24 Sep Samaná, mares verdes y azules en el corazón del Caribe
Por Mario Rueda¡Pues no señor! ¿Usted recién llega y no me va a discutir a mí, justamente, que hace 25 años que trabajo con el turismo y que conozco la historia de estas tierras de arriba para abajo y al revés también, qué quiere decir la palabra Samaná? Insisto, amigo: Samaná era el nombre de un jefe de una tribu autóctona que defendió a su gente y a su tierra en épocas de la conquista y en su honor a esta parte de la isla le pusieron Samaná. ¿Qué le parece?” Los choferes de las empresas de turismo del norte de República Dominicana suelen ser personajes muy simpáticos, y Felipe bien podría ser el abanderado de todos ellos. El tema del porqué del origen del nombre de esta provincia dominicana no termina en la enérgica afirmación de Felipe.
Algunos historiadores explican que el nombre proviene de un sitio geográfico y que Xamaná significa “península”. Y otros lo atribuyen a la palabra “lugar de descanso”. A esta altura ya sabemos bien qué piensa nuestro guía.
Si no fue un viejo filibustero que la historia oficial ignora, quizás muy probablemente hayan sido Cristóbal Colón y su diezmada tripulación los primeros no nativos en presenciar la exuberante belleza de estas costas caribeñas hace poco más de cinco siglos.
A 523 años del primer avistaje hecho con ojos europeos, República Dominicana suelta el botón de play y recibe al turista con los melodiosos sones de la bachata, su “marca” musical por excelencia.
Después de Cuba y con sus 32 provincias, es el segundo país más extenso de las Antillas Mayores (48.300 kilómetros cuadrados), separado de Haití por el Canal de la Mona.
Aquí, el mar del Caribe dominicano explota casi literalmente: hay increíbles playas, exuberante vegetación, clima tropical –y muy húmedo con un promedio anual de 27 grados–, música, danza, ron, “celveza” y gente adorable por donde uno quiera que vaya.
Aproximadamente viven en República Dominicana 10.000.000 de personas, buena parte de ellos de etnia autóctona, los taínos.
Rumbo a la aventura
A casi 200 kilómetros del Aeropuerto de las Américas por las rutas –en excelente estado– número 7 (más conocida como Juan Pablo II) y la número 5 se llega a la provincia de Samaná, una península en el extremo norte de la isla actualmente habitada con casi 150.000 personas, que además cuenta con un aeropuerto internacional para vuelos chárteres.
Bañadas por el océano Atlántico, en las playas samanenses predomina el verde cristalino en sus variadas tonalidades, aunque dependiendo de las corrientes marinas, el verde pasa a celeste y éste a azul intenso como en los más bonitos destinos del Caribe.
La capital de Samaná es Santa Bárbara, fundada en 1756, donde hoy viven cerca de 50.000 habitantes, descendientes no sólo de los grupos originales –los indios ciguayos dominaron buena parte de la bahía– sino también de los franceses, ingleses y españoles quienes, indistintamente, le proporcionaron al pequeño poblado una especial mistura racial.
Pueblo Príncipe –un puñado de tiendas céntricas tipo shoppings costeros, con oficinas de turismo, bancos y locales artesanales– es el punto de encuentro de la movida los fines de semana, principalmente cuando arriban los cruceros, y la zona del malecón se viste de gala para ofrecer la bienvenida a los visitantes.
Buena parte de Santa Bárbara de Samaná está dominada por la arquitectura inglesa: casas de diferentes colores con techos a dos aguas, galería y baranda.
Cuentan viejos lugareños que en 1970 quisieron voltear el villorio y lo único que quedó en pie fue la Iglesia Evangelista Dominicana, un antiguo edificio que data del 1800, que fue embalado por partes en Inglaterra y que en Samaná fue montada pieza a pieza, como si fuera un puzzle. Hoy las viejas chapas y las maderas interiores resisten todos los vientos y todas las lluvias, que jamás son pocas.
Una curiosidad que demuestra la diversidad racial y cultural de este pueblo: a 30 metros de la más importante iglesia evangelista de la zona está la iglesia católica –religión predominante– más grande de la comarca.
El sábado es día de mercado regional donde los productores de todo tipo de frutas, verduras, granos y carnes ocupan un sector lateral del centro del pueblo. El carnicero ofrece los cortes trozados a puro machetazo en medio de la calle, y los “polleros” desguazan diestramente lo que en la Argentina es nuestra vieja, querida y nunca bien ponderada “pata-muslo” a 55 centavos –medio dólar– la onza.
En la ronda de callejuelas del mercado, las motos y “moto-concho” (apócope de “con chofer”) –típico taxi ligero–, surcan el asfalto de a cientos. Hay barullo pero también respeto. Nadie grita. Tampoco hay insultos. Si fuera así sería el mismísimo infierno, escenario que está cerca de serlo cuando aprietan los 30 grados pasado el mediodía.
Si el turista –básicamente canadiense, pero también francés, alemán, sueco– tiene suerte y funciona la electricidad, quizá pueda tragarse una cerveza a 80 pesos dominicanos, menos que 2 dólares.
Cayo Levantado
Uno de los focos atractivos es la isla de Cayo Levantado, hasta donde se llega en 20 minutos en lancha surcando aguas turquesas. La isla tiene una superficie de un kilómetro y medio y allí aguardan al visitante impactantes playas de arenas blancas, reposeras, feria de artesanos, buena atención y descanso.
En enero, desde Cayo Levantado se observan bien de cerca a las ballenas jorobadas que en gran cantidad y luego de aparearse vienen a la bahía a tener sus crías, un espectáculo que atrae turistas de a miles.
Los Haitises A 40 minutos de lancha hacia el suroeste se llega al Parque Nacional Los Haitises, un ramillete de pequeños islotes de roca calcárea desbordados por una vegetación que parece querer escaparse de la porción de piedra que lo contiene.
El catamarán Boca de Miel de la empresa Ebat pone proa con Frank al timón y Papo de guía, enfilando al corazón de la bahía de San Lorenzo. La reserva forestal ocupa 200 km2 y allí la naturaleza talló un recorrido entre las formaciones rocosas con bellísimos manglares y cuevas como la de San Gabriel, una pieza natural de 80 metros de extensión, y la Cueva de la Línea, una sinuosa vereda húmeda y selvática horadada por el mar que se puede recorrer cuidadosamente hacia el corazón de la piedra con bellísimas pictografías de los nativos que antiguamente ocupaban los islotes.
Puede sonar exagerado, pero después de ver tanta incomparable belleza natural alguien podría suponer que ya lo vio todo. De ninguna manera es así. La “palte nolte” de República Dominicana tiene más belleza para disfrutar todavía.
De Río San Juan a Las Terrensas
A aproximadamente dos horas de viaje por la ruta 5, saliendo de Santa Bárbara con rumbo al oeste se llega a Río San Juan, en Sánchez. El poblado ofrece casas pequeñas y bien coloridas, ya una postal en todo el trayecto, y las playas más bonitas (Playa Grande y Playa Caleton) son de una hermosura increíble. En el trayecto se observa una de las grandes atracciones para los golfistas, la cancha de 18 hoyos de Playa Grande Golf Course, de las mejores del país. Está bordeada por majestuosos acantilados.
Ya de regreso al norte por el boulevard turístico, un corredor montañoso de gran colorido por la ruta 5 se llega, primero, a El Portillo y poco más adelante a Las Terrenas.
No faltan en nuestro cálido tour las inefables salidas de Felipe. “A la derecha vemos las plantaciones de plátanos, más allá están las de arroz y a la izquierda pueden ver el Valle de los Acostados…”, dice y ríe sin pecar de tímido al referirse al cementerio del pueblo. Viniendo de Felipe es una buena muestra de su fino humor… negro.
Ambos lugares lucen extensas playas de la misma tonalidad azulina y tranquilidad del norte dominicano, en donde se vislumbra en su edificación un toque bien francés, fruto de un pasado cultural bien arraigado en estas latitudes.
Samaná y sus maravillosas playas son un destino turístico poco conocido por el viajero argentino. Además de su belleza natural tiene tres importantes cuestiones que nadie que piense vacacionar debiera dejar de lado: precios más que accesibles, confort y calidez.
CLARIN