22 Oct Susan Sontag: “Hasta que se inventó la cámara, alrededor de 1830, la gente no sabía cómo era de chica”
La siguiente entrevista fue publicada en LA NACION el 5 de mayo de 1985. Se realizó en Buenos Aires, adonde Susan Sontag llegó invitada a la Feria del Libro.
Por Hugo Beccacece
La llaman la “Pasionaria” del estilo. Es una de las mujeres más inteligentes de los Estados Unidos y el símbolo mismo de la inteligencia norteamericana de la segunda mitad del siglo. La solidez y honestidad de su pensamiento, la claridad de sus exposiciones, la han convertido en una de las figuras más brillantes del mundo literario. Autora de ensayos tan agudos y renovadores como Contra la interpretación, Notas sobre lo “camp”, Una cultura y la nueva sensibilidad, Sobre el estilo, Sobre la fotografía y La enfermedad como metáfora. Es también autora de novelas como El benefactor y de libros de cuentos como Yo, etcétera. La actualidad de sus intereses la ha llevado a trascender los límites de la literatura y a trabajar en el cine como directora. Los films que ha dirigido son Duets for Cannibals, Brother Carl, Promised Lands y, para la televisión, Unguided Tour. También ha puesto en escena obras de Pirandello y Milan Kundera.
-En uno de sus ensayos, Fascinating Fascism, usted hace un magnífico análisis de la estética fascista, de su influencia en la vida cotidiana y hasta en las fantasías sexuales de la gente. Obviamente, usted no es fascista, como no lo eran Luchino Visconti ni Hans Jürgen Syberberg, el director alemán de Hitler, un film de Alemania, que usted tanto admira. Pero, ¿se encuentra como ellos bajo la fascinación del fascismo?
-Es cierto que Visconti y Syberberg se hallan fascinados por ese movimiento. En Visconti, esa fascinación tiene características sexuales. El fascismo evocaba en él imágenes de crueldad, de sadismo y de muerte, asociadas con el sexo. La atracción magnética de los líderes, que se halla en el fascismo, y la relación entre la masa y su conductor tienen muchos rasgos de un vínculo sexual. Syberberg, por otra parte, es alemán y vivió en un clima y en un círculo donde el nazismo era la realidad cotidiana. Yo no siento ese tipo de fascinación por el fascismo. Aunque las imágenes fascistas, la estética fascista ejerce sobre mi cierta atracción. Me interesa la gente que sufre esa fascinación y las imágenes que crea. El fascismo fracasó y hoy no es un peligro, al menos en la forma en que se dio en los años anteriores a la Segunda Guerra Mundial, y en ese sentido sus imágenes , como todo lo que fracasó y pertenece al pasado, producen un sentimiento de tristeza y hasta de encanto melancólico. Las imágenes fascistas son atractivas en la medida en que hablan del tiempo que fue. Cuando uno se pase por Roma, una ciudad que adoro, entre las ruinas del Imperio, se está bajo el mismo hechizo. El Panteón es el monumento de la antigua Roma que mejor se conserva, y es algo imponente, que habla de un poder aplastante, de un sistema en el que el hombre era un pigmeo comparado con un Estado gigantesco y brutal. La relación con el pasado es muy importante en la vida humana, a pesar de que muchas veces se ha dicho que ésta es una época que parece anular la historia. El comunismo no ejerce sobre mí ninguna atracción, ni siquiera de segundo grado, porque está vigente, porque es peligroso. También las construcciones soviéticas son imponentes, pero ellas están vinculadas con un presente amenazador y, por lo tanto, no dejan lugar a reflexiones o sentimientos estetizantes.
-Con respecto a su propia historia, ¿cuáles fueron sus primeras lecturas?
-Podría decir que nací leyendo, era algo precoz. A los tres años ya lo hacía. Tenía hambre de lectura. Odiaba ser una niña. Soñaba con ser adulta y me parecía que leyendo lo era. Cuando leía presumía de persona grande. Los primeros libros que recuerdo eran cuentos de hadas, pero ya antes de los cinco años leía historias de Poe. La primera novela que terminé fue Los miserables, de Victor Hugo. Era horrible, lloré todo el tiempo mientras la leía. La lectura era, por otra parte, una forma de viajar. Yo quería estar en todas partes menos donde estaba. Los libros eran mi medio de transporte. Ese sentimiento se debía en gran parte al hecho de que mis padres se encontraban en Oriente cuando era muy chica, y yo estaba separada de ellos. Mi padre murió en China y yo no conocí de verdad a mi madre hasta que ella volvió de ese largo viaje.
-Usted no sólo mostró precocidad como lectora: a los 17 años, en 1949, se casó con Philip Rieff, y en 1952 tuvo un hijo. ¿Cómo fue ese período?
-En 1949 ingresé en la Universidad de Berkeley, California, y al año siguiente me mudé a Chicago. Mi futuro esposo era profesor en la universidad donde yo estudiaba. No era su alumna, pero allí lo conocí. Él era bastante mayor que yo. Poco después de casarme me sentía desconcertada, infeliz. Me di cuenta de que ese matrimonio no marchaba. Recuerdo que por ese entonces leía una novela de George Elliot, Middle March. Es la historia de una mujer joven que se casa con un hombre mucho mayor y que descubre que es muy infeliz. Leyendo esa novela advertí que ésa era mi vida. Una vez más, como me había ocurrido cuando era chica con Los miserables, lloré mucho. Pero lloré por mi misma. Tardé nueve años en separarme. Soy bastante lenta en ese tipo de decisiones. Esa fue una época de intensos estudios. En 1952 obtuve mi licenciatura, después estudié en la Universidad de Harvard, donde terminé un máster en inglés, en 1954, y otro en filosofía, al año siguiente. Más tarde completé mi formación en St. Anne’s College de Oxford y en la Universidad de París. En cuanto a mi vida familiar, hoy mi hijo, David Rieff, ya es un hombre grande, que ha pasado los treinta años, que ya tiene canas, y trabaja en una editorial, donde publica libros de Marguerite Yourcenar, Philip Roth, Milan Kundera, Mario Vargas Llosa, Heberto Padilla y otros.
-En uno de sus libros, usted se refiere al amor como una especie de historia imaginaria que se cuentan los enamorados y también habla del fracaso inevitable de la pasión.
-Si, es cierto. Se trata de un ensayo sobre Pavese que escribí hace unos cuantos años. Pero estaba hablando sobre Pavese. Si bien muchos de esos artículos son, en verdad, autorretratos, en este caso no puedo decir que yo piense lo mismo, o al menos, no ahora. Como dice la canción: “El amor es algo maravilloso”.
-Usted ha escrito un libro sobre fotografía que es un clásico. ¿Cómo comenzó su interés por el tema? ¿Es usted fotógrafa?
-No soy fotógrafa, pero las fotografías me fascinan. Las colecciono, estoy rodeada por ellas. Me sirven para escribir. Ahora, por ejemplo, estoy interesada en la imagen del volcán como metáfora y pienso hacer un ensayo sobre este asunto. Para eso he llenado mi casa de fotografías de volcanes. Pero yo misma no tomo fotografías por temor a que esa actividad se transforme en una adicción. No quiero ser tampoco una crítica fotográfica. En mi libro On Photography aproveché precisamente el hecho de ser una outsider, un extraño en la materia para escribir sobre las imágenes. En ese sentido, mi actitud como autora de esa obra es la de un voyeur. Al escribir ese volumen descubrí que estaba escribiendo sobre el mundo, no sólo sobre una técnica o un arte. Como ejemplo de lo que significa la existencia de la fotografía basta pensar que hasta que se inventó la cámara fotográfica, alrededor de 1830, la gente no sabía cómo era de chica. Hoy se puede seguir la evolución de una vida a través de las fotografías. Antes, por supuesto, existían los retratos pintados, pero no tenían el mismo carácter. Si uno se imagina por un momento que la fotografía ya hubiera sido inventada en la época de Shakespeare, y se tuviera una imagen de él, y además un retrato hecho por un gran pintor, no hay duda de que uno se emocionaría más viendo la fotografía porque es una especie de huella del pasado. Las fotos nos conmueven porque nos hablan del paso del tiempo. Cuanto más vieja es una fotografía, más fascinante nos parece. En ese sentido, lo único comparable es la arquitectura. Cuando más antiguo es un edificio, más nos conmueve.
-Usted es una de las pocas escritoras que además se dedica a dirigir cine. Ya ha realizado Dúo para caníbales, Hermano Carlos y Tierras prometidas, además de un film para televisión. ¿Podría hablarme de esa actividad?
-He dicho muchas veces que el cine es para mí la más excitante y la más importante de las actuales formas de arte. Me gusta ver las películas viejas. En los años 60 me interesé mucho por la nouvelle vague, por Alain Resnais y por Jean-Luc Godard. El director que más me ha atraído en los últimos tiempos es el alemán Hans Jürgen Syberberg. Pero ahora no estoy tan preocupada por filmar, no porque no me interese, sino por los problemas de tipo económico que se deben resolver antes. Ahora me he inclinado más bien por el teatro, he dirigido una obra de Pirandello y otra de Milan Kundera, basada en Jacques le Fataliste, de Diderot. Naturalmente se llega a una audiencia más reducida que en el cine, pero de todas maneras es muy apasionante. Nunca me planteé el problema de carecer de formación para dirigir cine o teatro. No se enseña a dirigir, así como tampoco se enseña a escribir. No creo en las escuelas de escritores. En todo caso, siempre hay una primera vez; sobre esa base, sobre la propia experiencia, uno aprende. Ahora me gustaría dirigir ópera. Me gusta muchísimo la ópera italiana, pero no creo que pueda hacer nada original en ese campo porque no tengo una afinidad creativa con ella. Me parece que puedo hacer trabajos más interesantes poniendo en escena óperas alemanas o eslavas, si bien adoro a Donizetti y a Rossini (La Cenerentola es una de mis óperas preferidas). Me encantaría, por ejemplo, venir a Buenos Aires para dirigir en el Colón Fidelio, de Beethoven, o Parsifal, de Wagner, o el Pelléas, de Debussy.
-En los años 60 hubo una gran inquietud con respecto a la creación de nuevas formas entre los intelectuales y artistas de vanguardia de esa época. Usted se encontraba entre ellos y en sus ensayos se refería a la necesidad de producir nuevas estructuras. Hoy tanto el público cultivado como los creadores parecen inclinarse por formas más tradicionales; todo lo experimental parece aburrido y pasado de moda, hasta el punto de que la vanguardia hoy consiste más bien en ser conservador. ¿Qué opina usted de ese fenómeno?
-Usted describe muy bien cuál es la actitud del público y de los artistas en este momento. La gente es más tradicional, se ha vuelto más conservadora. En cuanto a mi, sigo haciendo lo que pienso que expresa mejor mi manera de pensar y de sentir, sin preocuparme por estar inscripta en ningún movimiento ni en ser leal a un pasado.
-Siempre me llamó la atención el hecho de que sus obras de ficción fueron innovadoras desde el punto de vista formal, mientras sus ensayos, aunque muy brillantes y agudos, tuvieran una estructura más bien convencional. ¿A qué se debe?
-Lo que usted dice es cierto. Al principio de mi carrera trataba de dar una forma más original a mis artículos, pero después deliberadamente abandoné esa actitud porque me hubiera exigido dedicarle mucho tiempo al género y quería consagrarme con más intensidad a otras actividades.
-En el ensayo sobre Walter Benjamin titulado Bajo el signo de Saturno, usted habla del temperamento de Saturno, de su lentitud, apatía, indecisión y melancolía. ¿Usted también vive bajo ese signo?
-Sí, soy melancólica, apática, lenta e indecisa. Ese ensayo es en cierto modo un autorretrato. Yo me sentía identificada con Walter Benjamin y por eso escribí sobre él. Soy muy haragana, no me gusta escribir. Debo forzarme a trabajar y por eso trabajo mucho. Trabajar para mí es una hazaña de la voluntad. Me obligo a ello, porque si siguiera mi impulso natural no haría nada. Antes de ponerme a trabajar todas las mañanas debo rechazar las tentaciones del diario, de las revistas, de lecturas que podrían distraerme, del teléfono. Me impongo sentarme ante la mesa para escribir como si fuera un chico. Me gusta como a Benjamin viajar y perderme en las ciudades, perder mi camino, convertirlo en un laberinto. El gusto de Benjamin por las miniaturas quizá tenga que ver con el mío por las fotografías, ya que las fotos miniaturizan el mundo. Cuando escribo trato como él de que cada frase lo diga todo antes de que mi total concentración disuelva el tema ante mis ojos. Las personas cuyo temperamento está bajo el signo de Saturno piensan que tienen una voluntad débil y, por lo tanto, hacen desesperados esfuerzos para desarrollarla. Uno está condenado a trabajar por el temor de no hacer nada. Ése es también mi caso.
LA NACION