Enseñar a no atacar, la clave para terminar con el bullying

Enseñar a no atacar, la clave para terminar con el bullying

Por María Zysman
A mediados de agosto nos golpeó la noticia: Daniel Fitzpatrick, de 13 años, se rindió. Cansado y solo, llegó a su límite luego de haber soportado burlas, agresiones y humillaciones por parte de sus compañeros de colegio en Nueva York.
Asistimos con frecuencia a una exposición desmedida de la palabra bullying. Esto la ha vaciado de sentido y de contenido, y ha generado un cierto hartazgo en relación al tema. Padres y madres reclaman a docentes, que se defienden de algo que ni siquiera saben bien de qué se trata. Acusaciones y reproches cruzados, ataques sin fundamento a los profesionales que buscamos prevenir, detectar y abordar esta problemática. Búsqueda a tientas de culpables, como jugando al gallito ciego.
En el medio, los chicos, que piden por favor que intervengamos. Que se lamentan y expresan claramente: “Ya pedí ayuda, pero no me la dieron”; “le dije a mi mamá, pero dice que me defienda”; “me dicen que pegue, pero a mí no me gusta pegar”. Chicos que muchas veces no hablan con palabras, pero que sí se expresan con el cuerpo; se retraen, se apagan y atragantan.
Duele leer que un chico se rinde. ¿Qué deberían (deberíamos) haber hecho para que esto no suceda? ¿Cómo podríamos haberlo evitado? ¿Cuántos chicos están hoy intentando no rendirse? ¿Cómo se resiste?
Padres, docentes, vecinos, profesionales, comunicadores, periodistas, tenemos la responsabilidad de cuidar a los chicos. De registrar sus demandas y responder a ellas. Lo que le duele a un niño refleja su ser: sufre por pelearse con un amigo, por no ser invitado a un cumpleaños, por recibir mensajes hirientes, por pasar vergüenza en la escuela. Sus dolores son dolores de niño y no debemos relativizarlos; tenemos que considerarlos con la potencia y gravedad que tienen para él. Lo que genera dolor no nos puede dejar indiferentes.
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Buscar y encontrar en el hostigado las causas que justifiquen los ataques de los otros agrava el problema. Ser tímido, ser sensible, ser callado…, preferir juegos fuera de moda o tener gustos diferentes a los de la mayoría son opciones válidas para un niño. Quien padece las burlas, el desprecio y la humillación no es el culpable; nada puede justificar que los otros avancen sobre él.

Pobres y sin educación
Dejemos de preguntarnos “¿qué tiene para que le hagan bullying?” y asumamos nuestras propias responsabilidades. Trabajemos, padres y docentes, en el mismo sentido para armar redes que sostengan a los chicos, en lugar de atraparlos. Abramos nuestros sentidos de verdad y ofrezcamos modelos de relación y solidaridad consistentes. Enseñemos a nuestros hijos a ser justos, a estar disponibles para el otro, a ayudar a un compañero. No se trata sólo de enseñar a defenderse, hay que enseñar a no atacar.
Para que un chico se rinda hubo previamente la “rendición” de otros. Alguien claudicó primero y abandonó su lugar. Que los casos extremos no sean simplemente disparadores de opinión: salgamos de la queja y el asombro, porque los chicos necesitan ya de nuestra presencia activa.
LA NACION