El avance del Alzheimer y una vida que se desvanece

El avance del Alzheimer y una vida que se desvanece

Por N. R. Kleinfield
Durante un momento de reflexión, Geri Taylor se sentó y, a manera de ejercicio, escribió los cambios que estaba empezando a sentir. El título: “Cosas que cambian a partir de la disminución de capacidades”.
El informe, redactado con la precisión de una inspección, le servía para explicarse a sí misma quién era. Fue un cable a tierra, pues le permitió darse cuenta de lo mucho que dependía de los demás y cómo eso había herido su orgullo.
El documento tiene dos páginas. Aparecían las consecuencias esperadas: no conducir, no viajar sola (excepto en subte, colectivo o tren) elegir libros más simples, planear con cuidado cualquier actividad al aire libre, (“llevar siempre la misma cartera, revisar constantemente las cosas que tengo cuando estoy fuera. En nueve meses he perdido un chaleco, botas, un reloj y mis gafas, y eso no es normal”.
La lista también incluía algunas ideas optimistas. Por ejemplo: escribió que ahora disfrutaba de los amigos y la familia más que nunca. “Llamar todos los días, escribir mensajes dos o tres veces al día” y algo totalmente inesperado: “Tomar el trabajo de la casa con mayor seriedad y dedicarle tiempo”.
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“No puedo manejar la agenda ni las facturas, pero puedo hacer esto y puedo hacerlo bien así que cada vez lo hago más. Ayuda con mi identidad, es una responsabilidad que puedo asumir. Además, mientras lo haces, la mayor parte del tiempo, puedes cantar”, escribió.
Llegó el viernes y el día estaba lento. Su hijo Lloyd fue a visitarla a su casa de Connecticut, acogedora y bordeada por árboles, en el lago Candlewood. Ella quería limpiar los armarios y ver con qué quería quedarse su hijo. Era parte de su proyecto de vaciar las estanterías de su vida mientras aún podía hacerlo.
Sentado el uno al lado del otro, Geri y su hijo iban peinando objetos llenos de recuerdos: anuarios del colegio, recortes de prensa con viejos logros deportivos, un casete con las canciones de Navidad de “La guerra de las galaxias”, una fotografía enmarcada del abuelo y el bisabuelo de Geri, y una cinta en la que Jim y Lloyd -su marido- cantaban “A Bushel and a Peck” del musical “Guys and Dolls”.
Una vez terminada la selección de las cosas que iban a tirar a la basura, Geri empezó a hablar de “Stíll Alice”, una película protagonizada por Julianne Moore sobre una mujer en las primeras fases del Alzheimer. Quiso verla sola porque no quería que nadie proyectara lo que veían sobre ella. Le gustó muchísimo.
“Al salir, estaba en paz, me sentí como si hubiera ido a un país extranjero y me hubiera encontrado a alguien de mi pueblo. Era tan realista… cómo buscaba las palabras. No es sentimental. Es directa. Me gustó que el marido se vaya al final. Mucha gente se va. Es lo que pasa”.
Geri tenía una idea fija de lo que deseaba, más allá de cómo evolucionara su enfermedad. Sabía que algunas personas con Alzheimer terminan con sus vidas. Ella no.
“Tengo una posición filosófica diferente. Me veo como parte de un organismo, de mi familia. No me limito a decir apaguen la luz y ya está. Si solo puedo sentarme y tararear canciones pues esa todavía seré yo”.
Afuera comenzaba a refrescar y su hijo se llevaba sus recuerdos en el auto. Olía a lluvia.
Jim, el marido de Geri, acababa de leer en el periódico sobre un ensayo clínico sobre la fase I de la enfermedad. Estaban probando un medicamento. A ella le sonó a novedad, un nuevo proyecto. La idea era que el producto podría hacer que el declive mental fuera más lento al romper las placas formadas por la proteína beta amiloide que son el sello del Alzheimer. La empresa Biogen estaba haciendo ensayos en sujetos con casos de Alzheimer moderado. Había esperanza de que fuera uno de los avances más importantes frente a una enfermedad que no provoca más que desilusiones.
Geri comenzó a buscar en Internet de inmediato y se enteró de que parte del experimento se estaba haciendo en el Hospital de Yale-New Haven.
Pocos días después, llamó a Yale. El examen de estado mental que le hicieron para medir sus capacidades cognitivas le diagnosticó Alzheimer moderado, justo lo que buscaban. Un escáner confirmó que las placas de amiloide estaban comenzando a formarse, el otro requisito para participar en el experimento.
No sabía si recibiría la medicina o el placebo, pero por la manera en que el ensayo clínico estaba organizado, pensaba que las posibilidades de recibir el tratamiento eran altas. En todo caso, tenía derecho a recibir el medicamento real durante tres años y medio después del ensayo, que duraría un año.
Una de las cosas que hicieron los Taylor fue comprar algunas acciones de la empresa Biogen. Su asesor financiero les dijo que eran caras, pero lo hicieron por razones emocionales: un voto de confianza, un gesto que podría cambiar los cálculos y traerles un poco de suerte.
La primera semana de marzo, había tomado su primera dosis del medicamento de Biogen, que se llamaba Aducanumab. Por el momento, sin efectos secundarios. Ahora era el Día de los Inocentes y regresaba al hospital de Yale para la segunda sesión, su nuevo ritual. Tal como la última vez, sin excusas, debió tomar el examen de capacidad cognitiva. Listas de palabras para recordar. Imágenes
Miró a su marido y con una sonrisa dijo: “Por cierto, compré un montón de pasta de dientes y desodorante para que no te quejes, sigo perdiéndolos”.
Estaban de buen humor. Unas semanas antes, Biogen había anunciado en una conferencia de neurología que un análisis de los datos de 166 pacientes ofrecía resultados positivos sobre la etapa inicial del ensayo.
El análisis encontró que el medicamento reducía el declive cognitivo y reducía de manera significativa la placa que se formaba en el cerebro. Los expertos decían que los datos eran positivos. Otros tratamientos ya habían ofrecido promesas que luego resultaron ser pistas falsas. (De hecho, los resultados posteriores fueron mucho más difusos).
El ensayo clínico avanzaba, ya había comenzado la fase tres. Iba a recibir el medicamento real sin ninguna duda. No podía saber si había servido de algo, Sabía que la cabeza estaba siempre en estado de emergencia y el mundo se volvía algo borroso. Le preguntaba a su marido qué día era. Volvía a preguntárselo poco después. Con Alzheimer siempre pierdes. Pero quizás sin el ensayo sería peor.
Cada vez se daba cuenta de que dejaba más frases a medias. El Alzheimer puede acabar con el lenguaje por completo. Geri tenía miedo de que sus propios pensamientos quedaran encarcelados para siempre en algún momento.
Tuvo una idea: aprender lengua de señas. “Los niños aprenden a señalar antes que a hablar”, dijo. Se lo contó a su marido y a su hijo. Que si los tres aprendían, el día que eso pasara, si pasaba, podrían comunicarse. Poco después, su hijo le envió un video en el que decía: “Buenos días, mamá”. Había aprendido gracias a YouTube.
“Cuando se jubiló Geri se preguntaba qué haría con el tiempo libre. Había tomado notas sobre sus pensamientos y creía que algún día las pondría junto a sus fotos. Pero cuando revisó las páginas, no le encantaron.
Ahora había hallado su respuesta. Estaba clarísimo. Este era el segundo acto perfecto: algo relacionado con su experiencia en el sector salud, ayudar a otras personas a navegar la oscuridad del Alzheimer y tratar de redibujar la enfermedad.
Con ese objetivo, Geri sentía que había encontrado un equilibrio. Que el Alzheimer se había convertido en su propósito. “Si eres carpintero quieres seguir construyendo muebles”.
Eso es lo que podía hacer. Seguir construyendo muebles.
La vida se había convertido en una procesión de pequeños placeres. Las cosas eran menos difusas, cada esquina de su vida era especial. Y con su gente, además, todo era real.

*Este texto corresponde a la tercera y última de una serie de notas sobre la historia de la estadounidense Geri Taylor que publicó Clarín. La primera, contaba los primeros momentos tras no reconocerse en el espejo y descubrir que tiene Alzheimer. La segunda, relató los momentos en que Geri asume la enfermedad y decide ponerse “al mando” y “no tirar la toalla”.
The New York Times – CLARÍN