21 Jul La voz de mi padre, una vez más
Por Héctor Guyot
La otra noche soñé con mi padre. Estábamos sentados sobre el pasto de un parque arbolado, los codos sobre las rodillas, bajo el sol. Conversábamos mientras la gente paseaba alrededor. Tan despreocupada era la charla que no pude retener ni una palabra. Lo más extraño era que mi padre, en el sueño, era mucho más joven que yo. Llevaba puesta una polera azul que le recuerdo de los días de mi infancia. Podía perfectamente tener 27 años, la edad en que me tuvo a mí, el primero de sus cuatro hijos. Es decir, en el sueño yo lo doblaba en edad, y podía verlo como nunca lo había visto antes, con la vida por delante.
En vida, mi padre no era dado a grandes charlas. Le costaba hablar de sus sentimientos y tenía una manera muy suya de expresarlos. Cuando yo estaba en tercer grado, el colegio organizó un partido de fútbol entre las dos divisiones. Se necesitaba un padre que hiciera de referí y él se ofreció. Se compró un silbato plateado con el que dirigió impecablemente y que guardó luego en una caja de pelotitas de golf decorada con fósforos usados que, ese mismo año, habíamos hecho en la clase de actividades prácticas como regalo del Día del Padre. Poco después sería el entrenador de un equipo de fútbol que yo capitaneaba, y empezaría a llevarme a ver a San Lorenzo. En los tablones del viejo Gasómetro seguimos la campaña del 72 y festejamos las conquistas del Metropolitano y el Nacional. Las imágenes de ese tiempo se me han perdido, pero no me olvido del silbato que conservó en esa caja durante años, en el que yo veía expresado aquello que era tan difícil de poner en palabras.
Cuando crecí, mis silencios se sumaron a los suyos. A veces no encontrábamos la forma de comunicarnos. A los 21, me tomé un año para viajar por Sudamérica. Quería escapar de lo conocido y también, seguro, de mi propia confusión. Tenía un pasaje de tren a Tucumán y unos dólares en el bolsillo. La mañana de mi partida, mi padre, camino al trabajo, me llevó a Retiro en el Torino naranja que tenía entonces. Imagino su inquietud por el hijo que se iba a la deriva, y recuerdo la mía. Las palabras se nos anudaban en la garganta y viajamos al centro en un silencio que no supimos cómo vencer. Sus palabras llegarían después, en las cartas que él y mi madre me enviaban al poste restante de alguna de las ciudades por donde yo pasaba.
También recibió en silencio, este verano, el anuncio de la muerte. Un silencio cargado de una íntima aceptación. Sin previo aviso, le diagnosticaron pocos meses de vida y no quiso iniciar un tratamiento. Yo estaba afuera, y cuando regresé a Buenos Aires y lo fui a ver me costó hablar con él de lo que aquello implicaba. Práctico, él me ayudó: pidió que le alcanzara una carpeta donde tenía los papeles de la parcela en la que sería enterrado y una serie de instrucciones sobre el manejo de la economía de la casa. Quería que se lo enseñara a mi madre cuando llegara el momento. “¿Estás seguro de la decisión?”, le pregunté. Había tenido una buena vida, dijo, sus hijos y nietos estaban bien, y dejaba a mi madre sin mayores apremios. No quería vivir a medias y no tenía dudas.
Mantuvo esa entereza hasta el final. Una tarde, cuando ya no se levantaba de la cama, lo visité decidido a dejar de distraerlo con bueyes perdidos para hablar acerca de su muerte, a la que él esperaba mientras su cuerpo se iba debilitando. Horas antes, sin motivo, yo había tomado al voleo un tomo de las obras completas de Octavio Paz. Al abrirlo en cualquier parte, había leído: “La muerte es inseparable de nosotros. No está afuera: es nosotros. Vivir es morir. Y precisamente porque la muerte no es algo exterior, sino que está incluida en la vida, de modo que todo vivir es asimismo morir, no es algo negativo. [.] Vivir es ir hacia adelante, avanzar hacia lo extraño, y este avanzar es ir al encuentro de nosotros mismos. Por lo tanto, vivir es dar la cara a la muerte”. Estas líneas de El arco y la lira me aclararon todo: yo creía que mi padre moría tal como había vivido, con una cierta templanza, pero era más que eso: vivía su muerte como si fuera parte de su vida, y no otra cosa.
Cuando llegué junto a él quise transmitirle esta idea, pero me salió una pregunta: “Viejo, ¿por qué estás tan tranquilo?” Me respondió, ya con un hilo de voz, que sus padres, mis abuelos, habían muerto cerca de los 90 años con gran tranquilidad, y que él esperaba poder imitarlos. Le dije que se había aprendido muy bien la lección. Sonrió.
-Pero hay algo más -dijo, tras una larga pausa.
-¿Qué?
-Me siento tranquilo -me miró-. Es un sentimiento.
Estuvimos de acuerdo y en paz en el silencio que siguió. Por fin, las palabras ya no hacían falta. Los sentimientos son intransferibles y no se explican. Se viven.
LA NACIÓN