Barbra Streisand se hace cargo

Barbra Streisand se hace cargo

Por Ben Brantley
Aunque el lanzamiento de su nuevo álbum de dúos Encore: Movie Partners Sing Broadway incluye presencias estelares como Melissa McCarthy y Jamie Foxx , la legendaria Barbra Streisand prefiere hablar de su dúo con otra cantante de leyenda, fallecida hace ya muchos años. Se trata de Judy Garland, cuyo programa de televisión Streisand visitó en 1963, e interpretaron un dúo que se convirtió en un momento bisagra para las dos fabulosas vocalistas norteamericanas. En el transcurso de la larga entrevista que me concedió una tarde en su solitaria residencia de Malibú, Streisand destaca varias veces que no le gusta revisitar su pasado. Pero como está en proceso de escribir sus memorias, atraviesa una época más retrospectiva de lo habitual. Y antes de terminar la entrevista, me habrá conducido por los meandros de su larga carrera, todo salpicado con frecuentes comentarios al margen sobre los problemas que implica seguir siendo Barbra.
Lo que pasa con Streisand es que ella se hizo cargo: de su imagen, de su carrera, y toda vez que pudo, incluso de su entorno inmediato. Y todo eso desde principios de la década del 60, cuando era una desgarbada adolescente con ropa de segunda mano que cantaba en los clubes nocturnos de Greenwich Village. Esa misma determinación la convirtió en una de las más perdurables, amadas y detestadas estrellas norteamericanas.
Esa determinación también explica su renuencia a retirarse por completo detrás de los portones de hierro de esa casa que, dice, es el único lugar donde se siente enteramente a gusto. Antes de retirarse, tiene que estar segura de que la versión de Barbra que el mundo conoce es la versión que ve ella misma, lo más ajustadamente posible. A diferencia de muchas estrellas femeninas del canto de su generación y nivel, Streisand rara vez le ha cedido el control a algún agente, compañero o gurú.
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Así volvemos al dúo con Judy Garland, una cantante con la que ha sido comparada y contrastada en muchas oportunidades. Cuando se conocieron, Streisand tenía poco más de 20 años, pero ya estaba en la cúspide de su vertiginoso ascenso al estrellato. Garland tenía 41 años y moriría seis años más tarde, una de las más notables víctimas de la devoradora fama de Hollywood. Y, sin embargo, cuando cantaron en contrapunto dos clásicos del repertorio norteamericano, “Happy Days Are Here Again” (Streisand) y “Get Happy” (Garland), funcionaron como una pareja perfecta. Cada una interpretó una canción optimista con voz fuerte y sonora, que dejaba traslucir una asordinada nota de soledad interior. La felicidad, parece decir la interpretación de ambas, no se gana fácilmente. “Después de ese día, solía venir a visitarme y darme consejos -dice Streisand-. Vino a mi departamento de Nueva York y me dijo: «No los dejes que te hagan lo que me hicieron a mí». En ese momento no entendí. Recién empezaba.”
Fuesen quienes fueran esos “ellos” -los mandamases de los estudios, la prensa voyeurista, el entorno parásito, el canibalismo de los fans-, nunca hubiesen podido hacerle lo mismo. Si bien Streisand exudaba una especie de fragilidad y emotividad “garlandesca”, sus largas uñas y ojos demasiado juntos, inquisidores y belicosos, revelaban la fortaleza de alguien capaz de cuidarse a sí misma.
Ambos costados de esa dicotomía siguen siendo evidentes hoy, cuando visito a Streisand en su hogar de Malibú, un complejo de tres edificaciones con reminiscencias de Nueva Inglaterra, pero enclavadas frente a la deslumbrante inmensidad del Pacífico. Trasponer sus rejas después del esmog y el cemento de la ruta adyacente en un brumoso día de verano es sentirse como la Dorothy interpretada por Garland cuando abandona el sepia de Kansas y pone pie en el tecnicolor de la tierra de Oz.
Streisand me espera con la puerta abierta. A los 74 años, se parece más que nunca a Barbra Streisand, aunque en una versión más suave y dócil que la de sus películas de hace seis décadas, desde su debut con el musical Funny Girl (1968), hasta su comedia con Seth Rogen, Un desmadre de viaje (2012). Y, aunque los ambientes de su casa están decorados en una meticulosa combinación de tonos claros, ella viste el negro típico del habitante urbano de la Costa Este.
Aquí en Malibú ha creado su propia realidad que comparte con su marido, el actor James Brolin. La tarde de nuestra entrevista, víspera de su 18° aniversario de casados, Brolin se encuentra en Canadá rodando una película, pero ya le ha enviado “cuatro hermosos arreglos florales”. Este mundo está ordenado y es mantenido de acuerdo a los elevados estándares de Streisand, pero incluso aquí se advierten perturbadores signos de imperfección. “Vicky, ¿de quién es ese camión?”, le pregunta a una de sus asistentes mientras me muestra los rosales del jardín. “Está atravesado. Cuando muestro mi casa, no me gusta que haya ningún auto a la vista. Además, alguien se dejó olvidado un escobillón en el cuarto celeste.”
Ya ha escrito un libro sobre la creación de su Xanadu privado, titulado Mi pasión por el diseño, que además fue la base para una obra de teatro que escribió Jonathan Tolin, llamada Buyer & Cellar. “No la vi, pero si la viste, bueno, ahora estás en el lugar real que describe la obra.” Dice que odia tener que alejarse de esta casa, donde tiene el control de todo. Dice que no bien puso un pie en el escenario -durante los ensayos de su primera obra en Broadway, I Can Get It for You Wholesale- supo que había nacido para ser directora. Y se convirtió en pionera del detrás de cámaras como directora, protagonista y productora de Yentl, El príncipe de las mareas y El espejo tiene dos caras. Pero para ser esa clase de director hay que estar dispuesto a esperar: que te den luz verde, que lleguen los fondos y que te concedan los derechos. Aunque hace algunas semanas se había anunciado que haría su tan esperada versión de Gypsy, donde interpretaría a Mama Rose, el proyecto quedó en el limbo. “Estoy a merced de ellos -dice-. Así que este es el único lugar -escribir un libro, grabar un disco o salir de gira- en el que puedo hacer lo que tengo que hacer: mi trabajo.”
Encore es el 35° disco de estudio que graba. Hasta la fecha, sus discos han vendido unos 245 millones de copias en el mundo, y con Partners, su compilación de dúos de 2014, se convirtió en la única cantante en alcanzar el puesto número 1 con un álbum en seis décadas sucesivas.
Dice que trabajar esos temas con otros cantantes -intérpretes conocidos sobre todo por su labor cinematográfica, como Antonio Banderas, Alec Baldwin, Anne Hathaway y Seth MacFarlane-, fue bastante parecido a producir una serie de minipelículas. En algunos casos, ella agregó diálogos y en otros modificó las letras de clásicos de Broadway. Para su interpretación de “Anything You Can Do”, de Annie Get Your Gun, de Irving Berlin, escribió un prólogo en el que ella y McCarthy discuten tras enterarse de que ambos compiten por el mismo rol. Eso le permitió incluir un chiste sobre cómo se pronuncia su nombre, ya que lo vienen pronunciando mal desde su primera aparición a principios de la década de 1960, en The Ed Sullivan Show. Hace poco, escuchó a John Mayer entrevistado por el productor y conductor televisivo Andy Cohen, y para su desazón, “Ambos me llamaron Barbra Straiz-and”. Dice estar ansiosa por que ambos escuchen el dúo con McCarthy. “Capaz que ahora se les fija”, dice a medias divertida y ofendida.
El mundo está plagado de esa clase de exasperantes errores, y ella siente que carga con la responsabilidad de arrancarlos de raíz. Ahora, que está escribiendo sus memorias, es plena y tristemente consciente de la cantidad de tergiversaciones que contienen los relatos de su vida que ya existen. En junio, cuando asistió a la ceremonia de los premios Tony para entregarle el galardón al Mejor Musical a Hamilton, fue su primera aparición en esa fiesta en 46 años. Nunca tuvo intención de hacer carrera en los musicales en vivo, dice. Y el motivo es uno: siempre odió las rondas de casting. “Nunca quise sentir la humillación de tener que pedirle trabajo a alguien.”
Dice que hay algo que la enerva en eso de ser juzgada en vivo, especialmente desde su presentación en Central Park en 1967, cuando se olvidó la letra de una canción frente a 150.000 personas. Desde entonces, “siempre me atemoriza tener que cantar en vivo”. Conclusión: se ausentó de las salas de concierto por 27 años. “Para la gira que voy a encarar ahora me estoy matando, pero realmente hay un cuadro que quiero comprar”, dice Streisand, quien admite ser una “loca de las subastas” y que en su casa tiene obras de Munch y Modigliani, así como un retrato de George Washington pintado por Gilbert Stuart.
Dice que nunca canta una misma canción dos veces de la misma manera, algo que le trajo problemas cuando cantaba en Broadway. Su costumbre de cambiar su rol de Miss Marmelstein, en la obra Wholesale, hizo que el director Arthur Laurents le hiciera críticas que aún le duelen: “Nunca vas a triunfar en el negocio del espectáculo. Sos demasiado indisciplinada. Nunca hacés las cosas de la misma manera dos veces”. Ella visitó a Laurents, poco antes de su muerte, en 2011. “Le dije: « ¿Qué pensás ahora de mi forma de trabajo? ¿Entendés por qué cambio las cosas y por qué me cuesta tanto hacer algo siempre de la misma manera?». Y él me contestó: «Lo entiendo perfectamente». Fue una tranquilidad enorme.”
Pero ¿de dónde provenía esa inmensa confianza y apetito originarios? Mucho se ha escrito sobre la infancia de Streisand en Brooklyn: el vacío dejado por la muerte de su padre, cuando ella era poco más que un bebé, y su madre, que nunca la alentaba y quería que fuese secretaria. Por eso las uñas largas se convirtieron en un sello de su imagen: le impedían escribir a máquina. “Tenía talento -dice sobre su madre, que trabajaba de secretaria pero que también tenía una hermosa voz-. Lo que no tenía era ambición. Yo le preguntaba por qué no hacía esto o aquello, por qué no confiaba en su sueño. Porque uno puede tener un sueño, pero ¿cómo lo concreta?, ¿cómo lo hace realidad? Trabajo, coraje y correr riesgos: esa fue siempre mi filosofía.”
La residencia de Malibú parece un lugar donde una persona podría aflojarse y salir de su caparazón. Le pregunto si acá se siente tranquila. No responde de inmediato. Repregunto: ¿Se siente tranquila en algún momento? “Buena pregunta”, me dice. Así que vuelvo a preguntar, hasta que murmura su respuesta: “Es triste decirlo, pero creo que no”.
LA NACION