Los próceres con sotana

Los próceres con sotana

Por Ana Woites
La declaración de la Independencia sitúa al Congreso de 1816 en la línea divisoria de la historia patria, en el paso de la adolescencia a la edad madura de la autodeterminación. El camino iniciado en mayo de 1810 cobró su sello de autenticidad. Los congresistas de Tucumán supieron responder a la esperanza que los argentinos habían puesto en ellos y cumplieron con su deber declarando la Independencia. El desinterés, heroísmo y patriotismo de esos hombres, al encarar con audacia una empresa superior a los es- casos elementos materiales que se poseían en aquellos tiempos angustiosos fue muy grande y su franca religiosidad quedó de manifiesto, no sólo porque más de la tercera parte de sus integrantes fuesen sacerdotes, sino porque todos sus componentes eran públicos sostenedores de los mismos valores religiosos. Claramente lo expresó Nicolás Avellaneda al decir de estos congresales: “Van a emanciparse de su rey, y toman todas las precauciones para no emanciparse de su Dios y de su culto”.
El panorama interno en 1816 no podía ser más sombrío. Las provincias del Litoral, bajo la influencia de Artigas, se negaron a acatar la autoridad nacional y no mandaron diputados al Congreso. Tampoco asistirían diputados de Paraguay y del Alto Perú, con excepción de Potosí, Charcas y Cochabamba. A esta situación se sumó un difícil panorama internacional. En el este, la invasión portuguesa a la Banda Oriental. El norte, a causa del desastre de Sipe-Sipe, quedaba abierto a la invasión española, dependiendo las esperanzas de salvación del valor de Güemes y sus gauchos. Mientras que en Europa la política de la Santa Alianza y la nueva expedición militar prepara- da en España eran hechos que auguraban el fin de nuestra emancipación.
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En este contexto, contra viento y marea, se convoca a las provincias a que envíen diputados al Congreso que se realizará en la ciudad de Tucumán. La elección de los diputados recayó casi siempre en sacerdotes y abogados.
La presencia sacerdotal en el Congreso fue notable. De los 33 diputados que tuvo el Congreso, 12 eran sacerdotes al inicio de las sesiones. Otro diputado, Mariano Sánchez de Loria, se ordenó sacer- dote en 1817 cuando murió su esposa. Mientras que otros clérigos se incorporaron al Congreso con posterioridad a julio de 1816, tal el caso de Felipe Antonio de Iriarte, Diego Estanislao de Zavaleta, Do- mingo Victorio de Achega, Luis José de Chorroarín, Gregorio Funes, José Benito Lascano.
Otro clérigo que marcó su presencia en el Congreso, no como diputado sino como prosecretario de la Asamblea, fue el presbítero tucumano José Agustín Molina, que se convertiría en 1836 en el primer gobernador eclesiástico de Tucumán en calidad de vicario apostólico de la diócesis de Salta y elevado a la dignidad episcopal.
El haber favorecido las provincias a tantos clérigos, se debió no sólo al hecho de constituir los sacerdotes el sector más culto de la sociedad, sino también a la situación angustiosa que vivía el país. Para cuya solución inspiraba la clerecía mayor confianza por su rectitud y ascetismo.
Otra vez las palabras de Nicolás Avellaneda son precisas al describirlos: “Fueron curas de aldeas los que declararon a la faz del mundo la independencia argentina, pero eran hombres ilustrados y rectos. No habían leído a Mably y a Rousseau, a Voltaire y a los enciclopedistas; no eran sectarios de la Revolución Francesa, y esto mismo hace más propio y meditado su acto sublime. Pero conocían a fondo la organización de las colonias, habían apreciado con discernimiento claro los males de la dominación española y llevaban dentro de sí los móviles de pensamiento y de voluntad que inducen a acometer las grandes empresas”.
Las actas de las sesiones públicas –no así de las secretas- del Congreso se extraviaron hace muchos años, pero felizmente la posteridad pudo enterarse del “día por día” de las sesiones tucumanas en su parte esencial gracias a “El Redactor del Congreso Nacional”, periódico que la corporación resolvió editar y cuyo redactor fue el fraile franciscano Cayetano Rodríguez con la colaboración de su amigo el sacerdote Molina.
Las sesiones preparatorias comenzaron el 24 de marzo de 1816 y la inauguración fue al día siguiente, fiesta de la Anunciación del Señor. Reunidos, los diputados imploraron la luz al Espíritu Santo en el templo de San Francisco, en medio de las aclamaciones del pueblo. Concluida la ceremonia, pasaron al domicilio del diputado Pedro Medrano a prestar aquel triple juramento, en cuya fórmula se destaca el primero, por su significación, en cuanto da una idea clara del valor que atribuía a la defensa de la religión: “¿Juráis a Dios Nuestro Señor y prometéis a la Patria conservar y defender la religión Católica Apostólica Romana?”.
Cabe destacar también las tareas diplomáticas llevadas a cabo por dos sacerdotes: Pedro Ignacio de Castro Barros, a quien el Congreso encomendó marchar a Salta para influir en el ánimo del general Martín Miguel de Güemes, en bien de la unidad de la patria. Sus ges- tiones fueron exitosas y determinaron que, en mayo, se lo eligiera presidente. El otro fue Miguel Calixto del Corro, que debió abandonar Tucumán para conquistar el ánimo del general José Gervasio Artigas, privándose de la gloria de firmar el acta de la Independencia.
El acto trascendental del Congreso se cumplió el 9 de julio. De los veintinueve diputados que firmaron el Acta de la Independencia, once eran sacerdotes: Manuel Antonio de Acevedo; José Eusebio Colombres; Pedro Ignacio de Castro Barros; Antonio Sáenz, Fray Cayetano Rodríguez; Pedro José Miguel Aráoz, José Ignacio Thames; Pedro León Gallo, Pedro Francisco Uriarte; Fray Justo de Santa María de Oro, y José Andrés Pacheco de Melo.
Al día siguiente hubo misa de acción de gracias en San Francisco, y oración patriótica por el diputado Castro Barros. La jura de la Independencia por los miembros del Congreso se realizó el 21 de julio.
Una vez proclamada la Independencia de las Provincia Unidas, en las sesiones posteriores, los congresales no esquivaron otras cuestiones que consideraban necesarias para la “conveniencia y necesidad espiritual del Pueblo”, como expresó Castro Barros, al hacer mención a la falta de obispos y la necesidad de reanudar las relaciones con Roma.
Otra de las resoluciones fue la adopción definitiva de la bandera creada por Manuel Belgrano, asunto que se resolvió el 25 de julio de 1816 a moción de Juan José Paso. Mérito de fray Justo de Santa María de Oro fue la propuesta presentada el 14 de septiembre para que se eligiese “por patrona de la Independencia de América a Santa Rosa de Lima”. La propuesta fue “sancionada por aclamación”.
Superados ya definitivamente los prejuicios ideológicos que intentaron minimizar la acción del Congreso del año 16 -o bien hacer referencia a él, pero aislado de todo su contenido religioso-, hoy, felizmente, ya nadie discute seriamente la trascendencia de dicho Congreso, ni el prestigio de sus diputados.
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