoman ( El rey blanco ) nos han permitido acercarnos a ese universo a través de una suerte de minimalismo incómodo, entre ingenuo y feroz, la obra del ruso Vladimir Sorokin (Bykovo, 1955)se ha impuesto en los últimos tiempos por el desparpajo y la originalidad con que revisa, o habría que decir atraviesa, la historia de su país.
Sorokin no la tuvo demasiado fácil en su Rusia natal, a tal punto que algunos de sus primeros libros terminaron editándose en el extranjero. Rápidos de reflejos, sin embargo, no dejaron pasar demasiado para invertir por completo el concepto que tenían de él y empezaron a cubrirlo de premios. El hielo , publicada originalmente en 2002 (aunque recién ahora aparece en algo similar a nuestra lengua; la traducción, de tan castiza, es poco menos que surrealista), fue una de las novelas que promovieron el escándalo en torno de su figura, y el mote, entre otras cosas, de pornógrafo. Pero más allá de su conflictiva relación con los burócratas nostálgicos, hay que apresurarse a decir que se trata de un texto que se entrevera con muchísima inteligencia en los vericuetos de una historia que pareciera clausurada, y que con frecuencia desmiente esa creencia.
La novela comienza con una serie de secuestros, que en verdad se transforman pronto en algo bien distinto. Las víctimas son atadas, sus prendas superiores les son extraídas o despedazadas, y al fin alguno de los secuestradores toma un martillo de hielo y empieza a darles rabiosos golpes en medio del pecho. ¿Qué buscan? Que sus corazones hablen. Y de vez en cuando lo logran, dejando escapar un quejido de una o dos sílabas que resulta, al fin y al cabo, su nuevo nombre, el de su liberación. Luego de que sus corazones comienzan a hablar, las víctimas pasan por distintas etapas hasta que, finalmente, se entregan. Quienes los reciben con los brazos abiertos son los miembros de una hermandad secreta: todos ellos rubios y de ojos azules, necesitan hallar o rescatar hasta al último de sus veintitrés mil miembros para entonces emprender una suerte de “viaje hacia la luz”.
Particularmente interesante se vuelve el segundo tramo de la novela, cuando del Moscú actual retrocedemos primero a los tiempos del nazismo (y el estalinismo, claro), y luego más atrás, a un episodio medular de la trama: la caída de un enorme meteorito, en Siberia, en 1908. Ese viaje al pasado resignificará buena parte de lo que hasta ahora sabíamos, en particular por el modo en que se precipita hasta nuestros días. Ese recorrido encierra, en un sentido político, mucho de lo más notable del trabajo de Sorokin; cuando parece que se hace el distraído, que está hablando de otra cosa, la historia irrumpe con inesperada violencia (y gracia). Un ejemplo entre muchos: “Comenzó la alegre y temible época de Yeltsin. Llegó la época dorada de la hermandad. Conquistamos todo aquello con lo que habíamos soñado: nos instalamos de modo sólido en el poder, creamos potentes estructuras financieras, fundamos una red de empresas de capital mixto. Pero el éxito principal fue volver a infiltrarse en las estructuras principales del poder”. ¿A alguien le suena? ¿Es preciso que la fábula venga acompañada de su moraleja?
Ajena al cinismo tan festejado de Michel Houellebecq, con el que tratan de emparentarlo, la de Sorokin es una perspectiva mucho más humana. La de alguien que se aproxima a sus personajes no para reírse de ellos ni para despreciarlos -a la manera del francés-, sino para acompañarlos de la mano en sus limitaciones, su tragedia o su demencia.
LA NACION