22 Jun A 30 años del gol eterno
Por Miguel Angel Bertolotto
Allá arriba, en el colmado palco de prensa del majestuoso estadio Azteca, uno piensa que ese pase corto del entrañable Negro Enrique a Maradona, en campo propio, será uno más. El inicio de una maniobra más, encabezada por el genio de Fiorito como tantas otras, pero demasiado lejos de los dominios del arquero Shilton para motorizar ilusiones desmesuradas.
Allá abajo, en un césped verde como nunca, el muchachito que tantos sueños soñó en sus noches de purrete pobre, está a punto de iniciar la aventura más fenomenal gestada en una cancha de fútbol.
Allá arriba, con el eco del gol con la mano todavía repiqueteando en los pupitres, con discusiones prolongadas incluidas, recién se fija la vista más detenidamente en la coyuntura cuando Diego cruza la mitad de cancha con la prepotencia de su fútbol sin igual.
Allá abajo, el muchachito de la zurda acaricia la pelota, como la acariciaba en los potreros polvorientos y desparejos de su barrio, la lleva bien pegada a su botín, pisa de a poco el acelerador, y los dos primeros ingleses -superados, impotentes, atribulados- le miran el diez blanco sobre la espalda azul; apenas eso hacen, no les queda otra alternativa.
Allá arriba, los ojos ya no se apartan de esa carrera mágica. Y se van abriendo, abriendo, abriendo, cada vez más. Y si los ojos se agigantan, el cuerpo se sacude, el corazón se paraliza, la mano derecha se olvida de la birome y de la libreta de apuntes. Y la butaca ya no cuenta: eso se vive de pie, no existe otra manera.
Allá abajo, el muchachito de la melena renegrida y enrulada pasa rivales vestidos de blanco como si fueran muñequitos de metegol. Corre, amaga, corre, amaga. Un tal Butcher hace el ridículo, pero es el más optimista y el más consecuente en su intención de destruir la hermosura. Hasta tira un manotazo que se dibuja en el aire. Todo es estéril.
Allá arriba, mientras el borde del área está a centímetros de la osadía ilimitada, ya se palpita que el the end será feliz, inmensamente feliz. Los 114.580 privilegiados, extasiados, azorados, maravillados, contienen la respiración a la espera del estallido anhelado sin distinción de colores ni de nacionalidades. A esa altura de la andanza, todos son Maradona. Todos quieren ser Maradona.
Allá abajo, el muchachito de la gambeta encara a Shilton, el arquero que uno supone que no para de rezar, y lo deja sentado, despatarrado, a la buena de Dios. Butcher, el incansable, se juega la última ficha: trata de cruzar con su pierna izquierda la pierna izquierda del artista.
Allá arriba, argentinos y mexicanos, colombianos y japoneses, uruguayos y sudafricanos, hombres y mujeres, padres e hijos, abuelos y nietos, ya no dan más de tanta ansiedad, de tanta emoción maniatada, de tanta admiración desparramada.
Allá abajo, el muchachito de la película que ya es el muchachito de la historia, saca el zurdazo deseado por él, por sus compañeros, por los adoradores de un juego que saben que nadie los puede representar con mayor fidelidad. La pelota se envuelve en la red. Y el muchachito corre y corre, ya no para marear a ingleses desconcertados sino para celebrar su obra. La obra de todos los tiempos.
Allá arriba, el estruendo.
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No hay que apelar siquiera a los archivos para recrear esa mezcla perfecta de habilidad, talento, repentización, destreza, inventiva, guapeza, optimismo, despliegue, velocidad, coraje. Y belleza sublime. Ese trayecto de 53,5 metros, esos 10,6 segundos que duró la exhalación, están tan frescos en la memoria como si hubieran transcurrido ayer. Uno -que por siempre le dará las gracias a su bendita profesión- recuerda con claridad qué ropa tenía puesta; que tomó en el desayuno; el viaje en auto al Azteca, en medio de los insoportables embotellamientos del DF; quienes fueron sus compañeros de pupitre; quienes lo abrazaron primero; cuántas veces se comunicó con el diario; cuántas notas escribió para llenar aquel suplemento deportivo en blanco y negro.
Aquel domingo 22 de junio de 1986, de calor abrasador y de cielo diáfano, Maradona fue tan grande que tuvo tiempo, en noventa minutos, para que sus acciones esenciales para el 2-1 contra Inglaterra que clasificó a la Selección a las semifinales, quedaran estampadas en los libros con dos etiquetas indelebles: La Mano de Dios, por el gol con trampa; y El Gol del Siglo, por el gol más gol de todos los goles de las Copas del Mundo.
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Pasaron 30 años.
Allá arriba, unos gozaron como nunca antes habían gozado.
Allá abajo, el que pintó el cuadro eterno, supo que la gloria estaba depositada en su pie zurdo.
CLARIN