07 Oct Un atlas de palabras
Por Pablo Gianera
Desde hace años, escribo un libro. En el medio escribí otro. Pero el primero sigue, incesante. A nadie debería importarle que hable de un libro que no existe (claro que existe para mí, pero eso tampoco le importa a nadie). Lo que quiero decir es que es un libro que fue de a poco encontrando su forma y que esa forma no vino para nada de otros libros. “Yo persigo una forma que no encuentra mi estilo / botón de pensamiento que busca ser la rosa”, nos confió Rubén Darío, y su confesión nos condenó un poco a todos a la responsabilidad de perseguir también una forma.
Pero ¿de dónde sacar esa forma? Evidentemente, y por simple contraste como vía de dar con algo nuevo, de nada hecho con palabras. El filósofo Walter Benjamin (no puedo cumplir la promesa que me hice de no volver a citarlo para evitar una erosión mayor de sus escritos) dijo una vez en un famoso curriculum vitae: “En el curso de mis estudios, recibí impulsos decisivos de parte de una serie de textos ajenos a mi esfera de estudios en sentido estricto”. Muy bien, de acuerdo, aunque con una salvedad: en mi modesto caso, esos impulsos decisivos no vinieron de textos, sino directamente de objetos ajenos a mi esfera de estudios: la música, el arte no literario, la imagen.
Pero antes de seguir pasemos en limpio algo: Benjamin tuvo probablemente como modelo el cine soviético de la época, sobre todo Serguéi Eisenstein, y Eisenstein mismo no tuvo modelo alguno en su propio territorio. Ojalá pudiéramos recuperar la disposición -la disponibilidad- de Eisenstein, que se vio obligado a inventar algo para su arte sin ninguna referencia en ese arte mismo -el cine- que acababa de nacer. El montaje cinematográfico que acuñó Eisenstein vino desde fuera del cine: de la literatura, de la filosofía.
Dado que yo no soy Eisenstein ni Benjamin, me puse a mí mismo en esa situación: la de buscar un modelo exterior para eso que escribo y que no termino de escribir. Uno de esos modelos no procedió ni siquiera del arte, sino más bien de la historiografía del arte. Me refiero a Atlas Mnemosyne, el conocidísimo proyecto del historiador Aby Warburg hacia mediados de la década de 1920. Si escribo ahora sobre eso es porque ese “estudio”, que fue reconstruido primero en lengua alemana por Martin Wanke (¡como si las imágenes tuvieran lengua!) y sacó posteriormente la editorial Akal de España con todo el aparato de explicaciones traducido al español, está ahora completamente disponible online en la siguiente dirección: http://www.engramma.it/eOS2/atlante/index.php?id_articolo=880&lang=eng. Pero no se trata solamente de verlo, sino de intentar comprenderlo.
¿Qué es en realidad Atlas Mnemosyne? La pretensión inicial consistía en explicar, por medio de un repertorio muy amplio de imágenes y otro, mucho menor, de palabras, el proceso histórico de la creación artística en lo que llamamos ahora Edad Moderna, sobre todo en sus momentos iniciales de los comienzos del Renacimiento. ¿Cómo hizo esto Warburg? Recopiló alrededor de 2000 imágenes dispuestas en 60 tablas en un auténtico atlas que quedó inconcluso en el momento de su muerte. En uno de los paneles, el 77 por ejemplo, encontramos “Medea”, una pintura de Eugène Delacroix de 1838, al lado de una foto de la campeona de golf Erika Sellschopp y la portada de un Libro de la cocina del pescado. ¿Qué quiere decir con todo esto Warburg, el investigador sin cátedra, el riquísimo erudito, el coleccionista más inteligente? En principio, que existía una “supervivencia” latente del pasado. Como dejó en claro otro historiador del arte, Georges Didi-Huberman: “En la cajera de supermercado sobrevive Dánae, en las bocas del subte sobreviven las bocas del infierno, en el linyera de la esquina sobrevive el antiguo mendigo, en el desfile bajo el Arco del Triunfo sobreviven antiguos ritos de pasaje”. Y agreguemos: en los atletas sobrevive Aquiles y en Warburg sobreviven las ruinas. En tanto “atlas”, el proyecto de Warburg es cartográfico y, por lo tanto, visual. Como no me dedico a la historiografía del arte, aquello que tomé para mi libro de Atlas Mnemosyne fue organización como collage intelectual, es decir, su forma.
G. K. Chesterton creía que la gente escribía ensayos para descubrir justamente qué era un ensayo. Del mismo modo, yo escribo ese libro con la única intención de descubrir cuál es su forma. Ojalá fuera como la Victoria de Samotracia, que extrae toda su fuerza de lo que falta, de lo ausente. El tiempo dirá si no queda inconcluso como el Atlas. Mientras tanto, muchas gracias, Aby Warburg.
LA NACION