20 Jun Postales del fin del mundo
Por Nora Bär
Llueve. Para Pablo “Kato” Pretz esas gotas que caen suavemente arrastradas por el viento no son una buena señal: “Hace años, sólo nevaba, pero cada vez es más frecuente que caiga agua”. A lo lejos, desde la proa del Canal Beagle, el buque antártico que se acerca serenamente a la caleta Potter, se advierten los edificios rojos de la base Carlini, la “capital” de la investigación científica argentina en la Antártida.
Rodeada de nieves y glaciares en gamas de celeste, aquí se concentran gran parte de los investigadores que estudian los diversos aspectos de este ambiente que sólo se conoce desde hace algo más de un siglo. A los costados y atrás, sobresalen las cumbres rocosas del monte Tres Hermanos y el nunatak Yamana como dos vigías que se yerguen sobre una inmensidad de espuma blanca.
Cubierta de gigantescas masas de hielo de hasta 4500 metros de espesor y barrida por vientos helados, la Antártida es todavía un continente misterioso. A 1000 kilómetros de Tierra del Fuego y 3800 kilómetros de África, es el territorio más frío, más seco, más ventoso y con mayor altura media del planeta. Allí se almacenan en forma de hielo más de las tres cuartas partes del agua dulce existente en la Tierra. Algunos piensan que si esa cubierta blanca se derritiera como consecuencia del cambio climático, el nivel de los mares ascendería 65 metros.
Por eso no es una buena señal que llueva. Para los climatólogos que estudian el cambio climático y para los glaciólogos que documentan el retroceso de estos enormes ríos de hielo, lo que estamos viendo desde el puente de mando del Canal Beagle tal vez sean postales de un mundo en vías de desaparición.
El último continente alcanzado por los seres humanos, protegido por el Tratado Antártico firmado en 1959, y carente de habitantes autóctonos tiene una población formada casi exclusivamente por científicos, técnicos y, en el caso de la Argentina (que mantiene 13 bases, seis permanentes y siete temporarias; entre ellas, Esperanza, la única del mundo en la que invernan familias y donde ya hubo ocho nacimientos), por integrantes de las tres fuerzas armadas, que les brindan apoyo logístico y colaboran en las investigaciones.
La mayoría viaja durante los meses de verano a investigar la dinámica de los glaciares, monitorear las comunidades de mamíferos marinos y aves, analizar las cadenas tróficas, identificar microorganismos de interés biotecnológico (por ejemplo, para su uso en biorremediación de vertidos contaminantes), realizar estudios geológicos, oceánicos, astronómicos y climáticos.
El país está presente en este paisaje helado sin interrupciones desde hace 112 años. Los protagonistas de esta aventura de la exploración en los confines de la Tierra comparten un espíritu singular. No dudan en abandonar su casa y su familia, y soportar los rigores de este clima extremo durante meses e incluso todo un año. Como la joven ingeniera en sistemas Julia Luna, encargada del laboratorio de informática (y también del cine más austral del mundo, que ofrece funciones los sábado a la noche), llegada hace dos meses y que se dispone a atravesar las épocas oscuras del invierno. O Marcos López, buzo del Ejército que se enorgullece de haber sido el único seleccionado entre 400 para quedarse en Carlini asistiendo a los equipos de investigación que se zambullen entre los témpanos. O Lucas Carol Lugones, de la Dirección de Logística Antártica de la Fuerza Aérea, que pasó un año en la Base Marambio e hizo tres campañas de verano. O el propio Kato, que durante los próximos doce meses será el jefe de Carlini, se encargará de mantener la base y prepararla para el retorno de los científicos el próximo diciembre.
Esta cofradía se enamora de las soledades inabarcables que la rodean. Del agua y el aire prístinos, de los petreles y los lobos marinos, de los pingüinos y peces en los que se manifiesta una naturaleza extraña y magnífica, pero vulnerable.
El mismo asombro maravillado expresa la tripulación del Hércules, que nos trajo hasta aquí, comandado por dos “antárticos”, que son los que poseen la pericia indispensable para aterrizar y despegar desafiando ráfagas temibles en la pista de pedregullo y arena volcánica de sólo 1200 metros que, en condiciones adversas, pueden resultar insuficientes. Y que también nos invade ahora a nosotros, que por unos días tenemos el privilegio de asomarnos a este mundo sin igual.
LA NACION