25 Sep La Rioja, pinceladas de un paisaje deslumbrante
Por Cristian Sirouyan
Siempre altivas, cargadas con una poderosa energía que los científicos todavía se esfuerzan por desentrañar, las montañas de La Rioja salen al encuentro de los visitantes para brindarles el cobijo de una compañía permanente. Es otro el vínculo –más estrecho y familiar– que los pliegues andinos mantienen con los lugareños: la sierra de Velazco, la Cordillera y los pobladores están unidos en una simbiosis de colores y texturas que también alcanza a los olivares, los algarrobos, los cardones y el viento.
Las piezas esenciales del paisaje riojano se suceden desde los primeros pasos que ensaya la ruta 75 en dirección norte. El Camino de la Costa deja atrás la capital provincial y se anuda en curvas y contracurvas para recortar los verdes de la Quebrada de los Sauces. Toma un respiro al costado del dique Los Sauces y se acomoda en el angosto valle donde se menean algarrobos, olivos, tucas, talas y moras. Sólo por un rato el zonda irrumpe para soplar con timidez –como un coloso desinflado ante la imponencia del paisaje–, mientras el sol resalta los tonos rojizos y amarronados que tiñen los cerros.
Sobre la superficie quieta del agua bailotean los colores fosforescentes de un surfista fusionado con su tabla y los botes impulsados por solitarios pescadores deportivos. Otro espectáculo digno de tener en cuenta tiene lugar bastante más arriba, animado por el balanceo de un cóndor sobre la cima del cerro de la Cruz. Después de un frenético aleteo, el ave se larga a emular los vuelos de un parapente y un aladelta, recién despegados de una plataforma.
A unos 20 kilómetros de allí, las centenarias casas de adobe que decoran el casco urbano de Sanagasta reposan en un valle salpicado de pequeños balnearios naturales. El oasis se desvanece a unos pasos del segundo camino de acceso al pueblo, donde la ríspida superficie de piedra pasa a prevalecer sobre el tapiz vegetal que ostentaba la ladera. Asoman las primeras pencas (cardones achaparrados muy espinosos) y los intimidantes cuerpos de los cactos en flor. La abrupta mutación del relieve –el suelo se precipita en un gigantesco cañadón de roca colorada– cautivó el interés de geólogos, paleontólogos y antropólogos, que avizoraban alguna similitud de esta zona agreste de casi 900 hectáreas con los paredones rojizos de Talampaya y sus fieras extinguidas.
Paseo didáctico
Fue el puntapié inicial para la apertura del Parque Geológico de Dinosaurios, un recorrido notoriamente más didáctico que recreativo, creado en 2014 a más de 200 kilómetros del renombrado Parque Nacional. La elección del sitio no es fruto del azar: aquí, en las puertas de los módicos lugares turísticos y culturales de Sanagasta, las excavaciones iniciadas en 2001 sorprendieron a la sociedad riojana con el descubrimiento de huevos de dinosaurios, cuyos pasos retumbaban en esta zona hace 90 millones de años.
Saurópodos de largos cuellos –que estiraban sus cuerpos hasta alcanzar de 30 a 40 metros de largo y unos 14 metros de alto– nidificaban aquí durante el Cretácico, cuando la Cordillera no había irrumpido sobre la superficie y el subsuelo hirviente disparaba géiseres de agua termal. “Se encontraron más de noventa nidadas en la superficie, blanqueada por reservas de calcita y sílice por sobre la piedra bien rojiza de óxido de hierro”, explica Claudia Ferreyra, quien conduce con sobriedad la caminata que demandan los circuitos “Nido de libertad” y “Valle rojo”. La pasión por dar a conocer la prehistoria de este lugar deslumbrante se desprende de sus palabras y se traslada a la mirada fija en el horizonte y cada gesto. Es que la guía nació y vivió toda su vida en Sanagasta y frecuentaba durante su infancia este valle fracturado por un río extinguido. En esos tiempos –de los que Ferreyra rescata recuerdos imborrables–, un cúmulo de misterios y conjeturas planeaba en la zona.
El sendero de piedra suelta avanza en ascenso y se precipita en profundas hondonadas, en medio de un completo muestrario de hierbas medicinales. Junto a estilizados cardones se acumulan manojos de pichana, uña de gato, incayuyo (utilizado como té digestivo y para saborizar el mate), chaguar, jarilla (indicado para lavarse los pies, embadurnar hornos de barro y perfumar el pan casero) y brea. Las siluetas de los cactos parecen reducirse a tiernos bonsáis cada vez que la escena es copada por las nueve réplicas de dinosaurios, esculpidas al detalle en resina y poliéster. También entre estas bestias del pasado inmóviles se perciben jerarquías: el cuerpo estirado del ave unenlagia se empequeñece a la manera de un microscópico insecto frente a la recreación del titanosaurio, más conocido por el criollo nombre argentinosaurio.
Desde los costados de la ruta 75 vuelven a surgir referencias del presente profundamente atravesadas por las marcas de tiempos idos. El historiador Alilo Ortiz empuja la puerta de algarrobo de la casa-museo del sacerdote y político Pedro Ignacio de Castro Barros, en Chuquis, espera con riojana paciencia que los visitantes admiren las piezas históricas –una mesa de 1801, el dintel de la capilla donde Castro Barros fue bautizado, el libro “Gramática latina”– y anuncia a media voz: “Estoy juntando todos los escritos del diputado de La Rioja ante el Congreso de Tucumán de 1816, con el objetivo de publicar sus obras completas”.
Los buses y sus pasajeros se multiplican enfrente de la inagotable variedad de productos regionales de la tienda Anillaco. Es hora de rendirse a la tentación por los dulces riojanos. Una mesa servida para degustar amontona alfajores de arrope de uva y de turrón, mermeladas de frutas, cerezas al ron, jalea de membrillo y peras en almíbar. Pierdo la cuenta de las veces que estiro el brazo y emboco cada bocado en el paladar.
En La Vieja Bodega de Don Pedro –orgullo de los vecinos de Aminga–, Emilio Guzmán evoca la época de gloria, cuando se alineaban 67 bodegas en 120 km de la ruta 75. La finca se sobrepuso a varias crisis y ahora su célebre malbec roble acumula premios. En el patio, Nelly Llanos muestra siete tinajas de barro cocido, semienterradas desde el siglo XVIII, que los jesuitas utilizaban para acopiar trigo. Después, improvisa una deliciosa despedida con dulces de manzana y membrillo en pan con nuez y mermelada de durazno.
La sabiduría ancestral, transmitida por generaciones, enriqueció el talento innato de la telera Doña Frescura, instalada con su bastidor en una casa de Pinchas, colorida por los cuadros y tapices de las paredes. “Los diaguitas tejían así, con cuatro palitos, hace 3.500 años”, explica aferrada a su naveta de madera para tejer redes de pesca, que adaptó como aguja.
Culturas prehispánicas
El tiempo retrocede aún más atrás en el departamento San Blas de los Sauces, cuyos polvorientos pueblos de adobe y piedra se vuelcan con sus largos silencios sobre los costados de la ruta 40. Las frutas y hortalizas siguen sosteniendo la vida en esta tierra generosa, tal cual ocurría siglos atrás, cuando los conquistadores españoles fueron sorprendidos por la amplia variedad de cultivos y una veintena de canales de riego. El fuerte impacto los llevó a bautizar “Valle vicioso” esta comarca. Pueblos cazadores y recolectores detectaron las virtudes de la región hace 10 mil años, seguidos por las comunidades de diaguitas agroalfareros. Después se estableció la cultura aguada, desarrollada antes de la invasión protagonizada por los incas en 1470.
“Los dibujos de muchas tinajas de arcilla y barro representan el jaguar, el único animal que los aguada no mataban porque lo consideraban un dios”, subraya Elizabeth Chacoma, descendiente de esa etnia milenaria, encaramada sin esfuerzo sobre una roca plana perforada por diez hoyos, que servían como morteros para moler algarrobo y maíz y almacenar agua.
Después de media hora de esforzado trekking sobre la ladera, la guía acepta la sugerencia de sus seguidores de improvisar una escala en el camino en constante subida, que desemboca en los cimientos de la ciudadela de Hualco. Bajo el sol intenso, la atención sigue siendo monopolizada por la perturbadora panorámica del oeste, bien lejos de los cardones, las paredes brillosas por la mica y el cuarzo y las madrigueras de los zorros, ocultas bajo las espinas de las tuscas. Los cerros de Velazco se levantan erguidos sobre la línea final del horizonte, detrás de las parcelas simétricas de los viñedos, separadas de las plantaciones de pistacho por la recta de la ruta 40, apenas un mínimo tramo de esta traza legendaria.
El maravilloso cuadro natural se borronea de a poco, al frenético ritmo que impone el zonda. El viento más respetado de la región sacude todo a su paso y no da tiempo a buscar resguardo. En apenas segundos se arremolina sobre las cabezas sudadas de los caminantes y les deja su estela de tierra suelta y aire caliente. Abajo, la sagrada rutina de la siesta está en su apogeo y los pueblos, de por sí sumidos en una quietud inquebrantable, son ahora apariciones fantasmales fundidas con la ruta vacía.
La atmósfera relajada a los cuatro costados allana el camino para llegar a la Casa del Huésped de la bodega Paimán y tirarse sin rodeos a la piscina, con los viñedos, los omnipresentes cardones y el cerro El Paimán como adecuado marco. Más tarde, el rato dedicado al ocio será coronado por la degustación de siete cepas que propondrá Marcos Carreras como último paso –sin dudas, el más esperado– de la visita guiada a la finca.
La ruta 40 apunta hacia el sur, en dirección a Chilecito, en un recorrido paralelo al Camino de la Costa pero a espaldas de la sierra de Velazco. Ahora el primer plano de la escena está reservado para los Nevados de Famatina, donde la compañía inglesa La Mejicana explotó hasta el agotamiento las existencias de oro, plata y cobre entre 1904 y la década del 30. El mineral era transportado hasta la estación del tren de carga de Chilecito a través de vagonetas colgadas de un cablecarril de 35 kilómetros de largo. Esos tiempos de apogeo de la extracción minera son reflejados por la gigantesca estructura de cables y acero y treinta carritos, sostenidos por 262 torres de hierro cubiertos de óxido, las nueve estaciones del cablecarril, la imponente terminal construida en 1905 con hierro y remaches y un museo.
Junto al serpenteante camino que vincula Chilecito con los gigantes pétreos de Talampaya, durante el inquietante rato en que se transitan las curvas cerradas y pendientes sobre la cornisa de la Cuesta de Miranda –el tramo de 19 kilómetros recientemente pavimentado de un audaz desafío al trazado de la sierra de Sañogasta–, los turistas detectan un paisaje sobrecogedor, casi imposible de superar.
Paredones a la vista
Al disiparse el persistente velo de bruma que baja de las altas cumbres para envolver cada resquicio de la panorámica y los miradores, bien al fondo del paisaje asoma la primera imagen de la pared de siete kilómetros de largo que sonroja el Cañón de Talampaya. De a poco, la belleza de la cuesta es desplazada por esa súbita aparición y hasta se minimiza la imponencia de su punto más alto, el Bordo Atravesado, que se estira hasta rozar los 2.020 metros.
La travesía hacia la prehistoria empieza a acelerarse mientras sobre el escenario árido se plantan esculturas imprevisibles, que –aún en la actualidad– siguen siendo talladas por las precipitaciones y el persistente viento zonda. Tanto en Talampaya como sobre el suelo irregular de las 60 mil hectáreas del Valle de la Luna (en San Juan, a 60 kilómetros del Parque Nacional riojano) impresionan las dimensiones de los colorados –compactos paredones de roca teñidos por el óxido de los minerales–, cuya altura fluctúa entre 120 y 150 metros.
Pero es necesario adentrarse en el curso vacío del río Talampaya (“lecho seco del tala”, en quechua) para detectar las geoformas trazadas por culturas precolombinas a objetos o figuras humanas. La tarea es bastante más sencilla que imaginar a los primeros dinosaurios como únicos habitantes del lugar durante 150 millones de años, hasta que inescrutables misterios de la naturaleza determinaron su extinción hace 65 millones de años.
Es también fácil percibir que las formaciones naturales atesoradas en La Rioja y San Juan, a los dos costados de la ruta 76, transmiten una sensación de eternidad, por lo cual todo parece ser efímero fuera de los límites de Talampaya y el Parque Provincial Ischigualasto. Sin embargo, incluso esa imagen de imponencia e inalterabilidad tambalea ante la incesante acción eólica, del agua y el irrefrenable paso del tiempo.
CLARIN