El día en que el mundo se abrió a las imágenes

El día en que el mundo se abrió a las imágenes

Por Pedro Rey
Tengo la foto delante de mí. Retrata a una pareja que posa con solemnidad, con la convicción de que sentarse frente a la cámara reviste notable importancia, algo que excede la nimiedad de un instante. Desconozco quiénes son los personajes. Encontré la copia hace años, en la calle, entre muchas otras imágenes similares -todas de la misma familia- que algún incauto había descartado. El único dato es que la toma fue hecha a principios del siglo pasado. En un rincón figura una fecha desconcertante: 1915. Lo más curioso es la sensación de pudor que se experimenta al entrar en contacto visual con esos extraños, como si en su anonimato, perdido en el tiempo, hubiera un residuo sagrado.
Cuando se capturó esa imagen, la fotografía como técnica tenía ya su recorrido. Había sido posible, como sucede con la mayoría de los viejos inventos, por la simple razón de un eureka. Para que se cumpla el segundo centenario de la fotografía falta un decenio, pero podemos saltear esa fecha convencional porque hace un par de siglos Joseph Nicéphore Niepce, un francés de Borgoña, ya se encontraba abocado a su obsesión de duplicar el mundo. Niepce se interesaba por la litografía y su objetivo era lograr reproducir dibujos y grabados ya existentes. Probó con distintos soportes (la piedra, el papel, el vidrio) hasta que encontró que las planchas de diversos metales (el estaño, el cobre, el peltre) eran más útiles. Con el tiempo concibió una cámara oscura para obtener imágenes ayudándose con sustancias sensibles a la luz, como las sales de plata. Logró antes algunas imágenes que no lo convencieron, pero la primera fotografía que se conserva -la primera oficial- es de 1827. Niepce advirtió que su técnica permitía tomar imágenes del natural, a las que llamó puntos de vista. En Punto de vista desde la ventana en Le Gras, tomada desde su propiedad, deja entrever unos techos oscuros y borroneado al fondo un campo o acaso una calle rural. La proeza de Niepce no fue realizada con lo que hoy llamaríamos una cámara: necesitó un larguísimo período de exposición. Según algunos especialistas, ocho horas; según otros, varios días.
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El precursor francés llamó heliografías, “escrituras solares”, a esas reproducciones de copia única. Su figura quedó, de todas maneras, eclipsada. Más o menos por la época de aquella toma, entró en contacto con Jules Daguerre, con el que, a pesar de su desconfianza inicial, firmaría un acuerdo para perfeccionar y darle una salida comercial al invento. La muerte imprevista de Niepce (en 1833) le dejaría la vía libre a Daguerre para que en 1839 le vendiera la patente al gobierno francés y comenzara la moda de esas curiosas estampas. El sistema se llamó, claro, daguerrotipo y dominó, gracias a la velocidad con que fue patentado, la técnica fotográfica durante décadas a pesar de que para entonces otro pionero, el inglés William Fox Talbot, se encontraba desarrollando un sistema de negativos y positivos, el calotipo, que permitiría realizar múltiples copias de un mismo original.
Niepce, con aquel acto clandestino, inauguró sin saberlo una manera inédita de relacionarse con el mundo. Un par de décadas después Maxime du Camp, acompañado de su amigo Flaubert, ya se dedicaba a registrar Abu Simbel, además de imágenes de Siria o Palestina. Julia M. Cameron se especializó en maravillosos retratos y, a finales de siglo, Eugène Atget retrató el viejo París que de-saparecía. “Aquella época en que hacer fotografías requería un artefacto incómodo y caro parece, en efecto, muy remota de la era de las elegantes cámaras de bolsillo que induce a todos a hacer fotos -escribió Susan Sontag en Sobre la fotografía-. Sólo con la industrialización la fotografía alcanzó la plenitud del arte. Así como la industrialización confirió utilidad social a las operaciones del fotógrafo, la reacción contra esos usos reforzó la inseguridad de la fotografía en cuanto arte.”
Esa historia, el efecto de esa gramática visual, se complejizó hasta haberse vuelto, como sabemos, instantánea. Aquel modesto gesto inaugural hoy se traduce en un flujo ininterrumpido de imágenes digitales que circulan con inédita fugacidad por dispositivos inmateriales, confirmando lo que Sontag daba por sentado: la paradoja de que las propias experiencias parecen suceder para reflejarse en una foto. Contra todo, siguen existiendo por suerte los artistas de la cámara para recordarnos que una imagen puede seguir siendo desconcertante y problemática. Pienso -mientras mis dos desconocidos me miran desde el papel- en el japonés Daido Moriyama. Cansado de su trabajo como freelance, se retiró a su pueblo natal, en Hokkaido, donde realizó sus maravillosas fotos imperfectas, de luz escasa, a veces desenfocadas, que parecen suspendidas entre lo real y lo irreal. Son una forma de arqueología, vestigios de luz, un homenaje a lo más profundo que había descubierto Niepce.
LA NACION