14 Oct Una obra hecha a golpes de sueños e iluminaciones
Por Pablo Gianera
¿Extravagante? Puede ser. ¿Injustificado? De ninguna manera. Preguntarse por la pertinencia del Nobel de Literatura a Bob Dylan trae consigo otra pregunta, la del estatuto de lo que él hizo y sigue haciendo: canciones.
¿Qué importa en la canción, qué cosa la define, los versos o la música? Un trovador del siglo XII no se hubiera enfrentado jamás a ese dilema. Pero los tiempos cambiaron y esa duda es bien moderna. El arte de Dylan tiene tres vértices: la música, la voz y las palabras. Éste es su “pensamiento equilátero”, para decirlo con Christopher Ricks, profesor ya retirado de las universidades de Cambridge y Boston. Las canciones son diferentes de los poemas, pero eso no quiere decir que queden más allá del linde de la literatura.
Es cierto, las canciones son objetos tridimensionales. Pero Dylan advirtió siempre que lo importante de sus canciones eran las palabras y en segundo lugar, la música. “Hace mucho tiempo que escribo canciones, y las letras de las canciones no las escribo simplemente para cubrir el expediente, las escribo para que se puedan leer. Si se le quita aquello que es propio de la canción -el ritmo, la melodía-, todavía las puedo recitar.” Esa declaración de mediados de los años sesenta sería suficiente para liquidar la cuestión del estatuto de la canción como forma. La letra de un poema puede no ser un poema, pero se lee como tal, y si se lee como tal quizá deba ser juzgado en esos mismos términos.
Persiste entonces otro problema. ¿Por qué los poemas -eso que por comodidad venimos llamando las “letras”- que hacen las canciones de Dylan son tan buenos? Ésa es la pregunta que se hizo, y respondió con maestría, Ricks en Dylan’s Visions of Sin [Las visiones del pecado de Dylan], el libro más brillante que se haya escrito sobre las letras del autor. En línea con los requisitos de otro crítico, William Empson, Ricks se propone no tanto constatar que los poemas son buenos, sino mostrar cómo es que llegaron a serlo. A lo largo de la visita apasionante a los siete pecados capitales que propone el título, Ricks teje una trama de las citas -deliberadas o involuntarias- que recorren, como vetas, sus poemas, desde John Donne y Lord Byron hasta Philip Larkin. Dylan posiblemente sea uno de los poetas en lengua inglesa con mejor oído desde el victoriano Alfred Tennyson y, como observa con perspicacia Ricks, uno de los grandes rimadores de la historia de la literatura en su lengua.
Los ejemplos son numerosos, pero bastaría decir que los pares “skull” (“calavera”) y “Capitol” (“Capitolio”), de la canción “Idiot Wind” en el disco Blood on the Tracks (1975), “sense” (aquí “sentido común”) y “coincidence” (“coincidencia”) de “It s All Over Now, Baby Blue”, o “crave” (“deseo”) y “grave” (“tumba”), de “Someday Baby” en Modern Times exceden por completo las meras exigencias de consonancia de un canción y arman unidades de sentido tan asombrosas como imprevistas, hechas de la colisión productiva entre el sonido y el sentido.
La maduración de Dylan como poeta fue supersónica. Hasta que la fama le estalló en la cara -y eso fue apenas después de la mitad de la década de 1960- su poética avanzó con velocidad colosal. Bringing It All Back Home, Highway 61 Revisited y Blonde on Blonde son la secuencia de ese movimiento.
Dylan se comportó siempre como un quintacolumnista del pasado. Nunca se demoró en los dobleces de su propia historia; en cambio, se ocupó de encontrar y crear afinidades entre tradiciones disímiles. Con palabras y músicas que muchos habían leído y escuchado antes, armó una constelación de escandalosa singularidad. Hay aquí desajuste cronológico mínimo, pero no menor: los letristas de rock de los sesenta, John Lennon y Paul McCartney incluidos, se formaron con los textos de Dylan, pero Dylan no se formó con las letras de rock, sino con la poesía moderna, la de Rimbaud y Verlaine, la de Whitman.
Rimbaud, justamente, fue el reactivo que hizo posible la condensación imaginaria del folklore de Woody Guthry y los blues de Robert Johnson con la prosa espontánea de Jack Kerouac, otro de los nombres decisivos en la educación artística de Dylan, especialmente en su manera de escribir a golpes de sueños o iluminaciones, sin volver nunca atrás. Como él mismo dijo: “Escribo siguiendo cadenas de imágenes”. En este sentido, la electrificación musical de Dylan -tan deplorada en su momento por el ambiente provinciano del folk- fue una demanda de los propios textos. Era el pensamiento de Dylan, antes que los instrumentos que usaba, aquello que se había vuelto eléctrico. Las palabras acarrearon el sonido y el timbre de los instrumentos.
Seguramente, preferimos escuchar las palabras de Dylan en la boca de Dylan, y su voz, el modo en que esa voz envejeció sin perder afinación o poniendo la afinación adrede en cuestión, es otro capítulo. Pero separar voz, música y texto es vulnerar su propio origen, el lugar del que nacieron.
Las palabras de Dylan dialogan directamente con la tradición de la poesía moderna, en principio aquella en lengua inglesa, pero no solamente. Pero el enigma de esas palabras no se menoscaba al saber, por ejemplo, que “el caballo de Paul Revere” mencionado en “Tombstone Blues” es en verdad un saludo al poema “The Landlord’s Tale: Paul Revere’s Ride”, de Henry Longfellow. En la apocalíptica canción “Not Dark Yet” leemos y escuchamos: “Detrás de toda belleza hubo siempre algún dolor”. Ricks vincula inteligentemente ese verso con la “Oda a un ruiseñor” de John Keats. Es un acierto. Pero la originalidad de Dylan no consistió en haber seguido una línea recorrida. Más bien llevó una tradición muy antigua a un nuevo territorio. O, lo que vendría a ser lo mismo, inventó una nueva tradición.
LA NACION