Un pueblo partido por la fiebre del oro

Un pueblo partido por la fiebre del oro

Por Gabriel Sued
“Los Rojano están entregando al pueblo”, alerta un grafiti de letras azules sobre un paredón blanco descascarado, a una cuadra del supermercado Los Mellizos, frente a la plaza principal. Desde que un grupo de vecinos lo atacó a piedrazos, ese local, propiedad de la familia Rojano, tiene las ventanas enrejadas y la vidriera tapiada con una planchuela de metal.
Es el recuerdo vivo del convulsionado atardecer del 15 de febrero del año pasado. En unas pocas horas, ese día se desató una serie de hechos de violencia que marcaron a fuego el que sería hasta hoy el único eje de discusión política local y el tema que aún parte en dos a los habitantes de esta ciudad. Rodeada de montañas cubiertas de una bruma permanente y ubicada a 40 kilómetros de Bajo de la Alumbrera, un yacimiento de cobre y oro a cielo abierto, en Andalgalá parece haber, desde entonces, sólo dos clases de personas: los “antimineros” y los “promineros”.
La disputa dominó las elecciones locales, realizadas en marzo pasado, y hoy eclipsa la campaña para los comicios nacionales. Las consignas contra la minería, que llaman a resistir contra “el saqueo” y “la contaminación”, desplazaron de los paredones más codiciados del pueblo a los candidatos a presidente, relegados a pequeños afiches, en los postes de alumbrado público.
Las marchas a favor y en contra de la actividad se repiten cada semana. El conflicto, que incluyó ataques a proveedores de las empresas mineras, como los Rojano, parece haber anegado hasta el último rincón de este pueblo, una localidad de 18.000 habitantes, cuyo edificio más alto es la iglesia.
El intendente electo es Alejandro Páez, un radical que se postuló como candidato de Proyecto Sur después de que el Frente Cívico y Social, del gobernador Eduardo Brizuela del Moral, le impidiera representar al oficialismo por oponerse a la minería. Concejal y maestro de séptimo grado, Páez se impuso con casi el 40 por ciento y sucederá a José Perea, un peronista prominero que ganó en el distrito las elecciones para senador provincial. La única que parece haber quedado al margen de la disputa es Cristina Kirchner, que se impuso en las primarias con el 58,8 por ciento.
“El pueblo está totalmente dividido. Con muchos vecinos que antes nos saludábamos lo más bien ahora se ha cortado la relación -dice Luis Rojano, en la puerta del supermercado de su familia, también propietaria de máquinas viales que trabajan para Minera Alumbrera, la multinacional que explota Bajo de la Alumbrera-. Muchos usan la ecología como excusa porque están descontentos porque no les llegó nada de lo que deja la minería.”
La agresión al supermercado se produjo luego de que la policía reprimió con palos y balas de goma a unos vecinos que cortaban el paso de camiones que se dirigían a la zona de minas. La reacción se desató de inmediato e incluyó el incendio de la municipalidad y ataques a sedes de compañías mineras, comercios y casas de los proveedores de esas empresas. “Lo de esa noche fue una pueblada. No somos fundamentalistas. Pero vamos a defender a muerte el lugar en el que vivimos”, dice Aldo Flores, un sociólogo de 63 años que se mueve en una bicicleta adornada con consignas contra la minería. En diciembre de 2009, él inauguró el piquete que dio nacimiento a la asamblea ambientalista El Algarrobo.
La protesta apuntó a alertar sobre Pilsiao 16, un proyecto (luego desactivado) cuya área de exploración incluía el casco urbano de la ciudad. También a frenar la puesta en marcha de Agua Rica, un emprendimiento tres veces más grande que Bajo de la Alumbrera, a 17 kilómetros del pueblo. Aunque está frenado por la Justicia, Minera Alumbrera acaba de hacerse cargo de ese proyecto y negocia para reanudar los trabajos en breve.
“Agua Rica es el certificado de defunción del pueblo. Está ubicado justo en la naciente del río Andalgalá, que es del que toma el agua toda la ciudad. No hay forma de que no contamine”, sostiene Flores, a orillas de ese curso de agua, en esta época del año convertido en un arroyito que baja de las montañas y se abre paso entre las piedras, como pidiendo permiso. El intendente electo fue uno de los heridos durante la represión. “Gran parte del descontento surge de que el pueblo no haya recibido los beneficios correspondientes por la explotación”, dice, en el living de su casa. Es una vivienda de material, ubicada en un barrio con calles de tierra, regadas de basura y autos convertidos en chatarra.
El retraso de la ciudad es el único punto en que coinciden los bandos. Ubicada 250 kilómetros al norte de la capital provincial, en el extremo de la ruta 46, Andalgalá no tiene caminos de asfalto que la unan con los pueblos cercanos. Buena parte de la población carece de cloacas, en verano falta energía y sólo este año se inauguró, con fondos nacionales, una planta potabilizadora con la que se espera solucionar la escasez de agua.
En su despacho de la municipalidad reconstruida, Perea le echa la culpa al gobierno de la provincia. Cuenta que el municipio recibió un promedio de 6,5 millones de pesos por año de manera directa (frente a los más de 1000 millones de ganancia de la empresa, sólo en 2010). “No se dan cuenta de que sin la minería todos vivirían del empleo público”, afirma, y sostiene que el triunfo de Páez sólo se explica por la dispersión del voto prominero entre cinco candidatos a intendente, cuatro de ellos peronistas. El intendente electo anticipa que resistirá la instalación de Agua Rica y argumenta que sólo 100 de los 1600 empleados de Minera Alumbrera son andalgalenses.
Uno de ellos es Mario Díaz, un hombre alto y de manos fuertes al que parece quedarle chico el casco de protección. En el primero de sus siete días de actividad en la mina, a los que siguen otros siete de descanso en el pueblo, cuenta que gracias a su trabajo logró comprarse una casa, un auto y mandar a su hijo a la universidad. “La actividad es una solución en un pueblo en el que falta trabajo”, dice, al pie de un camión con ruedas de casi cuatro metros de diámetro, con los que traslada material dentro del yacimiento.
Esta suerte de ciudad en las alturas está compuesta de un cráter gigante con las paredes espiraladas, de donde se extrae el mineral; de la planta concentradora, y de un dique de colas, una especie de lago artificial de aguas oscuras, donde van a parar los desechos.
Desde lejos, Andalgalá parece un pueblo pacífico. No se perciben las heridas que para algunos nunca llegarán a cerrarse.
LA NACION