09 Sep Un intelectual para imitar
Por Luis Gregorich
¿Como definir, hoy, a un intelectual? Después de interminables discusiones, pasando por Julien Benda, Antonio Gramsci, Walter Benjamin y Pierre Bourdieu, ¿cómo diferenciarlo de los meros “técnicos del saber” (según la expresión de Jean-Paul Sartre) y de los celosos guardianes de las tradiciones? ¿Hay intelectuales conservadores e intelectuales progresistas? Aunque él mismo erró el camino varias veces, hay que volver a Sartre cuando postula casi obviamente, para el intelectual, una permanente actitud crítica y autocrítica, un rechazo a convertirse en lenguaraz de grandes y pequeños poderes, la interrogación acerca del sentido político y social de su tarea, y la búsqueda incesante de lo universal: lo universal concreto, el hombre que se está haciendo, la libertad.
Si estas aproximaciones son medianamente correctas, y les agregamos una función irrenunciable de fermento e impugnación, entonces hay buenos motivos para considerar a Erasmo de Rotterdam (1466-1536) el primer intelectual moderno, iniciador de una serie que forman, entre otros, Montaigne, Swift, Lessing, Diderot, Tolstoi y Roland Barthes. Hace cinco siglos, en 1511, se publicó Elogio de la locura , sátira escrita en latín que constituye el más difundido y traducido trabajo de Erasmo. Vale la pena rescatar a su autor, a su vida y obra, para encontrar destellos de sorprendente actualidad.
Los tiempos de Erasmo eran, así como lo son los nuestros, tiempos de cambio. La cultura del Renacimiento y el movimiento humanista erosionaron los cimientos de la Europa medieval, fuertemente jerarquizada bajo el manto del Papado. Los humanistas italianos, españoles, ingleses no se dedicaron solamente a traducir a los clásicos griegos y latinos; también postularon un ordenamiento antropocéntrico, con el hombre que empezaba a ser medida de todas las cosas. Hoy, con la confrontación de globales y antiglobales, de corporaciones y multitudes, el conflicto se organiza en torno a redes de comunicación e información, creando una (equívoca) sensación de cercanía.
Hijo natural de un canónigo holandés, Erasmo pasa sus primeros años con su madre y su hermana, en su ciudad natal, Rotterdam; después, estudia en diversos colegios religiosos, cuyos monjes y profesores le provocan (según lo contará después en su correspondencia) profundo disgusto por su estrechez, concupiscencia e ignorancia, casi como podría ocurrir, 500 años más tarde, en una película de Pedro Almodóvar.
Pese a todo, alcanza una buena formación como latinista, sobre todo después de su ordenación como sacerdote en el convento agustino de Steyn. No hay que olvidar que la vida de Erasmo prácticamente coincide con la etapa inicial de la imprenta de tipos móviles, inventada por Gutenberg a mediados del siglo XV; es decir, con la enorme revolución cultural que ello implica. Pronto sus primeros trabajos publicados, polémicos y mordaces, le ganan prestigio erudito; sus Adagia se convertirán en uno de los grandes éxitos de venta de la época, y los seguirá ampliando y reeditando durante toda su vida. Se trata de una colección en latín de antiguos proverbios, refranes y frases hechas (4000 en la última reedición), aún hoy de uso cotidiano. Son aplicables a nosotros: basta citar “en el país de los ciegos el tuerto es rey”, “tener ojos en la nuca”, “derramar lágrimas de cocodrilo” y “poner el carro delante del caballo”. Otras obras, como los Colloquia y el Enchiridion , afianzan su renombre.
A partir de su fama recibe tantas ofertas como veladas amenazas. Su existencia se parecerá a una road-movie , yendo de una ciudad a otra, en los desvencijados transportes de la época, ya sea para dar unos cursos o para escapar de algún obispo o censor intolerante. De Steyn pasa a París, de allí cruza a Londres, donde se hace amigo de Tomás Moro y conoce al príncipe real que será, más tarde, Enrique VIII; vuelve a París y a Steyn; de nuevo París, y Lovaina, y Londres, y otra vez París. Cruza los Alpes para ir a Italia: recala sucesivamente en Turín, Florencia y Venecia; en esta última trabajará en la imprenta de Aldo Manucio, corrigiendo pruebas y manuscritos. Por tercera vez viaja a Londres; allí, en casa de Tomás Moro, a quien todavía no le han cortado la cabeza, escribirá Elogio de la locura , dedicado a su amigo inglés. Más tarde, Basilea, ya en plena ebullición de la Reforma y mientras el erasmismo hace pie en la España de Carlos V; y Bruselas, y de nuevo Basilea, donde estaban sus editores, y Friburgo, y otra vez Basilea, en la que muere, gotoso y casi inmovilizado.
La relación de Erasmo con la Reforma -y con Martín Lutero- es un compendio de su postura teológica y, si se quiere, política. Ha sido uno de los precursores e ideólogos del movimiento reformista, y ha condenado duramente al aparato de poder eclesiástico, el lujo y la ostentación de los prelados, la mala administración del rito, y la venta de indulgencias y todas las demás formas de simonía. Pero no está dispuesto a abandonar la Iglesia de Roma. En contra del concepto de Lutero acerca de la absoluta dependencia y predestinación del hombre, Erasmo escribe De Libero Arbitrio ; Lutero le responde, con furiosa invectiva, en De Servo Arbitrio . Erasmo se lo reprocha en una carta: “No mencionaré lo que usted me debe, ni la moneda en que me ha pagado? Lo que me angustia es que con ese genio suyo, tan arrogante, imprudente y rebelde, está despedazando el globo en ruinosas discordias, exponiendo a hombres buenos y a amantes de las letras al ataque de ciertos fanáticos fariseos y, en suma, remitiendo al caos, como si anhelara impedir ese final feliz que yo siempre he procurado”. ¿Moderación después de la tempestad? Lo cierto es que la búsqueda de equilibrio no despierta confianza en ninguno de los dos bandos. Erasmo sigue siendo odiado, tanto por Lutero como por Ignacio de Loyola, y recibe la condena del Concilio de Trento.
Elogio de la locura , incluso para los que no podemos apreciarlo en su impecable latín original y lo frecuentamos en una traducción, resiste bien la relectura. El libro, una sátira influida por el escritor griego Luciano de Samosata, presenta a la Locura, stultitia en latín (quizá sería más justo hablar de la Necedad o de la Estupidez), como la diosa suprema de los humanos, que hace su autoelogio frente a una asamblea que reúne a todas las razas, edades y profesiones. Afirma: “Sin mí, el mundo no podría existir ni un momento. Porque, todo lo que se hace entre mortales, ¿no está lleno de locura? ¿No está ejecutado por locos y para locos?”
Ninguna institución respetable, ningún mito o ícono de la época quedan a salvo de esta inflexible artillería. Resulta fácil saltar al siglo XXI, y a nuestras preciosas ridículas, cuando la Locura se refiere al lenguaje y a su desafortunado uso: “Porque en esta ocasión quieren imitar a los retóricos de nuestros días, que se creen pequeños dioses cuando, como las sanguijuelas, se sirven de su lengua y consideran como algo maravilloso mezclar, sin pies ni cabeza, en un discurso latino algunas palabras griegas para darle un sentido enigmático. Los que los entienden se alegran de encontrar ocasión de complacerse en la propia erudición; la admiración que despiertan en los demás es tanto mayor cuanto más incomprensibles se hacen”.
También la satírica y generalizada condena de las costumbres que la Locura asume como propia alcanza a la vida eclesiástica, a la creencia en los milagros, al culto idolátrico de los santos. Las filosofías de la Antigüedad, por entonces en boga, tampoco resultan indemnes: “Séneca, estoico integral, decía que el sabio debe estar por completo exento de pasiones. Un sabio así no sería un hombre sino una especie de dios o, más aún, un ser imaginario que no ha existido ni existirá; para hablar más claramente, un ídolo estúpido? Que los estoicos gocen lo que quieran con su sabio imaginario”. Esta reivindicación del hombre concreto, apoyado en su libertad, se sostiene en todo el texto, hasta el final en que la Locura o Necedad o Estupidez, diosa suprema, se despide de la gente que la escucha, no sin antes haber pedido disculpas por su exceso de locuacidad. No por nada, si nos atenemos a la larga influencia ejercida por esta obra y su autor, Stefan Zweig pudo definir a Elogio… como “uno de los libelos de mayor eficacia que se hayan escrito jamás”.
Debemos corregir ligeramente la identificación de Erasmo con el perfil de nuestro intelectual sartreano. Asumió, sí, el compromiso de ser fiel a su tiempo, denunciando su desorden moral y político; estuvo en permanente movimiento, sin enclaustrarse en viejos dogmas, ni en aquellos en que él mismo había creído; fue lo que hoy llamaríamos un convencido cosmopolita, un pensador global, y ése resultó ser uno de los motivos que terminó distanciándolo de la Reforma, para él particularista y excluyente. No fue un filósofo profesional, ni un teólogo especializado: opinó de muchas cosas, con claro juicio, ironía y, a veces, malignidad. Pero lo que le da un matiz diferente, interesante por lo raro (y necesario) en nuestro tiempo, es un oxímoron: era un rebelde moderado, un crítico áspero y a la vez comprensivo. Al mismo tiempo que postulaba cambios y transformaciones, predicaba el sentido de la tolerancia, y no simpatizaba con la anarquía y la destrucción. Eso le otorga una actualidad sin vencimiento a la vista.
LA NACION