22 Jun Un triunfo que será para recordar toda la vida
Por Claudio Mauri
Fue como ganar dos mundiales, una doble corona, una consagración por duplicado. Por más de un motivo: por el rival y por lo que dejaron los 90 minutos. Eliminar a Inglaterra fue un Mundial en sí mismo, y la Argentina también lo conquistó. Si después se hubiera tropezado contra Bélgica (semifinales) o en la definición contra Alemania, la medalla del 2-1 sobre los británicos nadie se la hubiera descolgado por insuficiente, no habría quedado olvidada en el fondo de un cajón.
Con perdón de Bilardo, que dice que del segundo no se acuerda nadie, ese cuartos de final de su equipo queda grabado en las retinas para la eternidad. No necesitaba nada más para ser perenne, si bien lo que vino después se constituyó en el complemento ideal. ¿Siempre fue o será así? Quizá no, cada partido es hijo de un momento y de un contexto determinados. La Argentina también dejó en el camino a Inglaterra en la definición por penales en el Mundial 1998, incluso con un ardid antirreglamentario como lo fue la simulación de Simeone en la expulsión de Beckham. Pero la repercusión de aquel octavos de final en Saint-Etienne no es comparable con lo del Mundial de México. Y no sólo porque después se levantó la copa en el estadio Azteca, sino porque a Diego Maradona se le ocurrió que aquel partido sería inolvidable hasta para un esquimal.
El fútbol quizá no sería lo que es sin los ingleses y Maradona no hubiera pasado la posteridad como lo hizo sin ese partido del 22 de junio en Puebla. No le faltan momentos estelares a la carrera de Maradona, pero quizá ninguno sea tan significativo como el de esa eliminatoria contra Inglaterra.
La única batalla perdida con Maradona es pedirle normalidad, rutina, previsibilidad. Sólo él podía hacer dos goles increíbles en un mismo partido. Uno increíblemente ilegal y otro increíblemente majestuoso. Uno que se tardó en empezar a festejar y otro que dan ganas de seguir festejando. Incredulidad total. Pecador y redentor. Punga y artista. Puño arriba, zurda celestial. Tuvo respuestas y justificaciones para todo un país. Para los desaforados que clamaban que a Inglaterra había que ganarle como fuera, incluso de manera ilícita, ahí está el puño izquierdo golpeando la pelota mientras Shilton le tiraba una trompada al aire. Para los estetas que consideran que por estas tierras se embelleció desde hace décadas el juego que crearon los ingleses en el Siglo XIX, les queda la apilada del segundo gol para regodearse sin que jamás llegue a empalagar. El potrero en su máxima expresión.
Fuera de la cancha, todavía era muy reciente un par de acontecimientos que marcaron la historia de la Argentina. Se estaba a cuatro años de la Guerra de Malvinas y todavía no se habían cumplido tres de una democracia justamente recobrada a partir del desvarío militar en las islas del sur. El país intentaba normalizarse y el fútbol proponía un partido de locos, inflamable para los sentimientos. Había que hacer un inmenso ejercicio de abstracción para ver en Inglaterra sólo a un rival deportivo.
Fue un encuentro de grandes hallazgos. Porque Bilardo encontró la formación ideal (Pumpido; Cucciufo, Brown, Ruggeri; Enrique, Batista, Giusti, Olarticoechea; Maradona, Burruchaga; Valdano). Porque hubo evidencia de que había un equipo idóneo, compacto y con sus funciones bien distribuidas para acompañar a su genio, a un Maradona que se adelantó a todos para entrar en el Olimpo.
LA NACION